Una ética de los deberes prima facie – por Jonathan Dancy
Enviado por Ing.Licdo. Yunior Andrés Castillo Silverio
Según la concepción clásica, una teoría moral debería incluir una lista de principios morales básicos, una justificación de cada elemento de la lista y alguna explicación de cómo deducir más principios ordinarios de los inicialmente enunciados. El ejemplo obvio es el utilitarismo clásico, que nos ofrece un único principio básico, nos dice algo acerca de por qué debemos aceptar este principio (este fragmento suele pasarse por alto, pero no debería) y muestra a continuación cómo deducir de él principios como «no mientas» v «cuida a tus padres» (un ejemplo que utilizo cada vez más). Si nuestra teoría ofrece más de un principio básico, también tiene que mostrar cómo aquellos que ofrece encajan entre sí en conjunto. Esto puede hacerse de diversas maneras. Podríamos decir directamente que no debería aceptarse ninguno de ellos a menos que se aceptasen los restantes o, de manera más indirecta, que en conjunto constituyen una concepción coherente y atractiva de un agente moral -y por supuesto hay también otras formas.
La teoría de los deberes prima facie no se parece mucho a esto. En primer lugar, no supone que unos principios morales sean más básicos que los demás. En segundo lugar, no sugiere que exista coherencia alguna en la lista de principios que ofrece. Sin duda es una aportación a la filosofía moral, pero no es una teoría moral en sentido clásico; afirma que en ética todo está bastante confuso y no hay mucho lugar para una teoría de ese tipo. Esto es más bien como sostener que podemos afirmar algo sobre la naturaleza física del mundo pero que lo que podemos decir no equivale al tipo de teoría que esperan los físicos. Podemos no encontrar esto muy excitante y no obstante ser el único tipo de teoría que vamos a obtener, pues el mundo (moral o físico) no encaja con los deseos de los teóricos.
Para comprender por qué podría ser esto así tenemos que considerar cómo la defendió W. D. Ross, el creador de la teoría de los deberes prima facie (él no habría reclamado haber sido el único padre de la teoría sino que estaba desarrollando ideas al menos en parte originales de H. A. Prichard).
Ross, que realizó su trabajo principal en la Universidad de Oxford en los años veinte y treinta, partió de la tesis de que todas las formas de monismo (la concepción según la cual sólo existe un único principio moral básico) son falsas. Sólo conocía dos formas de monismo: el kantismo y el utilitarismo; así pues, las abordó por turno. Su argumento contra Kant era que el principio básico de que parte es incoherente. El principio de Kant dice algo así: «sólo son correctos los actos motivados por el deber». Ross pensó que esto equivalía a decir que podemos obrar a partir de un motivo determinado. Pero afirmaba que las únicas cosas que uno puede decir que debemos hacer son cosas que está en nuestra mano hacer o no hacer. No podemos elegir los motivos a partir de los cuales vamos a obrar; nuestros motivos no son cosa nuestra. Podemos elegir lo que haremos pero no por qué lo haremos. Así, no se nos puede exigir obrar por un motivo particular. Kant nos exige esto, y por ello debe rechazarse su teoría. En el artículo 14, «La ética kantiana», Onora O'Neill niega que Kant suscriba la tesis que le atribuye Ross; (véase la página 253 supra).
El utilitarismo fue rechazado por razones algo diferentes. Ross sabía que el utilitarismo era sólo una versión de un enfoque más general llamado consecuencialismo. No suponía que todas las formas de consecuencialismo debían ser monistas, pues sabía que el utilitarismo ideal de G. E. Moore era pluralista (Moore afirmaba que la acción correcta es aquella que maximiza el bien, pero también afirmaba que existen diferentes tipos de cosas buenas, como el conocimiento y la experiencia estética). Pero arguyó contra el consecuencialismo sabiendo que si triunfaba aquí también habría refutado al utilitarismo. La argumentación parte de una tesis sencilla, avalada por un ejemplo. La tesis es que las «personas comunes» piensan que deben hacer lo que han prometido hacer, no en razón de las (probables) consecuencias de incumplir sus promesas, sino simplemente porque han prometido. Pero al pensar de este modo, en modo alguno están considerando sus deberes morales en términos de consecuencias. Las consecuencias de sus acciones están en el futuro, pero la gente piensa más acerca del pasado (acerca de las promesas hechas). El ejemplo es el siguiente: supongamos que usted ha prometido realizar una tarea sencilla -a su vecino se le ha estropeado el coche y usted le ha prometido acompañarle a comprar esta mañana. Pero de pronto le surge la oportunidad de hacer algo un poco más valioso -quizás llevar a otros dos vecinos, que están en un similar apuro, a recibir a su hija al aeropuerto. Ross sugiere que considerando la cuestión únicamente en términos de las consecuencias, usted tendría que convenir en que lo que debía hacer era incumplir su promesa, pues la decepción del vecino número uno por quedarse plantado se vería compensada por el placer de los vecinos dos y tres de no tener que hacer tres transbordos de autobús para llegar al aeropuerto. Pero con todo, afirma, hay que contraponer a este equilibrio de consecuencias el hecho de que usted prometió, y en un caso como éste, este hecho podría invalidar a los demás. Usted puede pensar que, a pesar del beneficio potencial relativo a las consecuencias, lo que usted debe hacer es mantener su promesa original. Por supuesto, no opinaría esto en el caso en que el beneficio obtenido por incumplir su promesa fuese mucho mayor, pero eso no prueba que en este caso el curso de acción correcto sea incumplir su promesa.
Lo que esto muestra es que aunque importan las consecuencias de nuestras acciones, otras cosas pueden importar también. El consecuencialismo sencillamente deja de abarcar toda la cuestión. (Philip Pettit indica cómo respondería el consecuencialista en la sección 3 del artículo 19, «El consecuencialismo».) La concepción general de Ross es que hay tipos de cosas que importan, por lo que no puede realizarse una lista muy precisa de rasgos significativos desde el punto de vista moral. Entre las cosas que importan están que uno debe hacer el bien (ayudar a los demás cuando pueda), que debe fomentar sus talentos, y que debe tratar justamente a los demás. Quizás todas estas cosas tengan una importancia que puede entenderse en términos de la diferencia que obrar de ese modo puede suponer para el mundo (es decir, en términos de las consecuencias). Pero lo que uno debe hacer puede estar influido también por otras cosas, por ejemplo por acciones anteriores de diverso orden (como, en nuestro ejemplo, por su promesa anterior) o por anteriores acciones de terceras personas, como cuando usted tiene una deuda de agradecimiento para con alguien por un acto anterior de amabilidad.
Ross expresa esta posición utilizando la idea de deber prima facie. Afirma que tenemos un deber prima facie de ayudar a los demás, otro de mantener nuestras promesas, otro de devolver los actos de amabilidad anteriores v otro de no defraudar a las personas que confían en nosotros. Lo que quiere decir con esto es simplemente que estas cosas importan desde el punto de vista moral; son relevantes respecto a lo que debemos hacer y a si obramos correctamente al hacer lo que hicimos. Si decidimos mantener una promesa, nuestra acción es correcta -en tanto en cuanto es correcta- en la medida en que es un cumplimiento de promesa. Esto es lo que quiere decir Ross cuando afirma que nuestra acción es un deber prima facie en virtud de ser un acto de cumplimiento de promesa. Por supuesto, el que sea o no un cumplimiento de promesa no es la única consideración relevante.
Como hemos visto también importan otras cosas; expresamos esto diciendo que tenemos también otros deberes prima facie, por ejemplo el deber prima facie de aumentar el bienestar de los demás (el deber prima facie de hacer el bien). Y estos otros deberes prima facie pueden importar más en el caso en cuestión. De antemano no podemos determinar qué deber prima facie relevante importará más en la situación a que nos enfrentamos. Todo lo que podemos hacer es considerar las circunstancias e intentar decidir si es aquí más importante mantener nuestra promesa o llevar a los vecinos dos y tres al aeropuerto. Ninguna norma o conjunto de normas puede ayudarnos en esto.
Así pues, una determinada acción puede ser un deber prima facie en virtud de un rasgo (quizás el cumplimiento de una promesa), un deber prima facie en virtud de otro (será una gran ayuda para el vecino número uno) y algo incorrecto prima facie en virtud de un tercer rasgo (significa que los vecinos dos y tres van a tener dificultades para llegar al aeropuerto). Expresado de manera sencilla esto simplemente quiere decir que algunos rasgos de la acción van en su favor y otros en su contra.
Tan pronto hayamos determinado qué rasgos van en cada dirección, intentamos decidir donde está el equilibrio. Según Ross esta es inevitablemente una cuestión de juicio, y la teoría no puede ayudar nada. La teoría sólo podría ayudar si pudiéramos disponer nuestros diferentes deberes prima facie por orden de importancia, de forma que conociésemos de antemano que, por ejemplo, siempre es más importante ayudar a los demás que mantener nuestras promesas. Pero ninguna ordenación semejante se corresponde con los hechos. Lo que está claro es que en ocasiones uno debe mantener sus promesas incluso a costa de terceros, y en ocasiones el coste de mantener nuestras promesas significa que aquí sería mejor incumplirías, siquiera una vez. Ross diría que semejante cosa es sólo un rasgo de nuestra condición moral. Sin duda sería bello que el mundo fuese nítido y ordenado, de forma que pudiésemos clasificar de una vez por todas nuestros diferentes deberes prima facie. Pero «es más importante que nuestra teoría encaje en los hechos que sea simple» (Ross, 1930, pág. 19). No existe una ordenación general de los diferentes tipos de deberes prima facie, y como diferentes principios morales expresan diferentes deberes prima facie, no existe una ordenación general de los principios morales. Sólo hay una lista amorfa de deberes, que no es más que una lista de cosas relevantes desde el punto de vista moral, relevantes respecto a lo que debemos hacer.
¿Qué nos dicen estos diferentes principios morales? Una información obvia es que el principio «no robar» nos dice que todas las acciones de robo son realmente malas. Si esto es lo que nos dice el principio, sólo que haya un único acto de robo que de hecho no sea malo el principio será falso. Según esto, un contraejemplo de un supuesto principio moral consistiría sólo en una acción correcta que el principio prohíbe, o una mala acción que el principio exige. Pero en este caso probablemente todos los principios morales son falsos. Sospecho que para cada principio que se mencione será posible imaginar una situación en la que uno debería incumplirlo. Por ejemplo, no se debe robar, quizás, pero alguien cuya única forma de alimentar a su familia sea robar «debe» robar, especialmente si va a robar a personas acaudaladas que viven con gran lujo. Sería indebido que no lo hiciese; difícilmente aprobaría ver morir de desnutrición a su familia diciéndose a sí mismo «podría alimentarles robando, pero robar es malo». De forma similar, de acuerdo con esta formulación de lo que nos dicen los principios morales ningún par de principios podría sobrevivir al conflicto. Si creo que sólo los peces respiran en el agua y que ningún pez tiene patas, y acto seguido tropiezo con un ser que respira en el agua y tiene patas, he de desechar uno de mis «principios». Del mismo modo, supongamos que creo que se debe decir la verdad y se debe ayudar a las personas necesitadas.
¿Qué hacer cuando tras dar cobijo a un esclavo huido en el Sur profundo, viene el propietario y me pregunta si sé dónde se encuentra su «propiedad»? Un caso como este mostraría que tengo que rechazar uno de mis principios. Pero sin duda esto es incorrecto. Los principios pueden sobrevivir a conflictos como este, aun cuando uno de ellos tenga que ceder (aquí no es correcto decir la verdad). Ross, con su noción de deber prima facie, puede dar una explicación de lo que nos dicen los principios que muestra por qué esto es así. Nuestros dos principios afirman que tenemos un deber prima facie de decir la verdad y un deber prima facie de ayudar a las personas necesitadas. Cierto es que aquí tengo que elegir entre decir la verdad y ayudar al necesitado. Pero esto no vale para mostrar que debamos abandonar uno de los dos principios. De hecho sólo muestra que debemos mantener ambos, pues la existencia misma de un conflicto es la prueba de que importa el que uno diga la verdad (es decir, que tenemos un deber prima facie de hacerlo) y que importa que ayudemos a los necesitados cuando podamos hacerlo (es decir, tenemos un deber prima facie de hacer esto también). El conflicto es un conflicto entre dos cosas que importan, y no se resuelve abandonando uno de los principios sino sólo llegando a tomar una decisión sobre qué es lo que más importa en esta situación.
Esto ofrece una imagen diferente del aspecto que tendría un contraejemplo a un principio moral. En vez de ser un ejemplo en el que el principio nos dice que hagamos una cosa y nosotros pensamos que debemos hacer lo contrario («no robar»), sería un ejemplo en el que, aunque el principio nos dice que algún rasgo cuenta en favor de cualquier acción que lo posea, pensamos que o es irrelevante aquí o bien que es relevante, pero en la dirección contraria.
Por poner un ejemplo de cada caso: durante las vacaciones del año pasado mi hija pisó un erizo de mar, y le causamos un gran dolor (no totalmente con su consentimiento) al sacarle las espinas del talón. ¿Es éste un contraejemplo del pretendido principio de «no causes dolor a los demás»? Su respuesta dependerá de si piensa que nuestros actos fueron en términos morales peores en la medida en que le causaron dolor, o bien si piensa que el dolor que le causamos es irrelevante desde el punto de vista moral o que no había una razón moral para no hacer lo que hicimos. Un ejemplo de un rasgo que cuenta en la dirección contraria podría ser la idea de que en general realmente es una razón en favor de una acción el que cause placer tanto al agente como a los observadores. Pero en ocasiones es una razón en contra; consideremos la idea de que tendremos más razón para realizar ejecuciones públicas de violadores convictos si este hecho proporcionase placer tanto al verdugo como a las multitudes que sin duda asistirían a contemplarlo. Si rechazamos esa idea, tenemos aquí un contraejemplo del pretendido principio de «es correcto actuar en orden a causar placer a uno mismo y a los demás».
Ross ofrece así una explicación característica de qué es lo que nos dicen los principios morales; éstos expresan deberes prima facie -deberes de obrar o de dejar de obrar. Ross contrasta los deberes prima facie con lo que denomina deberes en sentido estricto. Una acción es un deber prima facie en virtud de que tenga una determinada propiedad (por ejemplo, ser la devolución de un favor); esta propiedad, quizás junto a otras, cuenta en favor de su realización, aun cuando propiedades adicionales puedan ir en su contra. La acción es un deber en sentido estricto si es una acción que debemos hacer en general -si, después de todo, debemos llevarla a cabo. A la hora de decidir si esto es así intentamos sopesar entre silos diversos deberes prima facie que concurren en el caso, decidiendo cual es el que más importa, qué lado de la balanza pesa más. Existe aquí un claro contraste entre el deber propiamente dicho y el deber prima facie.
Pero este contraste dice aún más. Ross quiere decir que a menudo conocemos con seguridad cuáles son nuestros deberes prima facie, pero que nunca podemos conocer cuál es nuestro deber en sentido estricto. Dicho de otro modo, esto significa que tenemos un determinado conocimiento de los principios morales, pero ningún conocimiento de lo que debemos hacer en general en cualquier situación real. Es esta una interesante combinación de la certeza moral general con una especie de dubitación con respecto a los casos concretos. Ross adopta una posición característica en lo que se denomina la epistemología moral (la teoría del conocimiento moral y la justificación de la creencia moral).
En primer lugar, ¿cómo llegamos a conocer la verdad de cualquier principio moral? Algunos filósofos afirman que conocemos directamente la verdad de estos principios (en ocasiones se dijo que los conocemos por una suerte de intuición moral). Por ejemplo, se ha afirmado que el principio de «hay que tratar por igual a todas las personas» es evidente de suyo, en el sentido de que sólo hay que considerarlo con un criterio abierto para que resplandezca su verdad. Ross no cree en semejante cosa. Para él, la única forma de llegar a conocer un principio es descubrir su verdad en la experiencia moral. Sucede más o menos así: primero nos enfrentamos a un caso en el que tenemos que tomar una decisión sobre qué hacer. Mi esposa y yo salimos a cenar con unas personas a las que yo conozco pero ella no. Yo me esfuerzo por no ofender a estas personas y en general por causarles una buena impresión. Mi esposa lo sabe. Sin embargo, el tiempo pasa y estamos ya un poco retrasados. Mi esposa aparece, con ganas de pelea, y me pregunta si está adecuadamente vestida para la ocasión. Me resulta inmediatamente claro que no lo está. ¿Qué tengo que decir?
Tengo tres opciones. La primera es mentir, y espero que no llegará a conocer la verdad tan pronto como salgamos a casa de nuestros amigos. La segunda es decirle la verdad, para que así vaya a cambiarse (con lo cual llegaremos más tarde). La tercera es decir que lo que lleva no es adecuado pero que es demasiado tarde para cambiarse porque vamos con retraso. Esto tiene la ventaja de minimizar nuestra tardanza pero a costa de envenenar por completo la velada para ella v causarle malestar. Ahora bien, lo que Ross tiene que decir sobre el particular es que yo puedo ver tres tipos de consideraciones que son aquí relevantes. La primera es que es mejor no llegar tarde. La segunda es que es mejor no mentir sobre el vestido. La tercera es que es mejor no trastornar a mi querida esposa. Todas estas cosas concurren en esta historia; todas ellas importan y yo tengo que determinar cual es más importante que las demás. Hasta aquí todo lo que he advertido tiene una relevancia limitada al caso que tengo ante mí. Pero inmediatamente puedo ir más allá de éste, pues puedo ver que lo que aquí importa debe importar allí donde ocurra. Aquí es importante no llegar tarde, y esto me dice que en general es importante no llegar tarde. Lo que ha sucedido es que he aprendido la verdad de un principio moral (que expresa un deber prima facie) en lo que yo he advertido en un caso particular. Lo hice generalizando, utilizando un proceso denominado «inducción intuitiva». Se trata del mismo proceso por el cual se enseñan los principios lógicos (tanto a uno mismo como a los demás).
Yo te hago ver la validez de un argumento particular como «todas las vacas son marrones: todas las novillas son vacas: por lo tanto todas las novillas son marrones». Entonces te pido que generalices a partir del caso planteado hasta este principio general: «Todos los B son C: todos los A son B: por lo tanto todos los A son C». La idea es que si uno está suficientemente atento y despierto simplemente podrá ver la verdad general que subyace al caso particular de partida. Es la misma idea en ética.
Ross afirmaba que en el curso de la vida encontramos rasgos que importan para alguna elección que hemos de tomar, y que de esto aprendemos que estos rasgos importan en general -importan allí donde se den. De este modo la experiencia nos enseña la verdad de principios generales de deberes prima facie. Estos principios son evidentes de suyo, no en el sentido de que uno sólo tiene que preguntarse si son verdad para conocer que lo son, sino en el sentido más débil de que son evidentes en lo que nos muestra el caso particular. El acto de la generalización no añade nada significativo a lo que ya conocíamos.
Lo que sucede así es que partimos de algo sobre lo cual no hay duda significativa alguna, por ejemplo que es mejor no llegar tarde esta noche. A partir de ahí avanzamos mediante un proceso que no añade nada discutible al reconocimiento de que por lo general es mejor no llegar tarde, y aprehendemos así un principio moral autoevidente.
Llegamos a ese principio a partir de lo que percibimos acerca del caso planteado -que aquí importa que lleguemos tarde o que no, que importa que diga la verdad o no, etc. Pero lo que yo percibo sobre este caso tiene que desempeñar otra función; tiene que ayudarme a decidir qué debería yo hacer en realidad (mi deber en sentido estricto). Según Ross ésta es una tarea totalmente diferente. Aquí me empeño en intentar decidir no lo que importa (algo que ya sé) sino en qué medida importa cada principio y cuál de ellos importa más aquí. Las cuestiones de equilibrio como ésta son tan difíciles que mi eventual juicio nunca podría denominarse conocimiento, sino a lo sumo opinión probable. De esto se desprende que conocemos muchos principios morales pero nunca puede decirse que conozcamos qué elección tenemos que hacer realmente. Podemos conocer nuestros deberes prima facie, pero nunca nuestros deberes en sentido estricto.
He formulado esta parte de la exposición en términos de lo que podemos conocer y de lo que no podemos conocer. Estos son términos que el propio Ross se habría complacido en utilizar, pues afirmaba que existen hechos acerca de lo que es correcto y no correcto que en ocasiones podemos llegar a conocer. (Esto es lo que lo convierte en un intuicionista; véase el artículo 36, «El intuicionismo».) Pero podría haber expresado la misma historia en términos no cognitivistas (véase el articulo 38, «El subjetivismo») simplemente diciendo que aunque uno pueda desaprobar enérgicamente en general cosas tales como mentir o molestar a su cónyuge, nunca tendríamos la confianza total de que la actitud que estamos tentados a adoptar en una situación dada sea la correcta. El compromiso firme a nivel general puede y debe ir unido al reconocimiento de la complejidad inherente a cualquier elección moral difícil. Y de aquí podemos pasar a la idea de que deberíamos ser tolerantes con aquellos cuya actitud difiera de la nuestra, pues nunca deberíamos dejar de tener presente el carácter inestable de estas decisiones.
Vale la pena señalar un rasgo adicional de la relación entre deberes prima facie y deberes en sentido estricto. En la exposición hemos distinguido tres elementos. En primer lugar estaba mi reconocimiento de las propiedades que eran aquí relevantes. En segundo lugar estaba mi reconocimiento resultante de deberes generales prima facie. En tercer lugar estaba mi juicio acerca de mi deber en sentido estricto. Podríamos suponer que igual que pasamos del primer elemento al segundo, pasamos del segundo al tercero. Pero ésta no es la opinión de Ross. Ross afirma que pasamos directamente al juicio general a partir del primer elemento, mi reconocimiento de las propiedades relevantes. No salgo del apuro mediante mi conocimiento de principio moral alguno. No tomo mi decisión a la luz de principio alguno de deber prima facie. Ross afirma que «al parecer nunca estoy en posición de no ver directamente la rectitud de un acto particular de amabilidad, por ejemplo, y de tener que deducirlo a partir de un principio general todos los actos de amabilidad son correctos y por lo tanto éste debe de serlo, aun cuando no pueda percibir directamente esta rectitud» (Ross, 1930, pág. 171). Las únicas ocasiones en las que puedo tener que hacer esto son aquellas en las que sé de buena fuente que una propiedad es importante aun cuando no haya sido capaz de comprobarlo por mí mismo, o bien cuando me veo tan desbordado por el deseo o por otra pasión intensa que tengo que recordarme un rasgo relevante de la situación que de otro modo no percibiría («las personas casadas no deben dormir con personas distintas de su cónyuge y yo no soy cónyuge de esta persona»). Esto puede devolverme el sentido de relevancia de un rasgo relevante. Pero normalmente no salgo del apuro mediante los principios prima facie.
Esto debe plantear la cuestión de qué uso tienen los principios y de por qué, si en realidad no tienen uso alguno, Ross los considera un elemento importante de la historia Hemos admitido que el conocimiento de los principios puede ser de utilidad en ocasiones. Pero esto apenas satisfaría a quienes piensen que es esencial la aprehensión de los principios para la definición de agente moral respetable. Existe una idea muy generalizada de que ser un agente moral consiste simplemente en aceptar y actuar a partir de un conjunto de principios que uno se aplica por igual a sí mismo y a los demás. Ross no acepta esta idea. Para él, los agentes respetables son aquellos sensibles a los rasgos moralmente relevantes de las situaciones en las que se encuentran, no con carácter general sino caso por caso. Se pone aquí énfasis en la percepción; los agentes morales consideran relevantes los rasgos que son relevantes, y consideran como más relevantes los que de hecho son más relevantes. Estos no determinan que estos rasgos importan aplicando un paquete de principios morales a la situación. Los perciben como relevantes por propio derecho, sin ayuda de la lista de principios morales que supuestamente conocen.
Hay una forma en que podría ayudar una buena lista de principios morales, a saber, la de asegurarse de que uno no ha pasado por alto la relevancia de algo. Con una completa lista de comprobación podría obtenerse este beneficio. Pero por supuesto la teoría de Ross no indica que exista algo semejante a una lista completa de deberes prima facie -una lista de propiedades relevantes desde el punto de vista moral. Puede haber una lista razonablemente corta de tipos de deberes prima facie, y Ross ofrece él mismo una lista semejante, aunque tiene cuidado en señalar que no es completa; pero esto no significa que uno pueda completar una lista explícita de los deberes prima facie que tenemos.
Así pues, según la teoría de Ross no parece que nuestros principios morales tengan mucha utilidad para nosotros. Y no me resulta claro que pudiera existir fácilmente una versión diferente de la teoría, según la cual los principios desempeñan un importante papel. Después de todo, el principal argumento en favor de la teoría consiste en una llamada al tipo de cosas que las personas consideran importantes en los casos a que se enfrentan, en el entendimiento de que los consecuencialistas no pueden explicar todo lo que parece importar. Dada esta apelación a lo que encontramos en casos particulares, y la explicación resultante de cómo deducimos principios morales a partir de lo que encontramos, resulta muy difícil ver cómo podríamos conceder un papel más importante a aquellos principios en las decisiones futuras que el que les concede Ross.
¿Por qué entonces está tan convencido de que existen principios morales? La respuesta es que le parece sencillamente obvio que si un rasgo es moralmente relevante en un caso, debe de serlo en cualquier otro. No es posible que un rasgo importe sólo en este caso; la relevancia debe ser relevancia general. Esto es discutible; voy a exponer brevemente algunas razones para dudarlo. Ross cree que sí, y es su única razón para conceder que existan cosas semejantes a principios morales. Lo cree porque le da cierta sensación de que al realizar opciones morales a lo largo de la vida puede considerarse que estamos obrando de manera consistente; elegimos de manera consistente porque nuestras elecciones reflejan el intento de otorgar el mismo peso a todo rasgo relevante cada vez que concurre. Así pues, aunque Ross afirma que en la decisión moral respondemos a la rica particularidad del caso que tenemos ante nosotros, puede decir que realizamos cada elección a la luz de lo que nos ha enseñado nuestra experiencia moral.
Voy a concluir con dos críticas de la teoría de los deberes prima facie. La primera es que no deja un espacio real a la noción de derechos. Aunque Ross es contrario al utilitarismo, su teoría comparte un rasgo con él. Se trata de la idea de que en todo caso de toma de decisiones morales lo que hacemos es sopesar los deberes prima facie de un lado frente a los del otro. Pero una crítica estándar al utilitarismo ha sido la de que este tipo de enfoque deja de captar por completo algo que consideramos importante. En la controvertida cuestión del aborto, podemos considerar muy poco idóneo decidir el destino del feto únicamente sobre la cuestión de si el mundo en general será un lugar más feliz con o sin él.
Podemos pensar que el feto tiene un derecho a su propia vida que es independiente y debería preexistir a cualquier cuestión de equilibrar las ventajas y desventajas de librarse de él. Aquí se considera el derecho del feto como un «triunfo»; esto significa que cuando no existen semejantes derechos en cuestión, entran en juego otras consideraciones como las de las consecuencias generales de nuestros actos, y éstas deciden propiamente lo que debemos hacer, pero cuando hay derechos (como en el caso del aborto) los derechos deciden la cuestión, invalidando toda referencia a las consecuencias. Podríamos decir incluso que es una profunda prueba de inmoralidad considerar que los derechos entran en el equilibrio con otras consideraciones. Cualquier enfoque semejante está en oposición a la teoría de los deberes prima facie, pues según este enfoque todos los deberes son prima facie (y nada más que eso); no hay nada más fuerte que eso, que razonablemente pueda pretender ser un triunfo.
Ross podría ofrecer aquí algo en su defensa. Podría recordarnos que hay muchos casos en los que las personas erróneamente consideran invenciones consideraciones a las que no debería permitirse desempeñar ese papel. Por ejemplo, un abogado que descubre la culpabilidad de su cliente puede pensar que está obligado por un deber de confidencialidad, un deber que deriva de los roles ligados de abogado y cliente, y suponer que este deber es un triunfo, es decir que precede y anula toda consideración del daño que puede hacer permaneciendo en silencio. Hay muchos casos similares en los que las personas sienten que están vinculadas por deberes absolutos que derivan de su rol o estatus, que les impiden realizar actos que en sí tendrían consecuencias enormemente buenas o evitarían otras terribles. Ross podría decir con razón que esto es sólo mala fe. Estamos utilizando nuestros deberes profesionales como excusa, ocultándonos tras ellos para no tener que enfrentarnos al problema en sí. Pero podría convenirse en que alguna apelación a los derechos y deberes es mala fe, sin admitir que lo sean todas estas apelaciones. Y el hecho es que muchas personas consideran moralmente desagradable la idea de que todas nuestras decisiones morales deberían tomarse equilibrando los pros y contras como recomienda Ross.
La mejor defensa de Ross aquí es afirmar que exageramos la importancia de los derechos si los consideramos como triunfos. Los derechos son realmente importantes y este hecho puede contemplarse en la teoría de los deberes prima facie concediendo a éstos un gran peso cuando hemos de contrapesar las razones a favor y en contra. Pero siempre habrá un punto en el que tengan que infringirse los derechos de una persona; por ejemplo, no seria correcto negarse a encarcelar a un inocente si con ello se pudiera evitar un holocausto nuclear.
Los críticos a Ross dirían que aun cuando esto debiera hacerse en un caso así, la acción seguiría siendo intrínsecamente mala en un sentido que Ross no puede tener en cuenta. Para Ross, cualesquiera razones contra la acción ya se han utilizado en la valoración del equilibrio de pros y contras.
Las razones derrotadas no subsisten en el caso haciendo que la acción sea de algún modo tanto correcta (quizás incluso exigida) como mala. Para Ross, una acción correcta no puede ser mala. Pero muchos filósofos consideran que en casos trágicos como el citado podemos estar obligados a hacer el mal. (Véase, por ejemplo, el ensayo de Nagel «War and massacre», 1979.)
La segunda crítica procede de la dirección opuesta y se refiere al papel de los principios morales en la teoría. Ya he indicado que éstos desempeñan un papel mínimo, pero la cuestión es por qué, si partimos del lugar del que parte Ross, tenemos que aceptar que exista algún tipo de principios. Lo que supone Ross, sin argumentarlo, es que un rasgo que habla en favor de esta acción debe hablar del mismo modo en favor de cualquier acción que lo tenga. Sin embargo, puede ser muy flexible al respecto. Por ejemplo, podría decir que aunque este rasgo es siempre más bien un pro que un contra, la medida en que esto es así puede estar influida por otras circunstancias de este caso. Así pues, no siempre puede considerarse que el mismo rasgo influya del mismo modo en el equilibrio, pero si uno lo considera como un pro siempre será un pro.
Es esta última idea la que creo se puede cuestionar razonablemente. En primer lugar su presencia en la teoría hace inestable a ésta, pues Ross tiene que demostrar de algún modo que lo que nos resulta relevante en un caso particular inmediatamente debemos considerar relevante del mismo modo en cualquier otro. Pero es difícil ver como es esto posible, pues es poco plausible que la capacidad de un rasgo para ser relevante en un caso particular sea totalmente independiente de los demás rasgos que concurren con él. La teoría concede así un papel demasiado pequeño al contexto; es demasiado atomista. Yo prefiero una teoría que permita que la aportación de un rasgo es totalmente sensible al contexto en que se da, de forma que lo que aquí cuenta en su favor puede contar en otro caso en contra. Por poner el ejemplo que utilicé antes: uno puede pensar que, sin duda, el que una acción cause un gran placer a un gran número de personas incluido su agente a menudo es una razón para llevarla a cabo.
Pero cuando la acción es una ejecución en público, podemos suponer que el placer que produciría es una razón en contra para llevarla a cabo. Este es sólo un ejemplo esquemático, pero la cuestión es por qué tendríamos que resistirnos a ello. Y si no nos resistimos a ello y a otros casos como este, de hecho habremos abandonado la exigencia de que existen cosas semejantes a los principios morales. Ross admite que carecen de utilidad. Yo sugiero que habría hecho mejor en prescindir por completo de ellos.
La respuesta de Ross a esto habría sido que sin principios de ningún tipo no hay posibilidad alguna de alcanzar una posición moral consistente; ser moralmente consistente es precisamente otorgar el mismo peso cada vez a algo que importa, independientemente de su contexto. Mi respuesta sería ofrecer una nueva explicación de la consistencia que conceda al contexto un papel mucho mayor que el que le otorga Ross, de un modo que considero encaja mejor con nuestra práctica moral real. Pero éste no es el lugar para esta explicación.
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