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Un día y otro día

Enviado por luis b martinez


    Un día y otro día – Monografias.com

    Por más de dos horas había estado ocupada lavando la ropa en el pequeño patio de la casa. Y allí permaneció hasta pasadas las cinco de la tarde. La mayor parte del tiempo se mantuvo de pie con sus sandalias de goma sobre una de las lajas amarillentas que resaltaban simulando islotes regados por el suelo, dentro de un espacio de tierra sedienta entre la poca hierba marchita que aún sobrevivía. Los mosquitos le zumbaban alrededor y la picaban en el cuello y los brazos. Y las impertinentes guasasas, que se le alojaban y movían entre las pestañas, y le cosquilleaban al andar entre los labios, no ayudaban para nada. Tan sólo la animaba la compañía del acostumbrado perro de manchas negras y blancas que estaba echado y durmiendo a ratos sobre otra losa casi a sus pies, con las mismas mosquitas sobrevolando alrededor de los ojos y de su silente y quieto descanso.

    Parada y ligeramente encorvada bajo el peso de los hombros, a medias recostada al lavadero, equilibrándose al alternar el apoyo en una y otra cadera, con la falda rojiza mojada mostrando una mancha redonda de agua a la altura del abdomen, se salpicaba de tanto friccionar y enjuagar en la pequeña batea de cemento que se levantaba y adosaba bajo una ventana a la pared final de la cocina que daba a ese patio. La casa, el perro, el lavadero, la pared, y la ropa colgando de la tendedera para secarse, y ella, dibujaban un cuadro de aspecto y abandono desolador.

    No había podido detenerse para descansar y relajarse en todo ese tiempo de trabajo repetido. Y a intervalos también renovados se iba sintiendo más que cansada y adolorida y casi sin fuerzas ni ánimo para continuar en esa tarea ni en ninguna otra. Pero sin lugar a dudas que el espíritu golpeado y vencido era lo que más la afligía. Sólo la sombra de la gran mata de mango que estaba a su espalda le resultaba un agradable alivio de resguardo. La protegía del sol y del exceso de calor. Pero por suerte, como un paliativo indispensable para ella y su soledad, aquel perro de la casa, su perro, la acompañaba como siempre con su quietud y silencio de apenas abrir los ojos para mirarla a ratos y asegurarse de su presencia y compañía. Ambos se necesitaban y actuaban como apoyados entre sí.

    En ese último momento lavaba un paño que soñaba con volver a ser de un blanco ya imposible de recuperar y que se deshilachaba por los bordes pero que al igual que ella estaba percudido y sin vida. Lo remojaba y exprimía con la rabia de lo inevitable, con los nudillos irritados por el roce incesante contra la tela en sus empeños por limpiarlo. Las manos le dolían, como si todos los músculos y huesos de las palmas y las muñecas, y de los dedos, se hubiesen revelado ante el ahínco y la necesidad de tanto esfuerzo. Los ojos le ardían al entrarle las gotas de sudor que caían libremente al no poder ocuparse de ellas en sus caídas de vértigos por la frente. Además, para aumentar la irritación, el uso de aquel jabón de tan mala calidad la estaba matando. No, no, en verdad que todo el vivir se había convertido en un desastre que cada día se agudizaba y la derrumbaba más hacia lo insoportable.

    De pronto, frenando sus pensamientos y acciones, a pesar de la distancia que la separaba del resto de la casa, quizá más por lo acostumbrada a escuchar lo cotidiano y simultáneo que por su fina audición, entre el leve sonido del chorro de agua saliendo del grifo y cayendo al lavadero, sintió el abrir de la puerta que daba a la calle. Un instante después, avanzando las voces por el espacio interno de la casa, escuchó a su marido conversando con alguien que por suerte se había quedado en el portal. Así ella no tendría que atenderlo dentro de la casa en una visita impredecible que por inercia se tornaba siempre en molesta. Se despedían.

    Se detuvo, y no restregó ni enjuagó más. Y se quedó quieta, por instinto, o quizás por el recóndito sentido de defensa y seguridad que le transmitía el aislamiento y el no estar directamente a la vista. Y así se mantuvo, temiendo que cualquier ruido que hiciese pudiese romper el equilibrio de su atención recién despierta. Estaba más que acostumbrada. Ya esta situación la había vivido cientos de veces con todos los matices imaginables. No era un momento de magia, ni de sorpresa, ni de satisfacción, ni de algún otro asunto que no fuese casi un dolor de larga agonía que se esparcía dentro del pecho ante la rutina de lo que ya parecía el acontecer hilado de toda una existencia inútil. Allí se presentaba el ramplón de su marido, que era otro detalle desagradable, quizá el peor, en la línea de la monotonía y repetición del día a día. Siempre lo mismo. Sí, lo mismo.

    Y se quedó viéndolo. Sí, se trataba de su marido que llegaba de una reunión del Comité de Defensa de la Revolución que funcionaba a tres casas de la suya. Aquella maldita Revolución que todos arrastraban, con sus infames comités que no le daban un respiro ni un segundo de paz a nadie. Sabían hasta de cuando ibas al baño por tus necesidades

    Él era un simpatizante más de aquel desbarajuste inexplicable que en manos de los comunistas advenedizos, que siempre estuvieron ocultos, había arrasado con todo lo que valía la pena en el país y que sólo al principio pudieron a medias convencerla con sus trampas y mentiras de unirse a ellos en lo que pareció ser un bello sueño, pero que hacía muchísimo tiempo ella tanto despreciaba. Sonrió con desgano, asintiendo para sí misma, con dureza y aceptación de dolido enfado, que en todo se había fracasado. Afirmaba su amargo sentir. Se dolía día a día de su equivocación. Y a duras penas intentó ocultarse la tristeza y el desagrado que sentía. Con una mueca de cansancio y resignación, que retrataba el acumular de tanta contrariedad y tanta repetición sin fin, se detuvo en su quehacer y dejó caer los brazos blandamente a lo largo de las agotadas y muertas caderas.

    Un instante después, apoyando el vivir en lo decididamente sin escape, miró hacia el interior de la cocina para ver la hora en el redondo reloj que se aburría sobre la vetusta nevera. Eran las cinco menos cuarto de la tarde de otro sábado más. Sí, no fallaba. Daban por terminada la sesión del Comité y entonces él se regresaba a la casa. Seguramente el resto de los reunidos que estuvieron allí, y cientos como ellos de otros Comités por otras partes, en ese momento se desparramaban por los barrios de la ciudad regresando a sus casas.

    Cerró el grifo, dejó el paño que goteando se sobraba de largo en el borde del lavadero y entró a la cocina secándose las manos en la falda y pisando suavemente, como si no estuviese presente, sin hacer el menor ruido. El perro se despertó, por simple instinto, cuando ella entró a la casa dejándolo solo. Un momento antes ya la había mirado con flojera, moviendo un mínimo la cola pero sin ninguna intención de acompañarla. Tan sólo apenas levantó la mirada de ojos cansones. Pero en ningún momento hizo el intento ni se levantó para entrar también a la cocina.

    Estando adentro, ella esperó, sin expectativa de variante alguna, sabiendo que cualquier acechanza sería vana porque conocía perfectamente lo que vendría a continuación. Pero igual se quedó callada y quieta. Por un momento reinó en el estrecho ambiente de la cocina la inevitable presencia del infalible fogón, con el calor de la hornilla y el burbujear del agua que hervía dentro de un cubo entre las ropas que blanqueaba por enésima vez, sobre las llamas y los carbones enrojecidos.

    En aquella nueva actitud, en su casi inmovilidad, se sintió aferrada al malestar de las manos, al peso de los hombros, al dolor de los brazos y las piernas y de la espalda, y al cansancio emocional que lenta y abusivamente se había acumulado en su interior hasta revolverse en sus intestinos junto con sus resentimientos y renuncias. Sentía que el techo y las paredes se movían hacia ella y la acosaban y aplastaban. Y sumándose a sí misma con todo su desagrado y malestar físico encima, con su desazón, cual un castigo, también sentía que su olvidada cintura se le podía quebrar en cualquier momento en esas faenas, igual que se le había partido el coraje con el pasar de los años, dejándola agotada y seca y sin ánimo alguno, quizá para siempre.

    Ese escenario, como un creciente empozar que se acumulaba y repetía sin freno, invariablemente la empujaba y presionaba dentro de sus propias y más que apretadas murallas carcelarias, con todas las debilidades emocionales que le ocasionaban, para hacerle conciencia de la magnitud de la opresión y la fragilidad de existencia en que vivía y había vivido por tantos largos años. Mucho más largos que el tiempo verdadero, quizá el doble o el triple. Las mismas condiciones con las que tendría que seguir latiendo y agonizando segundo a segundo y día tras día, como recorriendo estaciones de muertes intermedias, hasta que llegase el instante de la muerte total y se la llevase. Todo lo dañino se acumulaba en cuerpo y alma, sin un respiro y sin atenuantes dentro de aquella monotonía asfixiante de cada día. Era insoportable.

    Se conocía y recordaba hostigada y dolida desde siempre, con sus emociones dislocadas y con aquel penar abrasivo del cual no había podido liberarse en esos años de transitar aquella vida vacía donde no se asomaba ni tan siquiera una simple satisfacción ni se vislumbraban escapatorias. Y no sabía hasta cuándo podría soportar ese tenso vivir, sin un minuto de placidez, como como latiendo en un respirar sin aire y sin pulmones que llenar, sin respuestas ni salidas, en esa manera que la consumía de carnes y de tiempo entre las paredes de la casa y sus inevitables y agotadoras rutinas. Se ahogaba entre la permanente necesidad que arrastraba para sobrevivir dentro de la paranoia de persecución y delación impuesta por el ambiente agresivo en que en todas direcciones y a cada momento se vivía dentro del abuso de la Revolución.

    Y para colmo, su marido era un miembro relevante del Partido y uno más de los ciegos vigilantes y soplones intrigantes de aquel maldito Comité de Defensa que tampoco le daba un respiro a nadie y que funcionaba con toda su malignidad en cada cuadra del pueblo, sin excepción alguna. Y en ese ambiente y acontecer donde estaba involucrada sin quererlo ni haberlo pretendido nunca, y sin posibles decisiones de alivio para evitar aquel daño que como una inundación se regaba con extrema malicia por la población entera, se mantenía callada. Pero invariablemente terminaba angustiada dando vueltas con su mente sobre el mismo tema: jamás podría escapar de su lamentable soledad y fastidio recibiendo el contacto y a veces los golpes del daño que tanta maldad originaba a su alrededor.

    Se miró en el espejito que tenía colgando de un clavo en la pared y vio con tristeza la media imagen de su cara desencajada. El pelo marchito y lacio que le caía por las sienes con las primeras canas ya multiplicadas le gritó sin tapujos que allí estaban las huellas más hondas del paso de los años. Y ni siquiera con la imaginación pudo verse cómo había sido. Y añoró su anterior cabellera, inmersa en el pasado de sus renuncias y vivencias ya perdidas, la misma que había sido brillante y vigorosa. Volvió a sonreír, esta vez con amargura y el mismo gesto de impotencia y derrota. El tiempo había volado y se había llevado consigo ese brillo de juventud y de frescura junto con todo lo que tenía algo de valor para ella. Luego, penitente hasta lo imposible, se pasó los dedos entre el cabello mientras fruncía el ceño en expresión de interminable desaliento. Y así, derrotada, dejó de verse en el espejo y regresó a su momento, más tensa y envenenada que antes.

    Y parada allí, golpeada por el dolor en la cintura y la quebradura del alma, podía sentir la intensidad de sus inspiraciones y la presión de los alientos contenidos que se escapaban por encima y por entre sus senos enflaquecidos que sudaban y mojaban la blusa pegada a la piel, con todos sus secos desalientos. Sí, allí estaban, él y ella, igual que siempre, recorriendo un camino que avanzaba desde un pasado que parecía una eternidad inútil, amontonándose día a día tras un muro en el desagrado y en el convivir sin razón y sin sentido. Y sabía, sin posibilidad alguna de equivocarse, que podía detallar de antemano todo lo que sucedería a continuación. Conocía a la perfección la secuencia de las acciones y sonidos que pronto le llegarían avanzando en retahíla a través de las sombras del pequeño y estrecho pasillo que corría desde la salita hasta la cocina.

    Mantuvo su atención recién despierta mientras lo escuchaba despedirse del que quedó afuera. Sólo era cuestión de esperar. Hasta que se fue. A continuación se rompió el mínimo lazo y se hiló el diario encadenar de acciones. Y escuchó los pasos del cansancio de su marido desplazándose al terminar de entrar en la casa, después de cerrar la puerta. Un golpe de metales sobre el vidrio de la mesita que estaba a un lado de la entrada al caer las llaves sobre ella, y el ruido del periódico al ser tirado sobre el sofá. Y después, otros pasos, ahora más lentos, y la poltrona que gemía finalmente bajo el pesado cuerpo.

    Luego escuchó cuando los zapatos se deslizaron largamente, en piernas sueltas y estirón vencido, con sonidos de arenilla triturada bajo las suelas y los tacones. Pronto se los quitaría para dejarlos tirados en cualquier parte. Y así fue, los escuchó cuando cayeron contra el piso. El sonido de una sorda expiración llegó hasta ella. Nunca pudo descifrar si esto último era una actitud de cansancio o un acto de complacencia por lo que realizaba en esas reuniones con el poder de hacer lo que quisiese, hasta con el mayor daño posible. Y sintió que aquellas maneras groseras, con todo lo que la rodeaba, le resultaban cada vez más fatigosas y molestas.

    Después, escuchó su nombre, como siempre también a esa hora, a secas, sin un rastro de emociones o cariño, como un arañazo que le hiriera los oídos y el pecho con una punzante frialdad. No se dio por enterada. Y sin contestar escuchó su nombre de nuevo, acompañado por la petición del café acostumbrado y precediendo al chasquido de un fósforo. Siguió callada. Pero imaginó la posterior bocanada de humo regada por el espacio.

    También imaginó la cara mofletuda y sudorosa llena de satisfacción, como si fumarse aquel tabaco dentro de la casa fuese una gran cosa además de una manifestación de poder que sólo él se podía imaginar que le correspondiese. Un segundo más, y le llegó el penetrante olor del humo que seguramente estaba inundando la atmósfera de la casa entera. Entreabrió los labios en un intento de palabras que se apagó en el silencio de su impotencia, como ahogándose, para terminar con la boca apretada en un gesto que ya ni siquiera era de desagrado, ni de obstinación, ni de abandono. Era la mueca irritada y seca del no querer sentir nada y de la obstinación sin exigencias que no se queja ni pide explicaciones, aunque el correr del tiempo la matase.

    Como si no fuese capaz de otra acción diferente a aquella de seguir soportando, mantuvo su mutismo encerrada en su quietud ahogada y expectante que no sabía hacia dónde escapar y que cada día se hacía más baldía y dolorosa. En su cara, donde ya apenas quedaban restos de una antigua hermosura, resquebrajada, ojerosa, brillante de fatiga y de calor, deslizó un último intento de sonrisa, mustia y dura, resignada, para sentir y reafirmar otra vez con ese gesto el resumen del tiempo consumido en la constancia de su propia y terrible desolación. Estaba tan cansada que se sabía abandonada de fuerzas y de deseos. Creía sentir que en cualquier momento pudiera deshacerse y morir. Y hasta lo deseaba.

    Y escuchó de nuevo la voz del hombre, ahora molesto, en tres tonos distintos y cada vez más desapacibles, el último ya agrio, pretendiendo con exigencia los pedidos del café. Su nombre le llegó en repetición, avanzando entre puertas y paredes, llenando la casa, para golpearla en el corazón y en el alma entera. Era una penetración que se le infiltraba cual una aguja hasta la médula más sensible dentro del pecho. El hombre reclamaba su café con la prepotencia de una supuesta autoridad. Tampoco contestó. Aunque él sabía de su presencia y cercanía en la cocina, y sabía que ella lo escuchaba. Se creía su amo y señor. Una vez más se hundió en el hueco del desgano y del silencio, convencida de su desamparo pero como protegida en el resguardo de la resistencia de no querer contestar. Como en una pequeña victoria. Pero a su vez, en esa repetición de silencios sin frutos, ya no podía más.

    Un segundo después, tras un mudo suspiro que culminó con su acostumbrada renuncia, su mirada se fue cerrando hasta alcanzar tan sólo un hilo de visión, una ranura de cristal donde podía percibirse un asomo de rencor y de odio y de llanto callado más que contenido. Luego, con el mayor desaliento, se pasó el dorso de la mano por la frente y los pómulos sudados mientras en la mente se veía con esos ojos silenciosos. Y con esos ojos ardientes y mudos se quedó un instante mirando hacia un vacío que sólo ella podía penetrar y conocer porque brotaba de su propia mirada. Era el vacío a recorrer dentro de un largo y oscuro túnel que constituía su presente y que, estrechándose, lentamente conducía a su futuro.

    Después, siempre sin contestar, borró de su rostro el resto de aquella impotencia muda. Y se irguió, y respiró con fuerza para escapar de la acumulada emoción que la quebraba. Sabía perfectamente que él ni siquiera se acercaría a la cocina y le hablaría como solía hacerlo en la distancia. Envuelta en la costumbre levantó la mirada y dirigió las manos hacia el pote de café que estaba sobre una tablilla en la pared. Y quitó de la hornilla el cubo con la ropa que se blanqueaba y lo colocó dentro del fregadero. Echó el agua y el polvo de café dentro de la golpeada cafetera y apretó la tapa con nervio y con rabia antes de colocarla al fuego. En un jarro echó un poco de azúcar. Y se recordó haciendo lo mismo desde siempre. Habían pasado treinta años.

    El olor del café, el del tabaco, el calor, los vapores del agua hirviendo y la angustia de estar siempre allí, la asquearon y revolvieron en el dolor de su ruina y en el vacío de su vida estéril. Esa resignación suya era la síntesis de lo infecundo y la negación diaria de una verdadera razón de vivir. Afuera, donde el sol se había opacado y el perro ahora ladraba estando más alejado en el patio, entre vientos húmedos y traicioneros que rompían el silencio de esas horas, amenazaba entonces la borrasca que se había sumado de nubes grises que no terminaban por desencadenarse. Pero lo harían. Estaba convencida de que llovería.

    Y para entonces, otra lluvia, y otro tabaco, y otro café, y otro estar allí. Y más tarde otra noche para desvivir en la misma cama sin ningún tipo de deseo pero con el mismo disgusto de cada día al no tener nada de qué hablar ni compartir. Y como siempre, al final, en suma inagotable, otro día más. Y mañana, lo mismo. Y después, igual. Igual, igual, igual. Era agotador. Creyó por un momento que algún día arrancaría a correr en cualquier dirección, sin mirar atrás, hasta perderse en un horizonte no conocido, sin que jamás pudieran saber de ella. Se miró las manos, respiró hondo y sirvió el café humeante en una taza amarilla que luego colocó en un pequeño plato. Estaba rígida, y al mismo tiempo derrumbada, y se reconocía prisionera, y se sabía amargada, y obstinada, y viviendo sin sentido. Le temblaban las manos. Y la taza castañeteaba sobre el plato.

    Se dirigió hacia la sala, donde él estaba, lentamente, sin deseos de llegar, cuidándose por consideración consigo misma de que el café no se derramara al recorrer el corto pasillo frente a la cocina y al único cuarto. Al entrar a la sala, el olor del humo del tabaco, que cada segundo era más denso y chocante, la penetraron y la envolvieron desagradablemente. Se detuvo por un momento. Y empequeñeció la mirada. Ya no quería soportarlo más. Su marido, tranquilamente, leía la prensa. Y rezongaba. Ni tan siquiera la miró. En un instante de apretazón pensó y sintió de nuevo que sí, que esa mirada empequeñecida que rozaba al desprecio ya le rebotaba.

    Ahí sintió con más fuerza que algún día se marcharía, lejos, hacia la nada. Saldría de la casa sin hacer ruido alguno y sin hacer café, como si fuese una ladrona, sin recoger ninguna pertenencia. Sí se iría con lo puesto. Lo abandonaría todo y abriría la puerta y se iría, empequeñeciéndose a su vez en la distancia, hasta desaparecer en un horizonte que fuese totalmente desconocido a todos para perderse donde nadie la pudiese encontrar. Así lo imaginaba. Y así tendría que hacerlo. Y así lo haría.

    Sin decir una palabra le entregó el platico con la taza de café. El hombre rezongó de nuevo con roncos ruidos. El perro dejó de ladrar en el patio y de repente apareció también en el pasillo que antes ella había recorrido, casi en la sala, mirándola tranquilamente, expectante, como intuyendo que algo con apariencia de interminable se había roto dentro de la casa. Lo sintió su cómplice y lo amó mucho más que nunca antes. En ese nuevo instante, frente a su indiferente marido, se quedó mirando hacia lo que habían hecho de su vida tanto la Revolución, como el desamor y el abuso de las rutinas y el desamor de este hombre.

    Y se supo por primera vez extrañamente insensible a todo lo que la rodeaba y a todo lo que no fuese ese inigualable perro que siempre se presentaba en el mejor momento y que parecía ser el único que conocía del amor continuo. Y miró hacia la puerta que daba a la calle. La atraía como puede atraer un imán.

    Dentro del pecho sintió un impulso abarcador y una naciente esperanza. Miró de nuevo a su marido y lo que vio no le produjo ningún sentimiento. Era simplemente un mal sueño frente a ella. No, ni tan siquiera era el residuo de un mal sueño, no era nada. Y así, de nuevo recorriendo la casa con la mirada, ya todo aquel ambiente tan repetido le resultó feo y sin importancia. Y entonces sí que sólo a sí misma se respetó. Y se sintió renacer.

    Miró hacia el perro que desde el estrecho pasillo, volteado hacia la sala y jadeante no le quitaba los ojos de encima y que moviendo la cola sin mucha convicción parecía inquieto y a la espera de un movimiento de ella. Pero que al mismo tiempo tenía los ojos habladores muy contentos, y muy compinches de sentirse junto con ella. Se sonrió y por un instante percibió que estaba más que relajada. Y en un segundo más se convenció: se irían juntos. Sí, se irían juntos. Y el perro lo sabía. Un instante más y vio todo el ambiente que la rodeaba. Y a ella ubicada dentro del mismo con total claridad.

    Y de allí se dirigió a su cuarto. Entró. Y por un momento se sentó en la cama. No sentía angustia ni cansancio alguno. El perro dudó sobre lo que podía hacer y se quedó sentado a sus pies. Pero ella, parándose de nuevo, al pasar a su lado lo acarició en la cabeza. Y el perro se contentó con un brillo distinto en los ojos, y se paró a su vez, ahora moviendo la cola con mayor excitación. La acompañó a su paso, mirándola con alegría.

    Por primera vez en mucho tiempo, convencida de su liberación sin regreso, pudo verse dentro del cuarto sonriendo libremente ante el espejo de la peinadora. Y entonces, con un extraño toque de suave bienestar se acomodó a medias el perdido peinado tratando de lograr la manera como lo recordaba de años atrás. Y se reafirmó con la mirada en un brote de felicidad. Y hasta se vio bella dejando escapar su naciente euforia interna que ahora la llenaba de vida junto al brillo de sus ojos renacientes y ahora sedientos de más luz y de más vida. Las manos ya no le temblaban. Se rio satisfecha. Se había quitado quince o veinte años de encima.

    Y viéndose como hacía mucho no lo hacía se puso de pie y se quitó de encima la ropa mojada. Y se sintió de nuevo una mujer. Ya no era la misma que había estado lavando en el patio. El peso del cansancio había desaparecido. Se sentía liviana.

    Y entonces nuevamente sintió la urgencia de la liberación en toda ella. Sí, se iría. No importaba adónde. Simplemente se iría. Sí, con su perro, y vestida lo mejor posible, totalmente redimida y bañada de alegría. Y deteniéndose un instante, viéndose completa, y queriéndose, y respetándose, se imaginó a su marido sentado allá afuera, lleno de odio y de castigos contra la Humanidad entera, contra los enemigos que él mismo se había inventado, quizá más acorralado que ella, fuera de sí. Y lo sentía como si la estuviese sujetando por los hombros para detenerla y no dejarla ir. Y se alarmó, porque en menos de un minuto lo pudo recordar a plenitud. Y entonces igual supo y se le afincó en las entrañas que así había sido y que sin saberlo desde hacía mucho tiempo ya lo odiaba. Que pudiera recordar lo había odiado desde siempre afincada en un largo desprecio que vivió oculto y temeroso dentro de su pecho. Un desprecio bien amargo.

    Fue al baño para refrescarse y de nuevo regresó. Se vistió. Se sentía latir en su interior. No entendía cómo pudo no haberse zafado antes de aquella prisión que la oprimió y la maniató y abusó de ella durante tantos años sin sentido alguno. Y abominó de todo aquel tiempo que fue tan hostil, rechazándose a sí misma y renegando hasta de su sentido de ser mujer. Pero inexplicablemente para ella llegó a sentir que cada rememoración y dolor la hacía más fuerte. Y entonces se convenció que nada la haría caer otra vez. Y en ese convencimiento sintió el corazón desbocado. Estaba viva.

    Y así, ya en el punto de partida de su más importante camino, se terminó de vestir frente al espejo, y calmadamente salió del cuarto. Sintió su energía. Y se dejó ir. El perro, desde el suelo, junto a la puerta, sin apenas moverse, la miraba sin perder detalle. Estaba contento. El perro sabía. Después, entregado e inquieto en su inocente cariño, cuando ella se decidió a encaminarse a la puerta la acompañó hasta la pequeña sala sin dejar de mover la cola. Y salieron juntos. Y se alejaron, sin voltearse a ver lo que dejaban atrás. Y se fueron, sin ningún ánimo de regresarse para decir adiós.

     

     

    Autor:

    Luis B Martinez