Descargar

Después de la batalla

Enviado por José Carlos Celaya


Partes: 1, 2

    I

    Era noche cerrada cuando recuperó la conciencia. Abrió los ojos y tuvo recuerdos confusos. "Murieron todos", pensó. Parches de cielo estrellado entre el techo de hojas. Se sentía atontado. Una angustia profunda le llenaba el pecho. Creía sentir el cuerpo lejano, extraño, como si no fuera el suyo.

    Poco a poco fue cobrando noción de todo lo que lo rodeaba: la selva tupida, los infinitos ruidos de la espesura, la brisa ligera saturada de almizcle y olores vegetales.

    Tenía los brazos dormidos, insensibles, el cuerpo acalambrado, los músculos agarrotados. Algo inmaterial, pesado y opresivo sin embargo, lo aplastaba contra el suelo. Le costaba moverse. Con gran esfuerzo, haciendo acopio de toda su energía, utilizando los codos, se acomodó de espaldas y estiró las piernas. Un hormigueo insoportable le recorrió el cuerpo. Eran pequeñas descargas eléctricas que lo sacudían por dentro. Comenzaban en la punta de los dedos de los pies y, fulminantes, le recorrían las piernas, el tronco, para finalizar como un mazazo brutal en el interior del cráneo. Le escocían los párpados; le dolían los ojos, como si una mano los oprimiera desde adentro y quisiera hacérselos saltar desde las cuencas. Le pesaban los hombros, como si una roca gigantesca ocupara el lugar de la cabeza. Recuerdos lejanos, cargados de dolor, lo asaltaron y tomaron posesión de su cuerpo, a manera de una nueva piel.

    Había querido cambiar el mundo: esto es una mierda, tengo que hacer algo, se había repetido a sí mismo infinidad de veces. ¿Pero,. cuándo? ¿Cuándo había sido eso?

    Un golpe de viento, suave y húmedo, lo despejó. Con mucha dificultad se incorporó, se sentó sobre el pasto.

    Con ambas manos comenzó a masajearse las piernas. El hormigueo fue desapareciendo de a poco, lentamente, aunque todavía persistían las puntadas que le trepanaban la cabeza. Una emoción desconocida de dolorosa infinitud lo comenzó a envolver como una mortaja. Una profunda sensación de desasosiego le ganó el pecho. Miró entonces los cordones desatados de sus botas, los pantalones y la chaqueta verdes, el cinturón de cuero, la funda de la pistola, la canana cruzada sobre el pecho. Algo desde arriba llamó su atención.

    El cielo, que hasta hacía unos instantes era azul y lleno de estrellas, ahora estaba totalmente cubierto de nubes rojas como coágulos de sangre.

    Sacudió la cabeza. Todo le parecía irreal, el cielo púrpura, el monte espeso, ese sentimiento de pesar intenso que parecía haber tomado posesión de todo su cuerpo.

    Continuó frotándose los muslos, las pantorrillas, los brazos.

    Cuando consiguió doblar ambas piernas se irguió con dificultad. Algo lo tumbó de improviso y cayó desmadejado sobre el pasto.

    Comenzó a recordar.

    II

    Poco después de entrar en el monte, el comandante había dado la orden de dispersarse. Los guerrilleros se habían ido diseminando entre los árboles, ocultándose tras las altas matas de arbustos, echándose al suelo cuando comenzaron a silbar las balas. Los tableteos de ametralladoras rasgaban el aire. Un grupo de explosiones sacudió el monte y abrió un pozo, un pequeño cráter negro al que comenzaron a sucedérsele otro y otro y otro, desde los que se elevaban terrones de tierra, ramas y maleza. El fuego y el humo se apoderaron del monte. Cuatro o cinco guerrilleros cayeron muertos cerca de él.

    Gritos roncos y órdenes desesperadas se superponían al tronar de los cañones. Más guerrilleros muertos. Pedazos de carne y tela se desparramaron por el aire. Gritos y pasos desconcertados. Algo húmedo lo salpicó en la cara. Se secó el rostro con las manos y luego, aterrado, se miró las palmas, que rojas de sangre brillaban al sol.

    ¿Cuántos eran los guerrilleros? ¿Ciento ochenta, doscientos? Habían conseguido, en un principio, hacer frente a los soldados, que en formación cerrada, se acercaban un poco más a cada instante. Una avanzada compacta, que detrás de los cañones, progresaba como una marea inexorable.

    Los guerrilleros comenzaron a retroceder, cubiertos por el fuego de las ametralladoras y de los fusiles que disparaban sin cesar y las escasas granadas que arrojaban para entorpecer el avance de los soldados. Pero luego, donde el monte era espeso y cerrado, los fueron acorralando: la superioridad de sus oponentes se tornó aplastante. Recordaba los disparos, las exclamaciones de dolor, las corridas, y finalmente la desbandada.

    Los grupos dispersos de cuatro o cinco guerrilleros, que cercados al final del monte eran masacrados implacablemente por la metralla tenaz.

    No quedó nada del «glorioso ejército revolucionario», salvo un par de guerrilleros que siguieron combatiendo por inercia hasta que cayeron aniquilados por el plomo insistente que llenaba el aire.

    Los últimos ayes y gritos de dolor, el trueno final de la metralla, las postreras explosiones.

    Partes: 1, 2
    Página siguiente