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Los judíos del Occidente musulmán Al-Ándalus Y Sefarad

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Partes: 1, 2

    1. La Sefarad bíblica
    2. La Sefarad de la época visigótica
    3. La llegada de los musulmanes
    4. Las raíces del antisemitismo
    5. El esplendor del califato de Córdoba
    6. La intolerancia bereber
    7. Los judíos de Castilla y Aragón: entre los mecenazgos y las persecuciones
    8. El paraíso de la Granada nazarí (1232-1492)
    9. La Sefarad de hoy
    10. Los Sabios de Sefarad
    11. En Mallorca se dibuja el mundo
    12. El misticismo sefardí
    13. Bibliografía complementaria

    Ocho siglos de civilización en España y Portugal (711-1492)

     El Doctor en Filosofía y Filología Semítica de la Universidad de Zaragoza, especializado en el pensamiento musulmán andalusí, Joaquín Lomba Fuentes, dice en su reciente libro La raíz semítica de lo europeo (Ediciones Akal, Madrid, 1997):

    «Si se quiere entender en profundidad el ser de Europa, no basta con volver la mirada a Grecia y Roma para encontrar en ellas sus raíces. El mundo semita, en su vertiente musulmana y judía, constituye una de las bases fundamentales de nuestra historia y cultura. No en vano "Europa", en la mitología griega, era de ascendencia fenicia. Esas raíces semíticas de lo europeo se detectan especialmente en la Edad Media. Durante ese período el desnivel cultural entre Europa y el mundo árabe fue patente. Europa estaba sumida en los restos empobrecidos de una tardía latinidad mientras el Islam y el Judaísmo recuperaban lo mejor del legado griego, lo asimilaban y lo perfeccionaban. Tanto, que empieza un ingente flujo de trasvase cultural hacia Europa, gracias al cual ésta rejuvenece, adopta nuevas formas de hacer ciencia, filosofía y literatura, aprende estilos nuevos de comportarse, de vivir la religión, de sumirse en los abismos misteriosos de la mística, de practicar la ascética, de amar, de disfrutar de la belleza. Reconocer esta deuda, agradecer a la Historia este regalo, es ser europeos auténticamente». (…) Ante todo, Europa pudo leer por primera vez la ciencia y filosofía griega no sólo tal como en su día fue sino reinterpretada, elaborada y perfeccionada por musulmanes y judíos. (…)

    Con ello y, como consecuencia, aparece emparejado el tema,de procedencia semita, árabe y judía, cual es el de las relaciones entre fe y filosofía, o razón, entre religión y fe, entre pensamiento humano y revelación. (…)

    Para Averroes y Maimónides, la filosofía y la religión no se pueden contradecir a pesar de que son autónomas, porque apuntan y llevan a la misma Verdad».

    En la Edad Media (según la historia de Europa), la civilización musulmana —que entonces brillaba por el dinamismo y el prestigio de su filosofía, su literatura y sus ciencias— ejerció una gran influencia sobre la cultura judía.

    En aquella época, sabios, eruditos, poetas y literatos judíos escribieron en árabe la mayoría de sus obras. También adaptaron en hebreo los modelos literarios árabes, muy especialmente en al-Ándalus —la España islámica—, que conoció el florecimiento de una espléndida cultura judeomusulmana a lo largo de ocho centurias.

    La Sefarad bíblica

    Pese a su poética resonancia oriental, la palabra hebrea «Sefarad» no se refiere a Asia: designa a la Península Ibérica, y «sefaradí» quiere decir judío oriundo de España o Portugal.

    Sefarad es un toponímico bíblico. La Biblia Hebrea se conoce por las siglas de Tanaj —la suma de la Torá o Pentateuco, Neviím Rishoním o Primeros Profetas, Neviím Aharoním o Profetas Posteriores y Ketuvím o Escrituras—. En el Libro de Abdías (en hebreo Ovadiau), podemos leer: «… y los cautivos de Jerusalem que están en Sefarad» (Abdías: 1-20). Aunque, en realidad, este profeta menor parece aludir a la región de Sardes, en Asia Menor, la tradición la identificó posteriormente con la Península Ibérica.

    Jonatán Ben Uzziel (s. I a.C.-s. I d.C.), autor del Targum (pl. targumím: traducción parafrástica al arameo de los libros de la Biblia) y el más distinguido discípulo de Hillel el Sabio o el Viejo (Babilonia 70 a.C-Jerusalem 10 d.C.), identifica a Sefarad como Ispamia o Ipamia. En la Peshitta (II siglo d.C.), la primera traducción siríaca de la Biblia, se vincula a Sefarad con la Hispania romana. Desde fines del siglo VIII, Sefarad se convirtió en la usual apelación hebrea de la Península Ibérica (cfr. Enciclopaedia Judaica, 17 vols., Keter Publishing House Jerusalem Ltd., Jerusalem, 1972, Vol. 14, Sepharad, pág. 1163).

    El arribo y asentamiento de los judíos a la Península Ibérica están envueltos en la leyenda, remontándose las fechas hasta la época del Profeta Suleiman Ibn Daud (970-931 a.C.) —en hebreo Shlomó Ben David—, cuando las naves fenicias de Hiram de Tiro comerciaban con el mítico país de Tarsis o Tartessos —probablemente localizado en algún lugar entre Huelva y Ronda, en Andalucía, España (cfr. Libro I de los Reyes, 10-22).

    La Sefarad de la época visigótica

    Cuando se produjo la destrucción de Jerusalem (en hebreo, Ierushalaiím; en árabe, al-Quds) por las

    legiones romanas —crónica narrada vívidamente por el historiador judío romanizado Flavio Josefo (37 d.C.-c.101)(1), núcleos de judíos fugitivos se establecieron en Africa del Norte y de allí se unieron a los vándalos de Genserico (400-477), pasando luego a la Península Ibérica.

    Los primeros asentamientos judíos se establecieron en la costa mediterránea (Ampurias, Mataró, Tarragona y Málaga) y desde allí se extendieron al interior de la Península. En el siglo IV, estas comunidades debían de ser tan importantes que un concilio celebrado en Elvira (cerca del antiguo asentamiento romano de Ilíberis, distante unos diez kilómetros al noroeste de la futura Granada musulmana)(2) dictó una serie de cánones antijudíos (entre ellos, las prohibiciones de compartir mesa con un judío y casarse con él) para evitar el contacto de los cristianos con ellos.

    Con los reyes del período arriano(3), como Teodorico II (m. 466), Eurico (m. 484) y Atanagildo (m. 567) los judíos vivieron un período de tranquilidad y bonanza en la España visigoda. Leovigildo (m. 586), que fue un hábil guerrero, asoció en el gobierno a sus dos hijos Hermenegildo (m. 585) y Recaredo (m. 601); el primero, aconsejado por su tío y maestro san Leandro de Sevilla (m. 600), se convirtió al catolicismo y fue decapitado por orden de su padre, por negarse a apostatar; el segundo heredó el trono.

    Recaredo I, que abjuró el arrianismo en el tercer concilio toledano (587) y abrazó para sí y para el Estado la religión católica, y sus sucesores, como Sisebuto (m. 621), Chintila (m. 639), Recesvinto (m. 672), Wamba (m. 688) —destronado en 680—, y Ervigio (m. 687), fueron feroces e intolerantes con arrianos y judíos por igual.

    A partir de Egica (m. 702)— enterado de las maquinaciones de los judíos para liberarse y su contubernio con los musulmanes recién llegados al Magreb—, Witiza (m. 710) y Rodrigo (m. 711), la situación empeoró y los judíos perdieron los pocos derechos que tenían y fueron reducidos a la esclavitud.

    1-Historiador judío, nacido en Jerusalem, de linaje real y sacerdotal. Su nombre original fue Iosef Ben Matatiau Ha-Cohen. Un hombre a la vez instruido y mundano, fue miembro del partido de los fariseos, y también una figura pública que, antes de la sublevación judía contra Roma (66), tuvo buenas relaciones en la corte del emperador Nerón (37-68). El papel que desempeñaron los zelotes en la sublevación, así como sus oponentes los fariseos, quienes la consideraron inútil, llevó a Flavio a mantener una posición ambigua en el conflicto. Sus propios escritos exponen dos informes contradictorios sobre su misión en la provincia de Galilea (hoy Palestina ocupada). Según uno de ellos, tomó el mando de las fuerzas judías para dirigir la fase galilea de la sublevación, pero en el otro, más tardío, sostiene que intentó reprimir la sublevación, más que dirigirla. Cualquiera de las dos historias puede ser verdadera. Parece ser que preparó a los galileos para la revuelta, y en el 67 rechazó con valentía el avance de Vespasiano (9-79), el general romano que poco después se convirtió en emperador, defendiendo la fortaleza de Jotapata durante 47 días antes de rendirse. Pudo haber sido enviado como prisionero a Nerón, si no hubiera tenido la agudeza de profetizar que su captor, Vespasiano, algún día sería emperador. Esta profecía satisfizo las ambiciones de Vespasiano, quien le hizo permanecer a su lado. Cuando la predicción se cumplió, Vespasiano liberó a Flavio y éste adoptó el apellido del emperador, pasándose a llamar Flavio Josefo. Acompañó al futuro emperador Tito (39-81), el hijo de Vespasiano, en el asedio de Jerusalén, en el 70. Más tarde, disfrutó del mecenazgo imperial bajo Tito y su sucesor, su hermano Domiciano (51-96). Vivió en Roma hasta su muerte, dedicándose a sus escritos. Sus obras más destacadas, escritas en griego, son La guerra de los judíos (en siete libros), creada para disuadir a su pueblo y otras naciones de exponerse a la aniquilación con otras sublevaciones contra la todopoderosa Roma; Antigüedades judaicas (en veinte libros), la historia del pueblo hebreo desde sus orígenes hasta el 66 d.C., que con elocuencia demuestra cómo su pueblo había prosperado bajo la ley de Dios; una autobiografía, Vida, y Contra Apión, una refutación de acusaciones contra los judíos, hechas en el siglo I por el antisemítico gramático griego Apión, y otros escritores de la misma opinión. La Editorial Acervo Cultural de Buenos Aires publicó las Obras Completas de Flavio Josefo en cuatro volúmenes en 1961, 1688 págs.

    2 Cfr. Leopoldo Eguílaz y Yanguas: Del lugar donde fue Ilíberis, Editorial Universidad de Granada, Granada, 1987.

    3 Llamado así por la fe cristiana instaurada por los visigodos, originada en las predicaciones del obispo griego Arrio de Libia (256-336), nacido en Libia, defensor de un acendrado monoteísmo que rechazaba la divinidad de Jesús. La doctrina de la Trinidad, recordemos, fue instaurada en la Iglesia Católica recién a partir del Primer Concilio de Nicea, en 325, y produjo un gran cisma entre los cristianos de oriente, partidarios del monoteísmo, y los obispos occidentales liderados por Osio (257-358) que a través del llamado "pacto constantiniano" monopolizaron desde entonces la orientación y el poder de la Iglesia.

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