Llamas y humo negro elevándose hacia el cielo, el viento dispersando el hedor de la carne calcinada, el silencio perentorio que marcó el final.
La derrota: la ordalía de plomo, sangre y cadáveres y cuerpos desmembrados había llegado a su fin.
No podía recordar cuantas horas — ¿o días?— había durado la batalla.
¿Batalla?
Por qué había sucedido todo eso.
Cómo habían transcurrido los hechos para que él, un zafrero, formara parte de un ejército revolucionario y ahora tal vez fuese el único sobreviviente.
Debía huir para salvar su vida.
Las ideas se le confundían con la noción del tiempo trastocada. El cansancio, la fatiga alojada en sus músculos, le impedían pensar con claridad
¿Cómo había llegado hasta allí?
Lo sobresaltaron unos ojos felinos que lo miraban en la oscuridad. En un movimiento reflejo, su mano derecha buscó el puñal en la cintura. Los ojos saltaron hacia él con un gruñido sordo.
Con un movimiento veloz se corrió a un costado, y hundió la hoja en el cogote peludo. Sintió cerca de su cara el aliento caliente de la bestia.
Unos pájaros nocturnos chillaron.
Con la mano libre empujó la cabeza del animal, y con otro movimiento, certero y rápido, volvió a hundir el puñal, esta vez en el vientre. Un chorro caliente le mojó las manos. El animal agonizó con un estertor ahogado, inmóvil sobre su mano crispada.
Quitó el brazo de debajo de la bestia.
Se incorporó, tembloroso, excitado.
Recordó los ojos recientes, pero ya no eran los ojos de la bestia los que lo asolaban: eran los de su padre, aquella tarde en que, luego de perder el brazo en el ingenio, regresaba del hospital. Lo miraba, a él y a sus dos hermanas, como disculpándose por haber sido tan torpe.
Pensó en limpiarse, pero otra vez volvían los ojos: ahora eran los de sus hermanas, mañosos y taimados. Recordó las sonrisas de complicidad de su madre cuando ellas se escapaban por atrás del rancho hacia el pueblo, y regresaban al otro día, con zapatos y vestidos nuevos. Hasta que se fueron definitivamente al prostíbulo. Después no supo más de ellas.
Repasó aquellas circunstancias que de niño lo mortificaron: el regreso de su padre del obraje, con las manos sangradas y las recriminaciones de su madre por el dinero, por la comida. Las comparaciones de sus hermanas con las muchachas del pueblo, las primeras mentiras cuando volvían de madrugada. Hizo un gesto, como queriéndose sacudir aquello que lo atormentaba. Unos relámpagos de dolor intenso le estremecieron la cabeza
Se limpió las manos en la hierba y quiso recuperar el puñal. Cuando intentó palpar el cuerpo del gato montés solo tocó pasto y tierra. ¿Alucinaba? Sí, sería eso, estaba alucinando. Seguramente por el agotamiento, el miedo, la tensión.
El cuchillo estaba en la funda que tenía en la cintura. Súbitamente el monte se había llenado del rumor escondido de animales, hasta volver a quedar nuevamente en silencio.
Caminó un trecho, a tientas entre la espesa vegetación: … era el delegado… hablaba con sus compañeros… los arengaba… el comandante examinaba la formación antes de entrar al monte… su brazo debajo del gato montes… el brazo muerto de su padre…
Se detuvo, con el ánimo en suspenso. Echó una mirada en derredor. Había llegado al final del monte: …al final de todo… al final de la pesadilla… por fin… por fin…
Corrió agazapado, hasta que sus pulmones agitados por la carrera parecieron estallar. Se dejó caer de espaldas sobre el pasto. Su pecho bajaba y subía por el esfuerzo.
Después de unos instantes su respiración volvió a ser regular.
El sopor le nublaba las ideas.
Se recostó. Alcanzaba a divisar a lo lejos un arroyo. El monte adquiría un aspecto borroso y fantasmal. Miró hacia arriba. El cielo era un fulgor de tornasoles. Mudaba del rojo sangre a un azul intenso.
En lo alto, como una bendición, estaba el cielo, intensamente azul y pleno de estrellas. Y la luna llena iluminándolo todo. Fue lo último que vio antes de quedarse dormido.
III
Se despertó después de tres horas. El sol le iluminaba la cara. Retornaron los recuerdos: ojos, otra vez ojos.
Ahora era la mirada desdeñosa de su padre cuando supo que su hijo era delegado. Los ojos de su madre, que lo miraban sin ver: el entierro de su tata.
Por un instante se le confundieron realidad y memoria. Se vio en un rancho, a la luz de un candil, haciendo garabatos indecisos en un papel, aprendiendo a escribir, se vio leyendo con ansias los libros que por primera vez le hablaran de un mundo nuevo. Hasta que nuevamente volvió a ver ojos: llorosos, eran los de su madre antes de que él partiera hacia el monte.
Ahora oculto, observaba un pequeño grupo de soldados que acampó entre los últimos árboles; distinguió los cadáveres de tres guerrilleros. Algo en uno de ellos le llamó la atención. Escuchó órdenes marciales que se dispersaron en el viento. Los soldados abandonaron el campamento, cruzaron el arroyo y se dirigieron al pueblo. El sonido de armas y de pasos se perdió en la lejanía y sólo se escuchó el incesante canto de los pájaros.
Se acercó hacia donde yacían los cadáveres y descubrió que uno de ellos tenía su rostro, torcido hacia un costado en una rígida mueca de dolor.
IV
Entonces supo que estaba muerto. Se sintió aliviado.
Había muerto en la batalla. ¿Y ahora qué?
Fue en ese momento cuando descubrió al indio: parado a un costado, lo observaba con una mirada apacible. Era un bloque inmóvil, solo sus ojos se movían, calmos, profundos, metiéndosele dentro del alma. Una dulce serenidad lo envolvía y se llevaba los recuerdos de la pesadilla que había vivido.
El indio ladeó la cabeza en un gesto de invitación y comenzaron a caminar juntos. Subieron por una pequeña loma y avistaron, más allá del arroyo, un rancherío lejano.
Descendieron hacia el arroyo. El indio lo miraba impasible.
Caminaron, con el sol a sus espaldas, casi un kilómetro por la orilla mirando el cielo azul reflejado en el agua. El aire era caliente y traía un lejano aroma de hierbas silvestres. Se dirigieron hacia un rancho de barro, con las paredes blancas de cal.
En el interior del rancho vacío, sin muebles, recordó unas tardes lejanas: cuando esperaba la llegada de la noche tomando mates con su madre.
El indio lo estaba mirando, él también lo miró. Fue un instante eterno. En el puente de la mirada desfiló una corriente inefable y sintió un dolor pesado de angustia que venía desde los ojos del indio y le llenaba el alma. El dolor de su padre, su propio dolor, el dolor de todos los pobres que habían muerto buscando justicia. Todo el dolor del mundo le llenaba el alma, el cuerpo, la piel, y cuando el sufrimiento le resultó intolerable comenzó a llorar. Eran unas lágrimas extrañas, densas, eran lágrimas que fueron cayendo sobre la tierra reseca del piso del rancho. Y lloró y lloró hasta que quedó vacío de penas y de esperanzas. Entonces, con los ojos, le preguntó al indio qué sentido tenía tanta lucha, para qué tanta sangre, para qué tanto dolor.
El indio no le contestó. Le sonrió mansamente y le metió una de las manos en el pecho y le arrancó el corazón y lo sostuvo por un instante en la palma de la mano. Luego sopló sobre el corazón rojo y palpitante y el indio y su corazón se transformaron en un pájaro: un cardenal que se posó en el marco de una de las ventanas y cantó y cantó hasta que todo el rancho, todo el monte, toda la tierra fueron una sola nota de cristal. Después el indio-corazón-pájaro se alejó volando y todo quedó en silencio.
V
Miró sus ropas de guerrillero. Se sentía liviano, etéreo.
Recordó, ahora ya sin aflicción, a su padre, a su madre, a sus hermanas.
Desaparecían los ojos del gato montés en la cerrazón del monte y también el recuerdo de todos aquellos ojos que lo entristecían. Se habían desvanecido también su toda su desesperación y todas sus angustias.
Cuando se dirigió hacia la frontera descubrió que el pasto que tapizaba la tierra tenía el mismo color que sus ropas de guerrillero.
Autor:
José Carlos Celaya
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