El siglo XXI: Dios, religiones, ecumenismo
Enviado por Lourdes Rensoli Laliga
En la segunda mitad del siglo XX se fue conformando en la conciencia occidental una paradoja de carácter espiritual, de fuertes repercusiones sociales, cuyos extremos se perfilan muy claramente desde los años 60 del siglo XX y en el actual inicio del siglo XXI: uno de ellos es una creciente incredulidad religiosa, al menos en los principios de fe sustentados por las religiones monoteístas tradicionalmente establecidas: Judaísmo, Cristianismo, en menor medida el Islam. El otro es el progresivo acercamiento a formas eclécticas de religiosidad, el mejor ejemplo de las cuales es la llamada New Age, o bien a variantes fundamentalistas de las religiones tradicionales.
Se ha hecho ya común además rechazar de diversos modos–uno de los cuales consiste en recibir con una sorna moderada, que pasa por "tolerancia"–cualquier pronunciamiento público (esta idea no se dirige especialmente al ámbito privado, aunque puede y debe tomarse en cuenta) sobre los actuales problemas del hombre y de la sociedad que posea una raíz o una orientación confesionales.
Tal hecho va unido con gran frecuencia a la adhesión personal a sectas y formas diversas de gnosticismo y/o panteísmo, que pueden vincularse o no a actitudes ante el mundo y la sociedad. El más evidente ejemplo de ésto son ciertas variantes del ecologismo.
Por último, no es ocioso señalar que la adhesión a la New Age o a otras formas del ocultismo se ha convertido en un rasgo de moda, de buen tono en ciertos medios, ya sea como signo de una "heterodoxia" que encubre desorientaciones, desconocimientos y vacíos espirituales, y que libra de cualquier compromiso ético, al menos preciso, a quienes así piensan. Su modalidad extrema es el satanismo, que por desdicha también prolifera en Occidente. Las religiones tradicionales han adoptado actitudes desiguales ante ese fenómeno, que van desde la condenación extrema y sin matices–más frecuente en las corrientes fundamentalistas–hasta el análisis crítico de las diversas modalidades de la New Age y el ocultismo, con vistas a delimitar entre posibles puntos de contacto, de divergencia o de franca oposición.
Se ha hecho también común que, ante el fenómeno anterior, una buena cantidad de creyentes activos (es decir, que profesan y practican su fe abiertamente, cualquiera que ésta sea) adopten posturas extremas: ora retirarse de toda discusión pública, por considerar que no han de ser escuchados y/o aceptados; intervenir en ellas con posiciones vergonzantes, ésto es, ocultar toda manifestación confesional, aun en sus aspectos más evidentemente legítimos desde cualquier perspectiva (nos referimos al nexo entre principios religiosos y principios morales de ética y de justicia social); ora intervenir de forma agresiva, desde posiciones rígidas y tendentes al fundamentalismo. La contrapartida de ésto es el afán, que con cierta frecuencia muestran quienes participan públicamente en la vida social, por dejar sentado que sus puntos de vista no son religiosos, en una suerte de retorno a la actitud de la Ilustración clásica.
Con gran frecuencia se afirma que, con vistas a una actitud moral más libre y elevada, es necesario situar al hombre como medida de todas las cosas, considérese éste poseedor de un alma inmortal o no. No pocas veces se acepta este principio de forma exclusivamente pragmática, pues la duda sobre la validez de cualquier principio se considera insoluble. Una vez más en la historia se anuncia de algún modo el arribo a una supuesta Era de las luces, que sustituye la religión por el conocimiento y una moral basada en las necesidades e intereses del hombre, concebido como centro. Su contrapartida es la subordinación extrema del hombre a la naturaleza, propia de algunas corrientes ecologistas, cuyas posiciones coinciden con el panteísmo, o al menos se acercan en gran medida al mismo, como antes se señalaba.
Estas y otras posibles actitudes pretenden convivir, pero en realidad establecen una guerra más o menos abierta, como contraparte del espíritu escéptico y superficialmente pluralista propugnado por la llamada "postmodernidad". Panorama que evoca las palabras del Kant en su célebre prefacio a la Kritik der reinen Vernunft, al referirse al caos, el desconcierto y el cansancio que se observaban por doquier en su época.
No se olviden los antecedentes históricos de tal situación, ya sea la etapa helenística griega, los últimos siglos del Imperio romano o las corrientes que, en los inicios de la modernidad, recorrieron el camino entre escepticismo y libertinismo, antecesores de la actitud racionalista crítica de la Ilustración, de modo tal que podría considerarse el lema de buena parte del pensamiento contemporáneo la conocida idea de Montaigne: "Si philosopher c'est douter, comme ils disent, á plus forte raison niaiser et fantastiquer, comme je fais, doit estre doubter" (Montaigne, 1962, p. 330). En cuanto a la religión, como tema de reflexión laico, esta idea se hace aun más fuerte, hasta el nihilismo radical.
Suele culparse de estos fenómenos a las propias religiones, ya sea por un supuesto dogmatismo, ya sea por sus actitudes a lo largo de la historia, que habrían influído negativamente en la vida humana. Estas a su vez asumen posiciones diferentes: unas están realmente dispuestas a una renovación, y surge así el problema de la consecuente fidelidad a los principios; otras no parecen estarlo, aunque proclamen lo contrario y en algún momento hayan dado pasos hacia ello: en resumen, el eterno problema de la correlación entre tradición y contemporaneidad. Un tercer grupo está decididamente en contra de todo cambio.
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