Se detiene, y cesan los pasos detrás de ella. Sólo el ulular del viento, la fina llovizna, la calle desierta.
Ya no le quedan más dudas: el hombre la persigue.
Retoma la marcha. El viento sopla ahora con más fuerza. Del río llega, sorpresiva, la bocina de un barco. Empieza a jadear.
Con la respiración entrecortada se detiene en la calle México. Ya no se sorprende cada vez que cesan los pasos. Asciende calle arriba.
Los pasos sordos suenan cada vez más cerca. Tal como lo pensara, al final de la pendiente, el farol de la calle está apagado. Comienza a correr.
El hombre también corre. Está cada vez más cerca. Ella se quita los zapatos
Dentro del maderamen el piso húmedo le moja los pies. Cruza los escombros, pisando los caños de gas al descubierto. El agua le llega hasta los tobillos. Un escalofrió la recorre.
Luego corre sin descanso, volviendo cada tanto la cabeza.
El hombre choca contra las maderas y cae sobre el charco. Un torrente de malas palabras escapa de su boca.
Ella reconoce esa voz grave, casi ronca. Le ha resultado familiar, conocida. Ha sido como si, repentinamente, se abrieran las compuertas de su memoria. Surgen todos los recuerdos olvidados.
Sí, es el padre de su hijo. Aquel que la había seducido y engañado. El que, encogiéndose de hombros, le había dicho con desdén: "Tenés que abortar".
Y ella había escapado, con el hijo creciendo en sus entrañas. No supo más de él, hasta esta noche.
Antes de doblar por Defensa oye, claramente, cómo el rufián, al chapalear en el barro, pronuncia con furia su nombre. Sigue escapando.
Al llegar a la puerta de su casa, mientras hace girar la llave en la cerradura, ve al hombre bajo un farol: en la mano derecha empuña un pequeño revólver. No tiene tiempo de cerrar.
Corre por el largo pasillo seguida por los pasos. Transpone el patio, abre la puerta. Entra.
Una repentina ráfaga de lluvia se cuela por la ventana abierta y le humedece el rostro. Instintivamente se dirige hacia el otro cuarto, donde su hijo duerme. Abraza al niño, e imagina que lo protege con su cuerpo.
El viento sopla con fuerza a través de esa ventana. Por allí, seguramente, entrará su perseguidor.
Se despertó sobresaltada. El batiente había golpeado contra la pared, arrancándola de la pesadilla. Miró la otra cama donde, agitado y con las manitas cerradas, dormía el niño. Recordó que últimamente su hijo había comenzado a hacer preguntas. Se dijo que algo tendría que hacer al respecto. Pensó en eso mientras encendía un cigarrillo.
La claridad del día la hizo pestañear. El llanto sorpresivo de su hijo la sobresaltó.
Dejó el cigarrillo en un cenicero, sobre la mesa.
— ¿Qué pasa, mi cielo?—le dijo al niño alzándolo y abrazándolo contra su pecho.
—Tuve un sueño feísimo. Soñé que era grande y te seguía por unas calles oscuras y quería matarte con un revolver—dijo el pequeño con una expresión angustiada; una lágrima le resbalaba por la mejilla.
Madre e hijo se miraron a los ojos, luego ella posó la vista sobre una de las sillas que estaba alrededor de la mesa. Sobre el respaldo estaba el tapado y sobre el asiento, las medias negras.
— ¿Y cómo sabías que era yo?—le dijo al niño, desordenándole los cabellos en un gesto cariñoso.
—Porque tenías puesto eso—dijo el niño, entre sollozos, señalando debajo de una silla.
Ella miró hacia donde señalaba el índice del niño.
Negros, relucientes, los zapatos de taco aguja.
Autor:
José Carlos Celaya
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