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Los inciertos frutos

Enviado por Fandila Soria


Partes: 1, 2

    edu.red

    I

    Tomás y Zacarías, se encontraron de nuevo al cabo de los años, por puro azar. Un milagro, pues no tenían uno del otro más referencia que la niñez. La gran urbe tampoco era lo más propicio para un encuentro.

    Poco después de dejar la escuela, Zacarías se trasladó a la ciudad con su familia, donde se establecieron, pues para los suyos no hubo más escapatoria que la emigración. Lo que a la postre vino a ser como salir de apuros y meterse en estrecheces. El chico a duras penas terminó la enseñanza media, pues hubo de emplearse en el primer trabajo que le ofrecieron, y acabó de plantilla en una entidad bancaria, como oficinista. Bien podía darse por satisfecho. Pese a todo, nunca dejó de estudiar. Mejor dicho, se convirtió en un lector empedernido, que acumulaba libros y libros como un coleccionista, y que dejarían en él un poso de conocimientos tan dilatado como inconcreto.

    Tomás, en cambio, cuando se vino ya era todo un hombre. Quería estudiar Física y sufragarse a la vez con alguna ocupación que no le requiriese todo el tiempo. Ello fue la causa de que sus estudios se ralentizaran, que no lo fue todo, su apasionamiento a punto estuvo de dar al traste con ellos, pues hubo de casarse a toda prisa. Pese a todo se sobrepuso, y logró compaginar sus actividades con las obligaciones que ahora contraía. Menos mal que aquel ajetreo no duró mucho, salió airoso. El flamante físico pasó al Departamento de Innovaciones en la misma empresa donde trabajaba. No hacía de eso ni medio año.

    Ambos estaban en Hacienda una mañana, más funesta que otra cosa, entre que entraron pronto y salieron para el almuerzo, con la cabeza inerme y los pies para el arrastre. La oficina estaba en bote. De tan largas, las filas de resignados daban la vuelta y tornaban sobre sí, que ya no parecían tener ningún destino.

    Con aquel desarreglo, Tomás vino a desplazarse de un puesto a otro sin advertirlo, y ni siquiera los colindantes, que de pura aburrición ya no era mucha su sutileza. Ya llevaba un buen rato, fijos los ojos en el vecino de cola, pues su cara le parecía familiar. Aquella sensación era tan inconcreta que ni barruntaba de qué podía conocerlo. Pero al cabo, con estar tan ocioso, y de tanto menearlos, los recuerdos se le avinieron, y como conclusión le trajeron a la mente un nombre.

    -Perdona que te moleste, pero… ¿No eres tú Zacarías?

    El otro encaró hacia él y lo miró con recelo.

    -Pues sí. Ése es mi nombre. ¿En qué puedo servirle?

    La reacción del conocido hizo gracia a Tomás, que comenzó por sonreír y acabó riendo.

    Zacarías, contrariado, lo observaba en su actitud sin creérselo.

    Pero es que, además, le puso la mano en el hombro.

    – ¿No te suena mi cara?

    Al otro se le vio confuso, incapaz de asociarlo con alguien que conociera.

    -Pues no, no caigo. Como no haya sido en la oficina…

    Pero qué oficina, ni que ocho cuartos -Pensó Tomás.

    Quizá fuera que las gafas, que ahora sí tenía, trastocaban su semblante a la mirada del otro. Por eso se las quitó.

    – ¿Y ahora?

    -Nada chico, no te empeñes.

    Él se dio por vencido.

    -Yo soy Tomás… El de Calderas… En la escuela. Cuando niños.

    El semblante de Zacarías se transformó. Lo cogió por los hombros y estrechó su mano.

    – ¡Claro hombre! Es que no pareces el mismo.

    -Y no es para menos. Más de veinte años debe hacer ya. Los niños cambian mucho.

    Zacarías se apartó un tanto, y lo observó, curioso.

    -Vaya con Calderas… Menuda transformación. Cómo iba a reconocerte.

    -Claro, como no nos tratábamos mucho…

    Tomás se encogió de hombros.

    -Bah, tonterías. En el fondo deseábamos ser buenos amigos. El inconveniente era la tozudez. El quien de los dos cedería primero.

    El presunto amigo asintió con una sonrisa. Luego miró alrededor.

    Seguro que estamos aquí por lo mismo. ¿Me equivoco?

    -No podrías, que a la vista está. A cumplir con el fisco como todo el mundo.

    Como no tenían de que hablar, hablaron largo y tendido de la niñez, de sus juegos y de la escuela.

    -Pues desde entonces, no he vuelto a ver a nadie. Ni siquiera he ido por allí -dijo Zacarías.

    -Tiempos felices aquellos. La vida ideal…, si no fuese por la escuela.

    -Y que lo digas.

    La escuela era una costumbre. Ningún niño, que se supiese, había llegado a ella por gusto. A no ser que lo llevaran engañado. Los primerizos, por pequeños que fueran, ya sabían de antemano como las gastaban allí. Y pasaban la espera estremecidos, de saber que les llegaba el día del ingreso sin más hechura, como si esperaran el cumplimiento de una sentencia. Al final, ir a la escuela, de pura obligación se volvía una rutina no exenta ni mucho menos de sobresaltos.

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