Arte y Filosofía. De Nietzsche a Heidegger
Enviado por Sergio Espinosa Proa
- El paso del signo
- La incitación de lo oscuro
- La lucha por la domesticidad
- La ruptura heideggeriana
- Lo sagrado profanado
- La verdad de la mentira
- La asunción hermenéutica del arte
- Más allá de la estética
- En la luz del misterio
- Emplazar al emplazamiento
- Notas
1 El paso del signo
La belleza será convulsiva o no será. André Breton, Nadja
Es posible comprobar que, desde Pitágoras hasta Hegel, el arte sólo logra alcanzar, en lo fundamental, un valor "propedéutico", siempre subordinado a la religión, a la filosofía, a la política, a la moral, a la economía o, en su límite, a la "psicología". Ciertamente: Kant ha elevado la experiencia estética a una altura nunca antes conocida. Ha "liberado" al arte de su esclavitud respecto de lo corporal-sensible considerándolo un objeto dotado de la suficiente "pureza" como para entrar de lleno en el reino de la especulación filosófica. Con ello ha hecho de la estética un campo esencialmente autónomo, y de la obra de arte un objeto digno de la más noble consideración. No obstante, la posibilidad de experimentar la belleza permanece, en última instancia, sujeta a otra cosa: a la percepción de la ley moral que, sacándonos de nosotros mismos, nos devuelve, por su observancia, a la esencia de lo comunitario. La belleza sigue siendo signo de otra cosa; lo bello, en el edificio crítico kantiano, es "símbolo de la moralidad".
En el sistema de Hegel, el arte no significa —o no equivale a— que seamos "morales", sino que, en el fondo, pertenecemos al absoluto. Arte, religión y filosofía comparten esa sabiduría suprema. Pero tampoco la comparten en el mismo plano: corresponde a la filosofía extraer del arte la verdad, hacer pasar esa verdad por el corredor que lleva de lo implícito a lo explícito, elevar la imperfecta inmediatez de la percepción sensible hasta la perfección del concepto. El arte cede su sitio a la estética: la obra se realiza fuera de sí misma, se encuentra sólo en el discurso —en el logos— que suscita. El arte, según Hegel, es el lugar del pasado…
Dos grandiosas —y, en apariencia, generosas— tentativas de pensar el arte, de traer el fragor de su irrupción a la paz y a la legalidad del concepto, de traducir su fuerza inmediata en la meditada persuasión del discurso. Tentativas que, a pesar de todo, terminan enfeudando al arte en el juego de la filosofía y poniéndolo, como todo lo demás, a su servicio. Tentativas frontalmente opuestas a la apuesta genealógica de Nietzsche, para quien el arte exige mucho menos una "traducción" que un pensamiento propio.
La "metafísica de artista", según expresión del propio Nietzsche, es cualquier cosa salvo una "alegoría" de las obras de arte. Y si se trata de pensar el arte sin acabar aplastándolo con —o reemplazándolo por— el concepto, la estrategia debe cambiar de modo radical. En primer lugar, reformulando de un extremo al otro la "teoría del fenómeno". La apariencia no es lo contrario de la verdad, sino su expresión. Lo que aparece —la superficie— tiene una profundidad metafísica[1]. El arte es, para Nietzsche, una religión de la apariencia: "Si la verdad", acota François Warin, "es mujer, si en el fondo de la apariencia no hay sino apariencia, entonces, por oposición al resentimiento de la metafísica que transgrede, sacrifica o lleva a la muerte a toda apariencia, por oposición a la fría pasión del conocimiento, al tiránico gusto de la certeza, el arte se manifiesta esencialmente como aquello que brinda su asentimiento a la apariencia, como aquello que la consagra, la santifica como santifica la mentira afirmando la vida como poder de ilusión, glorificando el mundo como error"[2]. Entre Platón y Homero, Nietzsche toma partido, sin vacilar un instante, por el poeta.
Es la alternativa entre la pesadez y la ligereza, entre la profundidad mórbida y la superficialidad danzarina.
En segundo lugar, haciendo de la afirmación del arte una afirmación ateológica y ateleológica. El libre juego de las facultades ha de ser radicalizado hasta hacer del mundo mismo el espacio del juego y de lo libre. El mundo es absolutamente indiferente a nuestras exigencias morales: está siempre más allá del bien y del mal. El arte no quiere imponer sus constricciones, no quiere "conocer" ni quiere "dirigir": sólo quiere que las cosas, todas y cada una de ellas, puedan ser. El arte deja de copiar el mundo —o de sintonizar con el transmundo— para convertirse en modelo para la vida. El arte nos hace entrar en un estado de suspensión del mundo, en un estado de reversión o interrupción de las estrategias que necesitamos desarrollar para que las cosas lleguen a ser un mundo — objetos dóciles para un sujeto bien amaestrado.
En tercer lugar, al contrario de la operación practicada por Schopenhauer, es necesario remitir el arte a la voluntad de poder (que, según se verá, se halla en el otro extremo de la voluntad de dominio). El arte, para Nietzsche, es la fuerza antinihilista por excelencia, es la voluntad de fiesta que estimula sin cesar a la vida. Frente a la religión, que gira en torno a la devoción, el arte incita a la creación. No es posible, en suma, seguir pensando el arte en términos de armonía o adecuación (de lo inteligible con lo sensible, de lo interior con lo exterior, de la idea con la materia, etc.). El arte, para Nietzsche, es agónico, en el justo sentido de que gira sobre sí mismo interrogándose sin cesar, siempre irónico, sobre su propia imposibilidad.
El arte no nos salva si no es abismándonos en la ausencia de salvación.
2 La incitación de lo oscuro
Somos una planta, mas no terrestre, sino celeste. Platón, Timeo
La visión nietzscheana del mundo griego se aparta de toda transacción o idealización (también de toda esterilización académico-erudita). Ha percibido con toda su fuerza que la famosa "serenidad" griega se levanta sobre un fondo de horror que Nietzsche enseguida asocia con las furias, con las madres devoradoras. La belleza se yergue, graciosamente, a un paso de la devastación. El arte apolíneo es la conquista de la claridad a partir de unas tinieblas constitutivas: es la afirmación de una voluntad de distinción frente al "asiatismo" que de cualquier forma continuará marcando —y persiguiendo— al mundo griego. El texto de El nacimiento de la tragedia está escrito desde ese doble movimiento merced al cual los griegos se arrancan de un subsuelo dionisíaco quedando sin embargo fascinados por su contemplación.
La experiencia griega enseña a Nietzsche que el arte sólo encuentra su sentido en el juego de la representación de la muerte, allí donde es posible experimentar toda la fragilidad y la vulnerabilidad de la vida. Hay arte sólo cuando se muestra el inminente momento de la quiebra, cuando comprendemos que todo está a punto de disolverse, cuando la muerte parece que nos alcanza con su mirada sin ojos y su llamada silenciosa. La obra de arte acaricia ese instante, demorándose en su borde, trazando su distancia. Es una mirada herida por la violencia de la noche, hecha para soportar lo insoportable — pero sin enmascararlo, sino exhibiéndolo, "dejando aflorar la inminencia del horror", dice Warin, "mas bajo la apariencia de la seducción"[3].
Por el arte nos aproximamos a la destrucción y al caos sin sucumbir —del todo— a su vértigo.
Para Nietzsche, la obra de arte es esa delgada línea, esa fisura que conecta-y-separa la fuerza dionisíaca con y de la forma apolínea. Un equilibrio asaz precario. La tragedia griega transita en ese límite, esforzándose por no caer a uno o a otro lado. Es el discurso en el momento en que el discurso parece desfallecer o estar de sobra, la calma en el corazón de la catástrofe, la afirmación de la vida en el colmo de su inanidad. Si es arte, la línea aún no se ha quebrado: ni la figura desprovista de ese horror ni la fuerza despojada de su forma pueden cristalizar en la obra de arte. Dionisos es inasequible, la muerte no tiene una forma "propia" según la cual podría ser representada, la noche nunca puede verse.
El arte no es la fuerza en sí misma — sólo es su más fiel desviación.
Si Hegel piensa la muerte como poder de negación, no es casual que se detenga en y lleve a sus últimas consecuencias —en filosofía tanto como en política— el símbolo del Crucificado. Se trata, como todo buen cristiano sabe, de la imagen que representa no sólo la muerte, sino la muerte de la muerte. El hombre-Dios se ha asomado al más allá — y ha vuelto, resplandeciente de (nueva) vida. La metáfora que subyace a la experiencia nietzscheana no podría, evidentemente, remitir a esa misma señal; no es posible ni vencer ni dominar a la muerte, y esta asunción se pone en juego, de modo privilegiado, en la figura de Orfeo. Orfeo ha intentado mirar la noche y sólo ha sabido de la irreparable pérdida. La experiencia del abismo no se busca para practicar un escape. La —imposible— experiencia de la muerte no se abre para soñar el fin de la muerte, sino para mostrar que, sin ella, la vida pierde todo su significado.
Sin ella, la vida puede ser calumniada[4].
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