Volvió a la mesa. Lejos de la pesadumbre, ahora se sintió más animado. Que Tomás lo mandara a hacer gárgaras era algo transitorio pues no pensaba acostarse sin dejar zanjado el asunto.
Esperó un tiempo prudencial, y lo llamó por teléfono.
– ¿Ah… eres tú Verónica…? Di a Tomás que se ponga, por favor.
Se oyó lejano a Tomás que maldecía. Al poco se acercó al aparato.
– ¿Otra vez tú? No te habrás quedado a gusto…
–Hombre, a gusto a gusto no es que esté, pero se aproxima. Que sepas que tu archivo y los disquetes están a buen recaudo. Los tengo aquí, en mi casa. Precisamente me los traje porque sabía lo valiosos que son. Claro que como nunca aportas por allí, no podías saberlo.
-Pero qué zorro eres…
-Nunca te acostarás sin saber algo más.
-Ves tú, ahí sí que te doy la razón. Sabiendo eso, dormiré como un bendito. Y que sepas que el nuevo modelo está casi a punto, sólo necesito recalcular algunas de las modificaciones.
– ¿Y cómo piensas experimentarlo esta vez?, porque la forma en que lo hacemos, deja mucho que desear.
-Pero hombre de Dios… tú sabes que ya no es necesaria tanta experimentación. ¿Acaso no has observado mejoría en los pacientes? Estos indicios ya inclinan la balanza de nuestro lado. Casi seguro que no nodos se curen, es cierto, pues depende del enfermo de que se trate.
-Si te digo la verdad, no he notado nada. Aunque ahora que lo dices, es posible que mi madre esté mejor ahora.
-Claro. En todo lo relacionado con la mente y los estados de ánimo, no esperes un progreso repentino. Desde que Milton Erickson se dio cuenta de que podía mitigar el dolor de su poliomielitis, e impulsó la llamada hipnosis clínica, ha llovido mucho. Como sabes la hipnosis no es más que una inducción al sueño. Un sueño especial, que en definitiva sólo es una relajación profunda. Ojalá el dios Hypnos permita que nos entrometamos para bien, con nuestra máquina. Por lo pronto nuestro sistema se aparta de aquella concepción, y es más efectivo y cómodo. Además será accesible para todo el mundo.
Zacarías se quedó callado. Luego dijo:
-Tomás… Pese a todo, puedes contar conmigo. Te aseguro que a partir de ahora procuraré no extralimitarme.
-Valiente gamberro estás hecho. ¿Acaso no quedamos en formar un equipo? ¿Por qué, entonces, no has desahogado tu tarea con los demás?
Zacarías recapacitó un momento.
-Pues te lo voy a decir: porque no he querido que tú desatendieras tu trabajo; porque Marta está embarazada y debe cuidarse; y porque tu mujer, entre los estudios, la casa, y los dos niños… porque, para que lo sepas, tú no dejas de ser un niño -Tomás río-. Yo era el único que podía tener más desahogo. Y reconozco que he traspasado mis límites.
-Muy bien. Todo se andará. De todas formas, en adelante será distinto.
-No lo dirás por mí.
-Que no hombre… Descuida. El cabreo se me ha esfumado.
A la mañana siguiente Zacarías volvió al garaje. Un tufo a quemado surgió del local nada más abrir. El fondo estaba ennegrecido por el humo, lo mismo que el banco y todo lo que contenía. A la poca luz no se aclaraba mucho. Se acercó a los ambientadores y les pasó el dedo. Parecían estar intactos. En seguida sacó su pañuelo y comenzó a limpiarlos de hollín. Pues no que parecían estar bien… En realidad era la fuente de alimentación la que se había achicharrado.
Bendito sea el Cielo, los aparatos no habían sufrido daño alguno. Uno de los alimentadores era el culpable de tanto alboroto. Probó con el que quedaba, y los ambientadores funcionaron a las mil maravillas.
Cómo no se le ocurriría comprobarlo después. Aunque, la verdad, que él no pensó en comprobaciones, pero se hubiese ahorrado la reprimenda de Tomás y el mal sabor de boca.
Cuando se lo dijo, Tomás lo escuchó sin sobresaltos, y le contestó lo de siempre, que todo se andaría. Que no se preocupara por las maquinas, pues él mismo pensaba ir al hospital y las llevaría.
XXII
Poco le duró aquel descanso. A la semana siguiente Zacarías recibió una carta del ministerio. Lo citaban del departamento de control, seguro que por la patente, pues le achacaban ciertas negligencias.
Por más cábalas que se hizo, no se aclaró. ¿A qué vendría que le imputaran aquello a él precisamente, y no a la fábrica o a Tomás? El responsable habría de conocerlo de lo que fuese, pues él no iba de un lado a otro con los aparatos, dando su identidad a cualquiera. Se cuidaba muy bien de presentarse como el miembro de una sociedad de inventores.
Su amigo no tenía ni idea de la tal citación, y tan sorprendido estaba como él.
-Si ya te lo dije. No iba a ser tan sencillo. Seguro que la factoría ha hecho oídos sordos -Le dijo a Tomás.
-Que no hombre. Ellos no saben nada. Seguro. Nos lo habrían dicho. Esto corre por nuestra cuenta y riesgo.
-Pero la patente es de ellos. Cómo es que no han citado a los propietarios.
-Porque será otra cosa. Seguro que alguien, resentido de nuestro servicio, nos ha jugado esta mala pasada. Y seguro que ese alguien no sabe ni de qué vamos.
Zacarías pareció conformarse, pero no del todo.
-De todas formas no lo veo, me extraña que en Velarde no sepan nada.
-Mejor no anticiparnos, para qué, mañana lo veremos.
-Pues ya lo sabes, a las diez en punto allí.
-Descuida.
El día amaneció como si tal cosa. Poco importaba que los quehaceres fueran arduos o livianos, o si la gente se levantaba o no de buen humor. Amaneció y ya está. La ciudad aún guardaba los calores, como un rescoldo, que la noche no lograra mitigar. No sería precisamente el sol quien fuera a enmendarlo. Se levantaba limpio, y decidido a derramarse sin ningún impedimento. Para entonces, Zacarías ya había prodigado a su madre una tanda de ambientador, y le dejaba el aparato por si lo necesitaba. De allí salió pitando para el ministerio.
Los dos amigos se encontraron a las puertas del edificio. Su funcional arquitectura no invitaba a contemplarlo, más se figuraba tieso y altivo, sin pena ni gloria. Y así aparecía, tan desierto de gente a sus puertas, como olvidado de los transeúntes. La gente accedía a él o se iba como absorta, en un ir y venir incesante, y con presteza
– ¿No te lo dije? Resulta que llamo a la fábrica y ya no tienen la patente. Por lo visto la vendieron a una firma suiza -Dijo Tomás.
Zacarías se despabiló de la sorpresa.
– ¡Vaya por Dios! Y eso que los Velarde nunca dan un trabajo por perdido, que si no…
-Tampoco sabemos lo que les habrán sacado. Lo mismo es un pastón. Puede que se hayan hecho sus cálculos y eso les resulte ventajoso.
-De todas formas, si tuvieran apego al proyecto, no se pararían en esas ridiculeces.
-No tanto. Quizá sean los compradores quienes les saquen las castañas del fuego. Si experimentan el ambientador y lo sacan a flote, no importa donde, eso será todo un precedente.
– ¿Y que panza van a poner con eso?
-Ellos no ignoran, que basta modificar el invento, hacerle una mejora, para patentar de nuevo. Y la base ya la tienen.
-Vaya, eso sí que es nuevo. Entonces… tú mismo podrías patentarlo ahora.
Tomás sonrió.
-Y es lo que pienso hacer. No pensarás que lo vaya a ofrecer de nuevo a la fábrica… Tampoco creo que ellos estén muy al tanto de nuestra labor, y me da lo mismo. El invento ahora será nuestro. Hasta ahí podríamos llegar.
Zacarías pensó en el buen acierto Tomás si hacía aquello. Pero no dejaba de preguntarse que de qué serviría. Si la fábrica no logró sacarlo adelante, cuanto menos ellos.
-Sabes que te digo Tomás… Que este asunto no tiene remedio, ni con la fábrica ni sin ella. La única solución sólo puede salir de aquí. Señaló hacia la entrada.
Entraron a la sección casi de corrido. Al menos no habrían de guardar cola, todo parecía desierto. O eso era lo que pensaban. Al abrir la puerta se quedaron perplejos. Por lo menos habría veinte personas sentadas en fila, en unos bancos. Y además…
¡Pero qué sorpresa! Justo a la mitad había una monja. Y ellos bien que la conocían. Como que se trataba Irene, ni más ni menos.
– ¡Qué te parece! ¿Qué hará ésta aquí, Tomás?
Zacarías se fue hacia ella que al verlo se levantó.
Tomás se quedó cortado. No sabía cómo se saludaba a una monja. Como tal, a ésta sólo la había visto una vez, y acompañada, en su retiro. Sus dudas se disiparon cuando Irene se le acercó y le dio dos besos. Él le dijo:
– ¿Y qué? Qué haces tú por aquí… No me digas que también andáis metidas en la industria.
Irene sonrió.
-Anda y no nos mezcles a nosotras en estos tinglados, que ya tenemos bastantes -Le empujó por el hombro-. Hemos venido por la denuncia.
– ¿La denuncia?
-Claro. O es que vosotros no estáis aquí por eso.
-No me digas, que ti también te han citado.
Irene rió.
-No es eso. Es que uno de nuestros pacientes tuvo la feliz idea de quejarse en Sanidad, y por lo visto le hicieron venir para que declarase. Según él no lo atendíamos. Y es que el pobre, está un poco majara. De inmediato vine y me enteré de todo.
-Vaya por Dios… -Dijo Tomás-. Pues sabes…, algo de eso me figuraba…
-No creas que vengo sola, todos estos vienen conmigo.
– ¿Todos estos…? Pues… pues seguro que no te pierdes, eh.
-No hombre, no. Que no te enteras. Aquí donde los ves, si no fuera por los aparatos, ni podrían venir. Porque todos han mejorado con vuestra máquina.
-No me digas. No creía en un resultado tan eficaz.
-Lo que pasa, que vosotros no estáis al loro.
A través de la puerta se escuchó la voz de un ordenanza.
Primero entró Zacarías, que volvió a salir y se atrajo con la mano a Tomás.
-Por favor, siéntense -El funcionario esperó a que lo hicieran-. Bueno… Supongo que sabrán el motivo de esta citación.
-No mucho -dijo Tomás.
-Pues sencillamente, porque no han cumplido las normas. Según reza el informe, para el uso de su máquina habrían de solicitar el consiguiente permiso.
-Sí que es cierto. Pero es que, nuestras experiencias sólo han sido a titulo personal y sin ánimo de lucro.
-A pesar de eso. Aquí debería constar, como mínimo, un certificado del consentimiento de cada paciente.
Tomás reflexionó apenas.
-Verdad es que no tenemos dichos certificados, pero sí el consentimiento verbal de cada uno. Suponíamos que fuera lo mismo.
-Pues se equivoca. Supóngase que al paciente le ocurre algo, o que no sea consciente de la supuesta terapia…
Tomas le interrumpió.
– ¡Pero qué dice! El ambientador de ánimo es inofensivo…
-Perdone, pero eso no queda reflejado en este estudio -Alzó con la mano una hoja de papel-. Aquí se especifica con toda claridad algo muy distinto: "sus efectos a largo plazo no se conocen".
– Si a así lo creen, le sugiero, o mejor le sugerimos, ¿no Zacarías?, que haga entrar a los afectados.
– ¿Unos testigos…? Y de qué. Aquí no tenemos constancia de ningún testigo. Pero olvidemos eso ahora. Antes les diré, por si aún no lo saben, que la patente no les pertenece ya.
-Sí que nos consta, sí. Pero ello no afecta a los ambientadores ya fabricados, que sí que poseen dicha patente. Para uso particular desde luego.
El hombre meneó la cabeza.
-Bien. Admitámoslo -Se puso a hojear en los papeles- Que hagan pasar a esos testigos.
Irene entró, y tras ella comenzaron a cruzar la entrada uno por uno los enfermos, tantos, que el funcionario se quedó con la boca abierta. La habitación se atestó de gente, y el hombre no pudo menos que llevarse las manos a la cabeza.
-Bueno, bueno… Con que sólo se queden dos o tres, basta.
El resto de los entrantes salieron, e Irene se asoció a los amigos, sentándose la primera frente al funcionario. Y vino a decir:
-Con su permiso…. Querría aclararle, que todos estos que ha podido ver, sin excepción, han mejorado gracias al invento. Y no sólo en lo concerniente a los síntomas, sino de manera efectiva. Bien es verdad que aún no están dados de alta, pero no se fíe demasiado.
El funcionario quedó pensativo. Con los codos en el escritorio descansó la cabeza sobre una mano, luego sobre la otra, y dijo:
-Por lo que a mí respecta, no pongo en duda sus palabras. Pero deben entender que sobre mi recae la obligación de velar porque las normas se cumplan…
Tomás le interrumpió.
-No me explico, señor, como, si nadie puede probar lo contrario, ustedes no son capaces de admitir la evidencia.
El funcionario alzó las manos.
-Ah…. Eso que dice, no lo diga por mí. Yo sólo soy un mandado.
-Pero no podrá decirme, a título personal al menos, que los analgésicos, los vigorizantes, los antidepresivos… y qué sé yo…, con toda su carga de efectos secundarios, y por muy legales que sean, están más en la norma.
El funcionario lo miró fijamente.
-Pues mire, si he de hablarle con sinceridad, estoy con usted. Aunque no conozco a fondo su artilugio. Y no olvide, que las cosas de palacio van despacio. Pero llegan.
– ¿Las cosas de palacio…? Yo le aportaría aquí, si usted quiere, otras causas.
-Puede ser. Nosotros sólo llegamos a donde podemos llegar. En cuanto al resto, que cada palo aguante su vela. No es tan sencillo, no crean…
El auditorio enmudeció.
-Si me lo permiten, he de ausentarme un minuto -El funcionario recogió sus papeles y salió.
Zacarías no pudo menos que dirigirse a Tomás, lo mismo que a Irene que estaba junto él.
-Qué opinión os ha merecido este chupatintas. ¿Pensáis que saldremos de esta?
-Al pobre, hay que entenderlo. Es el brazo de la ley. O sólo un dedo, que mejor se diga -dijo Irene.
-Bah, todo esto es sino un paripé. Menuda gravedad. Y menuda idea tienen estos de que es una onda. Cómo nuestro organismo recibe pocas cada día… y no precisamente tan inocuas.
Al poco volvió el leyista con sus papeles, el rostro enmofletado y los ojos saltones.
-Bueno, señores… a lo que íbamos… Después de considerarlo, su cuestión será sobreseída. Eso sí, he de recomendarles que siempre dispongan del certificado de aceptación de parte de cada enfermo. Por lo demás, como si nada hubiese ocurrido.
Tomás se llevó la mano a la boca.
-Pues no sabe cuánto se lo agradecemos.
Irene y su enfermos volverían al hospital de desahuciados, que por lo visto no lo era tanto. Los dos amigos también lo hicieron poco antes del mediodía.
El convento estaba pared con pared con el edificio, que disponía de un acceso directo entre ambos por el interior. El conjunto era muy antiguo, pero muy bien conservado. Ninguno de los dos pensó, en llegarse por el convento. Irene estaría en el hospital seguramente. Cruzaron la puerta y hasta el patio, y desde allí a la enfermería. Pero la monja no estaba, ni lograron ver los ambientadores. Ya en el piso superior, se accedía a un recinto, largo y estrecho, donde las camas se alineaban tasadamente a ambos lados, y de las que, ante la puerta, sólo dos estaban libres. Al fondo pudieron observar a Irene con otra compañera, doblando unas toallas.Uno de los ambientadores, estaba sobre una mesita, y en la cama, junto a él, el supuesto 'ambientado'. Ambos quisieron comprobar in situ cómo le iba.
-Qué tal, cómo sigue.
-Estoy mejor, gracias.
Tomás se le aproximó del lado de la mesita.
-No por favor, don Tomás, no se lo lleve aún. Déjelo otro ratito.
É1, que no pensara tal cosa, cogió sus manos.
-Claro que sí. Seguro que se lo dejo.
Y dejando a Zacarías con el enfermo, fue hacia Irene y habló con ella unos minutos. Al final, la monja, que ahora sonreía, le dio un beso.
Al poco, los dos amigos se marchaban como habían venido, solos y sin aparatos.
-Qué haremos ahora, Tomás. Los ambientadores se nos quedan…
-Claro que sí… Los donamos a la institución.
Zacarías puso cara de incredulidad.
-Nunca pensé que fueras capaz de hacerme esto. Tú sabes que mi madre también los necesita.
-Y a mí qué. Que se ponga al habla con Irene.
Vaya castaña… ¿Sería posible? Acaso a Tomás 1e importaban tanto los ajenos y tan poco la madre de su amigo.
-Tomás, yo no te entiendo, eh.
El físico rió para sus adentros.
-Pero sí que me entenderás, si te digo, que el nuevo modelo ya está funcionando. Tú te quedas con uno y yo con el otro, ¿vale?
-Vaya, eso sí que es una sorpresa.
Cualquiera controlaba a Tomás.
-Por ahora se acabó lo que se daba. Un tercer aparato será para la oficina de patentes. Lo registraremos a nombre de los dos, como buenos socios. Y a esperar. Con fortuna, la otra patente nos allanará el camino.
Los ambientadores de ánimo se relegarían casi hasta el olvido, lo que no es óbice para su rescate por algún visionario de mejor fortuna que los artífices. Tal vez hoy aún esperen el amanecer en el sueño de los justos.
Registro de la Propiedad
Intelectual de Andalucía
Expediente GR- 327- 09
Nº: 200999900627868
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