Ahora podemos establecer la razón por la cual el pensamiento debe ser constante.
Lo que hacemos al pensar en algo es constatar sus «diferencias», lo que nos obliga a contrastar constantemente su propia identidad, es decir, lo que hacemos al pensar es «re-conocer» lo que percibimos con los sentidos o imaginamos con la sugestión, de manera que coincida plenamente con lo que recordamos o guardamos en la memoria, es decir, en la experiencia de la identidad de las cosas, o lo que equivocadamente se entiende como el «conocimiento» sin más, pues es lógico suponer que si tenemos que re-conocer lo que vemos es porque «ya no lo conocemos», sino por su mera «apariencia», de ahí que lo que vemos no sea sino «aparente» en tanto no lo «reconozcamos», y para reconocerlo tenemos que «pensar 'nueva-mente' en lo que vemos». En conclusión: el pensamiento debe estar en permanente actividad o de otro modo no tendríamos ninguna posibilidad de «reconocer» lo que vemos.
La razón es que lo que guardamos en la memoria es «una entidad guardada dentro de una imagen o una sensación», de manera que cada vez que contemplamos algo recordamos lo que «es probable que sea recordando su imagen o su sensación», es decir, no es más que una «creencia», pero necesitamos «re-establecer su entidad o identidad» razonando con la ayuda de un «método». De ahí la frecuente confusión de considerar el pensamiento como una actividad de la imaginación o de la pura sensación. En otras palabras, al contemplar una cosa le hacemos una «fotografía», al tiempo que establecemos su identidad temporal como «forma de ser de la cosa», que asociamos a su imagen o a su sensación. Es decir, pensar es fundamentalmente una actividad para «reconocer y entender» las cosas de las que sólo guardamos una imagen o una sensación, asociada a una identidad temporal, nuevamente «creencia», o su «idea» en el tiempo en que fue concebida o reconocida y sentida, es decir, tomada su «fotografía».
Cuando Kant dijo en su primer párrafo de la «Crítica de la razón pura»: «No hay duda de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia», cometió la «mentira piadosa» más grande de la historia de la filosofía, pues Kant realmente «dudaba» de que todo conocimiento comenzara por la experiencia, puesto que las creencias tienen su fundamento en el parecido de las cosas que fueron concebidas en el momento de idearlas, pero que no podemos decir que sea propiamente «conocimiento», puesto que la creencia misma nos induce a su «reconocimiento». Pero hizo lo lógico, pues toda nueva tesis no puede surgir sino de una «antitesis» ya establecida; es decir, Kant sabía que no era necesariamente así, pero la de Hume era la teoría más razonable sobre las causas del conocimiento establecida hasta el momento y debía «respetarla» y, a continuación, «rebatirla». Lo que sigue a este párrafo es lo que intento establecer con mi propio método, que viene a decir que lo que percibimos de las cosas tienen tres lecturas distintas: la lógica, la ideológica y la psicológica, que se originan de distinta forma y tienen distintas procedencias.
Pongamos que caminamos en medio de una total oscuridad y nos golpeamos con algo: es «lógico» suponer que hay algo con lo que nos hemos golpeado, pese a que no sepamos qué es ese algo. Primera conclusión: «Todo lo que se siente es y existe, aunque no se conciba». De donde se deduce que «las cosas son y existen 'aparentemente' por sí mismas, aunque no las concibamos ni las imaginemos, pero podemos llegar a concebirlas e imaginarlas tal y como son 'verdaderamente'».
Supongamos que repetimos el paseo pero de día y con luz, y al llegar a la altura de una «farola» en lugar de tropezamos con ella, la evitamos y seguimos tranquilamente nuestro paseo. Ahora no hemos necesitado tropezarnos con ella para saber que era «algo», ha sido suficiente «re-conocerla» a partir de la «idea guardada de su imagen», que es lo quedó retenido en nuestra memoria, o la «experiencia». De manera que más que «lógico» es «ideo-logico» el que aceptemos que la cosa es «algo». Segunda conclusión: «Todo lo que se piensa es y existe, porque se concibe». De donde se deduce que «las cosas que ideamos son y existen 'aparentemente', en la conciencia y en la imaginación y son tal y como las concebimos».
Por último, volvemos al paseo, pero en esta ocasión en lugar de encontrarnos frente a «algo reconocible», por ser parte de nuestra experiencia «psicológica» y «sensible», resulta que se trata de una cosa «irreconocible», es decir, que no la habíamos visto nunca antes, por lo que ni guardamos su imagen ni su idea asociada. En este caso, si no queremos volver a tropezar de nuevo tenemos que fiarnos de lo que vemos, que es su «imagen» sin una idea «preconcebida», y con ello es suficiente como para que la evitemos y no nos golpeemos con ella. Es decir, no la «conocemos» pero sabemos por su «imagen» que es «algo», no porque sea lógico o ideológico, sino «psicológico», puesto que de la cosa sólo percibimos su «imagen». En otras palabras, «nos la imaginamos». Tercera conclusión: «Todo lo que se imagina es y existe, aunque no se conciba». De donde ser deduce que «las imágenes son y existen en la imaginación, aunque no sean 'aparentes' ni las concibamos ni las sintamos, pero toda imagen debe tener necesariamente relación con las cosas que no concebimos».
Finalmente tenemos que ló único que hay en común entre las cosas, las ideas y las imágenes es su «ser» en sí mismas, en la conciencia o en la imaginación. Ahora tenemos que resolver tres dudas fundamentales: la razón de ser de las cosas que son por sí mismas; la razón de ser de las imágenes que imaginamos y la razón de ser de las ideas que concebimos.
La primera pregunta no tiene respuesta desde las cosas en sí mismas, sino desde el tercer supuesto, es decir, desde la «conciencia de las cosas conscientes». Lo que quiere decir que las cosas en sí mismas son «aparentes» por razón de la concepción de las cosas «conscientes de sí mismas». Por tanto para que esto sea posibles las cosas no pueden ser «realmente» sino «aparentemente», pues es «inconcebible» que algo sea y exista realmente «fuera de la consciencia».
La segunda pregunta tiene su razón de ser en las cosas que contemplamos, de las que no sólo podemos percibir su primera imagen sino que a partir de ella podemos re-crear otras imágenes de la cosa misma con múltiples formas de ser «imaginarias» o «imaginables», de donde se extraen todas las «creencias».
La tercera pregunta tiene su razón de ser en las cosas que contemplamos, sentimos o imaginamos, de las que concebimos su forma de ser, y a partir de una primera forma de ser podemos especular con la ayuda de un «método» sobre otras posibles formas de ser de la cosa concebida, tanto lógicas y razonables como ilógicas e irracionales. Al mismo tiempo, podemos conocer otros «atributos» de las ideas concebidas que emanan o trascienden de las mismas cosas contempladas.
La única manera que conocer aquello que sentimos o imaginamos es conociendo el «verdadero ser de la cosa a partir de su sensación o imagen». Por imperativo «tri-lógico» a una «verdadera cosa» le corresponde una «verdadera idea» y una «verdadera imagen», pero tanto las cosas como las imágenes pueden presentarse ante nuestra conciencia sin haber tenido una «previa experiencia de su existencia», en cuyo caso tratamos de establecer su id-entidad «pensando en la cosa o en la imagen» y estableciendo su «verdadera forma de ser». En otras palabras, lo fundamental es «pensar en la cosa o en la imagen y dejar de imaginarla o sentirla simplemente».
Lo que nos dice que desconocemos la cosa no es su desconocimiento como tal cosa, sino la ausencia de una «imagen o sensación similar en nuestra experiencia», es decir, sabemos por la lógica del método utilizado que no es como las cosas que ya hemos identificado y conocemos, por tanto lo primero que hacemos es establecer el «máximo parecido posible con la imagen o sensación de las cosas que ya conocemos» de acuerdo a lo que «creemos que puede ser» y de este parecido establecer el «parentesco» de la cosa nueva con las viejas y conocidas.
Si se «parece a un árbol» puede tratarse de una «forma evolucionaba de un árbol» que por la razón que sea ha mutado, manteniendo un cierto parecido con la cosa origen de su mutación. En tal caso establecemos que es un «casi-arbol» o «más-que-árbol», y le asignamos el nombre adecuado, siempre relacionado con un «árbol». Si, pese a nuestro «reconocimiento», no podemos establecer su parentesco, sólo nos quedan dos opciones: renunciar o aventurarnos y otorgarle una nueva identidad sin parentesco alguno con todo lo que ya conocemos, es decir, convertirlo en una «creencia dogmática».
Aquí radica todo el dilema sobre el origen del conocimiento expuesto por Kant, y probablemente el método fenomenológico de Husserl, pues «no es razonable otorgar la identidad a una cosa o imagen que no puede ser reconocida, de acuerdo a su parentesco ontológico con lo que ya ha sido reconocido». No podemos decir ante algo desconocido: «Esta cosa o imagen se llamará "X" en tanto le encontremos su parentesco», porque todas las cosas e imágenes irreconocibles se llamarían igualmente "X", es decir, carecerían de «identidad propia».
Ante esta situación Kant (pero antes Platón) parte de esta otra hipótesis: todo lo que puede ser imaginado debe ser parte de una «idea general en el tiempo y en el espacio de donde 'trasciende' la cosa imaginada que está en proceso de ser totalmente reconocida», por tanto debe tener un «parentesco» pese a que «circunstancialmente» no lo sepamos. Es decir, la cosa tiene necesariamente parentesco pero somos incapaces de establecerlo para poder identificarla.
De manera que al existir esta «conexión inevitable» en algún lugar debe de estar la certidumbre que nos permita establecer este necesario parentesco. Ese lugar está en el conocimiento «trascendental de la cosa sentida o imaginada», es decir, establecemos su identidad provisional trascendiendo la cosa en sí misma y otorgándole una «identidad sin una definición objetiva», aquella que nos proporciona la «intuición», donde debe de estar su verdadera identidad objetiva. Es decir, todo lo imaginado o sentido es y puede llegara existir si somos capaces de concebirlo a partir de la identidad que nos proporciona la intuición, o lo que es lo mismo, «la creencia sobre la que se fundamenta nuestra intuición de la cosa 'irreconocible' o 'inconcebible'».
Con esto queda probado que la experiencia por sí misma y sin más «no puede ser la causa del conocimiento de las cosas», poniendo así fin a toda la filosofía «empirista». Por la misma razón, la «pura relación entre la acción y la reacción» de la cosa sentida no nos proporciona su conocimiento, lo que anula así mismo toda la filosofía «materialista», y en cierta manera el método fenomenológico, pues de acuerdo al método propuesto lo puramente «lógico» debe ser, al mismo tiempo, «ideológico» y «psicológico». Finalmente sólo nos queda una filosofía «verdadera» o «tri-lógica», porque «las cosas sólo pueden ser conocidas si su idea es concebida con el pensamiento a partir del conocimiento contenido en la trascendencia de su sensación y de su imagen». Esta sería, además, la única forma de probar la posible existencia de Dios.
Pero esto nos lleva a una paradójica e inevitable conclusión: desde Platón no se ha dicho nada nuevo sobre el origen y la causa del conocimiento, expuesto en la diferencia entre «doxa» y «epísteme». Siendo la doxa la experiencia «sensible e imaginativa, pero no plenamente consciente», y la «epísteme» la plenamente consciente, o la única «fuente verdadera del conocimiento en sí mismo».
Sin embargo a esta última conclusión cabe hacerle un importante salvedad. Si Gasset dejó de ser neokantiano fue porque descubrió que el idealismo trascendental de Kant tenía un «fallo fundamental» (al igual que el de Hegel y el de Platón): la «idea general» de donde trasciende el conocimiento no es «absoluta», sino «circunstancial», de manera que no sabemos «a ciencia cierta» de dónde trasciende el conocimiento intuido, pues en lo imaginado no hay límites que nos permitan creer en la existencia de una «idea, cosa o imagen final absoluta y limitada», es decir, un «Ser absoluto», de donde se deduce, entre otras, la «imposibilidad» de concebir la idea de Dios y la duda «razonable» sobre la «realidad» de lo que sentimos e imaginamos. Pero esto ya sería el tema de otro nuevo artículo.
Berlín, 2 de noviembre de 2007
Autor:
Jaime Desprée
Berlín (Alemania)
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