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Carta encíclica Deus Caritas Est del sumo pontífice Benedicto XVI


Partes: 1, 2

    1. Introducción
    2. La unidad del amor en la creación y en la historia de la salvación
    3. La novedad de la fe bíblica
    4. Jesucristo, el amor de Dios encarnado
    5. Amor a Dios y amor al prójimo
    6. Caritas el ejercicio del amor por parte de la iglesia como « comunidad de amor »
    7. Los responsables de la acción caritativa de la Iglesia

    Trabajo práctico de teología dogmática I

    Carta Encíclica Deus Caritas Est del sumo pontífice Benedicto XVI a los obispos, a los presbíteros  y diáconos, a las personas consagradas y a todos los fieles laicos sobre el amor cristiano

    Introducción

    « Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él » (1 Jn 4, 16). Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida eterna » (cf. 3, 16).  La fe cristiana, poniendo el amor en el centro, ha asumido lo que era el núcleo de la fe de Israel, dándole al mismo tiempo una nueva profundidad y amplitud.

    Primera parte

    La unidad del amor en la creación y en la historia de la salvación Un problema de lenguaje

    El amor de Dios por nosotros es una cuestión fundamental para la vida y plantea preguntas decisivas sobre quién es Dios y quiénes somos nosotros. El término « amor » se ha convertido hoy en una de las palabras más utilizadas y también de las que más se abusa, a la cual damos acepciones totalmente diferentes. En primer lugar, recordemos el vasto campo semántico de la palabra « amor »: se habla de amor a la patria, de amor por la profesión o el trabajo, de amor entre amigos, entre padres e hijos, entre hermanos y familiares, del amor al prójimo y del amor a Dios. Sin embargo, en toda esta multiplicidad de significados destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, y en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible.

    « Eros » y « agapé », diferencia y unidad

    Los antiguos griegos dieron el nombre de Eros al amor entre hombre y mujer, que no nace del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano. En el  Antiguo Testamento griego usa sólo dos veces la palabra Eros, mientras que el Nuevo Testamento nunca la emplea, los escritos neotestamentarios prefieren utilizar la palabra agapé, que en el lenguaje griego estaba dejado de lado. El amor de amistad (philia), a su vez, es aceptado y profundizado en el Evangelio de Juan para expresar la relación entre Jesús y sus discípulos. El cristianismo, según Friedrich Nietzsche, habría dado de beber al Eros un veneno, el cual, aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio. El filósofo alemán expresó de este modo una apreciación muy difundida: la Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones.

     Pero, ¿es realmente así? El cristianismo, ¿ha destruido verdaderamente el Eros? Recordemos el mundo precristiano. Los griegos "sin duda análogamente a otras culturas" consideraban el eros ante todo como un arrebato, una « locura divina » que prevalece sobre la razón, que arranca al hombre de la limitación de su existencia y, en este quedar estremecido por una potencia divina, le hace experimentar la dicha más alta. De este modo, todas las demás potencias entre cielo y tierra parecen de segunda importancia. En el campo de las religiones, esta actitud se ha plasmado en los cultos de la fertilidad, entre los que se encuentra la prostitución « sagrada » que se daba en muchos templos. El eros se celebraba, pues, como fuerza divina, como comunión con la divinidad.

    No obstante, en modo alguno rechazó con ello el eros como tal, sino que declaró guerra a su desviación destructora, puesto que la falsa divinización del eros que se produce en esos casos lo priva de su dignidad divina y lo deshumaniza. Por eso, el eros ebrio e indisciplinado no es elevación, « éxtasis » hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre. Resulta así evidente que el eros necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser.

    En la actualidad sobresalen claramente dos aspectos. Ante todo, que entre el amor y lo divino existe una cierta relación: el amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana. Pero, al mismo tiempo, se constata que el camino para lograr esta meta no consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también la renuncia. Esto no es rechazar el eros ni « envenenarlo », sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza.

    Ni la carne ni el espíritu aman: es el hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y el alma. Sólo cuando ambos se funden verdaderamente en una unidad, el hombre es plenamente él mismo. Únicamente de este modo el amor "el eros" puede madurar hasta su verdadera grandeza.

    Partes: 1, 2
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