En los primeros siglos del período colonial ocurren algunos hechos de relevancia en la historia médica cubana. En 1520 aparece en la Isla la viruela y al año siguiente se produce una epidemia en La Habana con la que se inicia su larga endemicidad para constituir desde entonces el factor epidemiológico de mayor importancia negativa en el desarrollo económico y social de la Isla.
Un siglo después, en 1649, procedente de Yucatán llega la fiebre amarilla, enfermedad infectocontagiosa desconocida para la medicina europea pero no así para los mayas, la que va a constituir a partir de ese momento el segundo factor epidemiológico negativo en el desarrollo económico y social de la colonia.
Por su estratégica posición geográfica respecto al comercio marítimo español con el continente americano y dado la gravedad de su cuadro epidemiológico, es que desde 1634 Cuba contó en La Habana con un Tribunal del Real Protomedicato, primera institución de la organización de la salud pública española, cuando sólo existía en el continente en las dos ciudades cabeceras de virreinados: México y Lima.
Pero no va a ser hasta las primeras manifestaciones del despertar de la conciencia nacional en la clase de hacendados cubanos a finales del siglo XVIII que se encaran estos dos problemas con criterio verdaderamente científico, tomándose en cuenta toda su dimensión económica y social. Así la entonces joven Real Sociedad Patriótica de Amigos del País de La Habana, máxima representación de dicha clase, le encarga a uno de sus miembros más ilustres, el médico doctor Tomás Romay Chacón (1764-1849), el estudio de las posibilidades de erradicación de estas dos graves enfermedades endémicas en la Isla.
El doctor Romay realizó una extensa revisión bibliográfica sobre la fiebre amarilla cuyo informe final fue leído ante la institución el 5 de abril de 1797 con el título "Disertación sobre la fiebre maligna llamada vulgarmente Vómito Negro, enfermedad epidémica de las Indias Occidentales" y aunque no encontró en la medicina de su tiempo la solución de tan grave problema epidemiológico, al publicarse dicha monografía ese propio año, se dio inicio a la bibliografía científica medica cubana y a una larga tradición de estudios amarílicos en el país, que poco más de ocho décadas después darían solución a tan compleja problemática médica en los aportes geniales del doctor Carlos J. Finlay Barrés (1833- 1915).
José Martí que salió deportado de Cuba el 15 de enero de 1871 faltándole unos días para cumplir los diecinueve años de edad y que con posterioridad solamente viviría en La Habana del 6 de enero al 24 de febrero de 1877, en forma secreta y del 31 de agosto de 1878 al 25 de septiembre de 1879, en que fue deportado nuevamente a España, no tuvo tiempo ni tranquilidad suficiente para ponerse en contacto con las publicaciones médicas cubanas y a pesar de haber vivido en esos breves lapsos muy estrechamente unido al doctor Fermín Valdés-Domínguez Quintanó (1853-1910), su amigo del alma, no es posible creer que conociera en toda su importancia el devenir histórico médico cubano, aunque sí a muchas de sus grandes figuras, llevado por esa insaciable curiosidad por todo lo cubano de que siempre dio muestras.
En su extensísima obra escrita, aunque se sabe que la totalidad de los conocimientos de un hombre no están contenidos en sus escritos, solamente aparece una referencia sobre el doctor Romay y ella en un breve apunte posiblemente hecho para un artículo que nunca escribió, en el que lo incluye entre otros nueve cubanos, a quienes calificó de hombres distinguidos.
Aunque muy escueto, el apunte permite saber su alta valoración del médico, pues inicia la lista con su nombre y después le siguen nada menos que los de Manuel de Zequeira y Arango (1764-1846), José Agustín Caballero Rodríguez de la Barrera (1762-1835), el presbítero Francisco Ruiz (1797?-1857), Félix Varela Morales (1787-1853), José de la Luz y Caballero, José Agustín Govantes Gómez (1796-1844), Nicolás M. Escobedo Rivero (1795-1840), Francisco Arango y Parreño (1765-1837) y José Arango Núñez del Castillo (1765-1851).2
A pesar de su extraordinaria importancia cultural y científica en Cuba y de haber sido contemporáneos no mencionó nunca Martí en sus escritos al doctor Nicolás J. Gutiérrez, ni a los médicos González del Valle, sobre todo a Fernando y Ambrosio y de la familia únicamente al malogrado filósofo y novelista José Zacarías (1820-1851),3 tampoco al enciclopedista Antonio de Gordon Acosta (1848-1917), por citar algunos; ni instituciones de tanta trascendencia como la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, la Sociedad Antropológica de la Isla de Cuba o la Sociedad de Estudios Clínicos de La Habana, ni ninguna publicación periódica médica cubana.
Pero sobre todo, ha llamado siempre la atención su silencio sobre el doctor Finlay. A parte de la real imposibilidad de conocer Martí la bibliografía médica cubana, por haber vivido la mayor parte de su vida de adulto en tierras extranjeras, hay en su desconocimiento de la obra de Finlay culpa de alguien, se le podría achacar al doctor Valdés-Domínguez.
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