Después de abrocharse el último botón y alzarse el cuello del tapado negro, abandonó la cantina. Las luces y los resplandores de los cristales destellaron por un instante sobre las curvas de sus pechos y de sus caderas. De sus ropas emanaba un cálido aroma a perfume, y un suave efluvio de tabaco y sudor. Con deliberada parsimonia encendió un cigarrillo, guardó el encendedor en un bolsillo del abrigo y comenzó a caminar. Faltaba algo más de una hora para que amaneciera.
En la calle, la oscuridad era intensa, apenas rasgada por los haces amarillentos de los faroles. El empedrado mojado fosforecía con apagados reflejos. En el sigilo de la noche flotaba, como un augurio, el rumor apagado y lejano de la ciudad aletargada.
Se alejaba. En la sombría recova, la brasa de su cigarrillo resplandecía como una hoguera diminuta e iluminaba sus labios pintados de rojo.
Marchaba despacio, dejándose envolver por la calma profunda de la noche.
Lejos, allá atrás, a la altura de Parque Lezama, un Toyota, silencioso, comenzaba a rodar hacia ese lugar del Bajo.
La ancha avenida era un túnel negro y desierto, sólo se escuchaba el golpeteo regular de sus tacos aguja, resonando sobre las gastadas baldosas. El viento acercaba remotos hedores del río; de tanto en tanto, despeinaba sus rubios cabellos y, debajo de sus negras medias de nylon, le erizaba la piel.
La bruma se acurrucaba en los umbrales, o ascendía por las paredes empañando los vidrios. Una llovizna impalpable comenzó a caer. Ella hizo una mueca. Aun le restaban algunas cuadras por Paseo Colón, hasta llegar a la calle México. Ascendería la suave pendiente, y luego de caminar tres cuadras más, doblaría hacia la derecha por la calle Defensa. Finalmente, llegaría al viejo conventillo donde vivía con su hijo.
Los blancos faros del Toyota iluminaron por un instante su figura, y la imperceptible llovizna cobró realidad. Luego el rumor del motor alejándose. Observó, distraída, como el automóvil se perdía de vista hasta desvanecerse en la noche. En el silencio creciente, volvió a sentir el golpeteo de sus tacos aguja quebrando la quietud.
Creyó escuchar, lejanos, unos pasos: el ruido apagado de unos zapatos de hombre. Se sobresaltó. El cigarrillo cayó de sus manos y se apagó en la húmeda vereda con un chirrido casi inaudible. Se detuvo, inmóvil y acechante. El corazón comenzó a latirle con más rapidez. No, no era nada. Sólo el ulular del viento quebrando el silencio de la noche.
Renovó su andar, ahora un poco más rápido. Sentía la piel erizada, la sangre golpeándole las sienes. Entre el viento ululante y el toc, toc, toc de sus tacos, volvieron a surgir los mismos pasos sordos que antes escuchara, aunque ahora sonaban más cercanos. Apuró la marcha.
Caminaba apresurada y, de tanto en tanto, echaba miradas furtivas por sobre el hombro.
¿Sería su imaginación?
No, los pasos eran reales. En una esquina, se ocultó detrás de la estructura metálica de un puesto de diarios. Avanzó un automóvil, sus luces iluminaron claramente una silueta masculina. El hombre, enfundado en un sobretodo oscuro, las manos en los bolsillos, esperaba.
La mente de ella se transformó en un torbellino febril. Repasó la distancia que aun le restaba para llegar a su casa. Se vio abriendo la alta y pesada puerta de madera, avanzando por el largo pasillo, hasta llegar al patio posterior y entrando. Imaginó el olor agrio de las bolsas de basura, el maullido de algún gato sorprendido. El pánico estaba a punto de inmovilizarla. Se detuvo unos instantes.
Trazó un plan: recordó que, en algún punto, la calle estaba cortada debido a unos caños de gas en reparación; unos tablones de madera contenían los escombros y la tierra. Saltaría sobre los listones, cruzaría el charco, y correría hasta la puerta de su casa.
***
Con el ánimo en suspenso, vuelve a caminar. La lluvia le humedece los cabellos. Sus manos se aferran al abrigo. Sus ojos, febriles, horadan la oscuridad. El golpeteo de sus tacos es acompañado por el golpe sordo de los zapatos del hombre.
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