- Introducción
- El egoísmo psicológico
- El egoísmo como medio para el bien común
- El egoísmo racional y ético
- Conclusión
Podría decirse que los egoístas típicos son personas egocéntricas, desconsideradas, insensibles, carentes de principios, implacables autoengrandecedores, personas que persiguen las cosas buenas de la vida a cualquier precio para los demás, que sólo piensan en sí mismas o que, si piensan en los demás, lo hacen sólo como medio para sus propios fines.
Quizás esta caracterización sólo sea aplicable a los egoístas exagerados e implacables pero, sea cual sea su nivel o grado, el egoísmo supone poner el propio bien, interés y provecho por encima del de los demás. Pero esto no parece ser todo: sin duda yo no soy egoísta sólo porque me preocupe mas por mi propia salud que por la suya. Ni mi egoísmo aumenta y decrece exactamente en proporción al número de casos en que me favorezco sobre los demás. Más bien, lo que me convierte en egoísta parece depender de un rasgo especial de los casos en que así me comporto.
Este rasgo se aprecia si tenemos presentes las connotaciones morales del «egoísmo»: llamar a alguien egoísta es imputarle un fallo moral, a saber, la decisión de perseguir su propio bien o interés incluso más allá de lo moralmente permisible.
Uno se comporta de manera egoísta si deja de abstenerse de perseguir su propio bien en las situaciones en que choca con el mío, y es moralmente preciso o deseable que observe esa limitación. Y uno es egoísta en este sentido cotidiano si la proporción de su conducta egoísta supera una determinada medida, normalmente la media.
Quienes consideran al egoísmo (y a su correspondiente contrario, el altruismo) de esta forma moralmente cargada, y creen que el excesivo egoísmo y el altruismo insuficiente están entre las principales causas de la mayoría de nuestros problemas sociales, es probable que se sorprendan, se sientan perplejos o incluso aturdidos al leer libros sobre ética. Pues muchos de ellos mantienen seriamente la tesis de que todo el mundo es egoísta, y el egoísmo no siempre se considera algo malo. En general, encontrarán dos teorías semejantes. La primera, el egoísmo psicológico, la que se examina en esta sección, es una teoría explicativa según la cual todos somos egoístas en el sentido de que nuestros actos siempre están motivados por la preocupación por nuestro mejor interés o mayor bien. La segunda, que examinamos en secciones posteriores, concibe el egoísmo como un ideal que nos conmina a obrar de manera egoísta.
Los partidarios del egoísmo psicológico pueden admitir que no siempre podemos promover o incluso proteger realmente nuestro máximo bien, pues podemos estar equivocados sobre cuál es, o sobre cómo alcanzarlo, o bien podemos tener una voluntad excesivamente débil para hacer lo preciso para conseguirlo. Así pues, en sentido estricto, el egoísmo psicológico no pretende explicar toda la conducta humana, sino sólo la conducta explicable en términos de las creencias y deseos del agente, o las consideraciones y razones que sopesó el agente.
El «egoísmo» del egoísta psicológico no es por supuesto del tipo definido en la sección 1. No es susceptible de grados y no se limita a lo moralmente objetable. Es la pauta motivacional de las personas cuya conducta motivada concuerda con un principio, a saber, el de hacer todo aquello y sólo aquello que protege y promueve el propio bienestar, satisfacción, el mejor interés, la felicidad, prosperidad o máximo bien, bien por indiferencia hacia el de los demás o porque, cuando choca con éste, estas personas siempre se preocupan más por el propio bien que por el de los demás (hay diferencias importantes entre estos fines, pero aquí podemos ignorarlas).
Para ser un «egoísta» semejante, uno no tiene que aplicar conscientemente este principio cada vez que actúa; basta con que su conducta voluntaria se adecue a esta pauta.
Sin embargo, la evidencia empírica disponible parece refutar incluso este egoísmo psicológico como mera motivación de la conducta. Muy frecuentemente muchas personas normales parecen preocuparse no por su mayor bien sino por conseguir algo que saben o creen que va en detrimento suyo. Alguien puede piropear al cónyuge del jefe, aún sabiendo o creyendo con razón que el empeño en -e incluso más, el logro de- este fin le costará su empleo, destruirá su matrimonio, le alejará de hijos y amigos y arruinara su vida de otras maneras.
Para hacer frente a estos contraejemplos aparentes, el egoísmo psicológico tendría que demostrar que son ilusorios. Para este fin por supuesto puede apuntar al hecho de que muchas explicaciones no egoístas de la conducta de alguien son sospechosas. Como la conducta egoísta es objeto de desaprobación moral, las personas pueden desear ocultar su verdadera motivación egoísta y convencernos de que en realidad su conducta no tuvo una motivación egoísta.
Con frecuencia somos capaces de desenmascarar estas explicaciones no egoístas por hipócritas o al menos fruto del autoengaño. Pero esto no justifica que generalicemos a todos los casos, pues muy a menudo no sólo no podemos desenmascarar de este modo la conducta aparentemente no egoísta de alguien, sino que no tenemos razón para sospechar que existan motivos egoístas ocultos. La mayoría de nosotros conocemos casos de personas que conscientemente ponen en peligro su salud, arriesgan su suerte terrenal, o incluso su vida, con la esperanza de conseguir una meta, como por ejemplo satisfacer los deseos (quizás extravagantes) de alguien hacia el cual sienten atracción o las necesidades de otra persona a quien aman o con la cual están comprometidos por otras razones, como cuando alguien dona un riñón a una hermana con la cual no se hablaba desde hace años, o sangre a alguien a quien ni siquiera conoce.
Los egoístas psicológicos no deberían intentar desmentir estos casos prima facie de conducta no egoísta, como tienden a hacer algunos, insistiendo en que debe de haber una explicación egoísta. Sin duda, un egoísta psicológico astuto a menudo puede inventar una explicación egoísta subyacente de la conducta aparentemente no egoísta en cuestión, igual que alguien que no parece egoísta puede sustituir la verdadera motivación egoísta por una explicación ficticia y más noble. Pero el insistir en que deba de haber una motivación egoísta, e inventar una posible, no hace que sea la motivación real.
Algunos de nosotros podemos encontrar explicaciones egoístas sustitutivas más plausibles que una no egoísta, porque ya creemos que en lo más profundo todos somos egoístas. Pero a pesar de las muchas explicaciones «desenmascaradoras» a que nos han acostumbrado Marx y Freud, pensar que las explicaciones egoístas son más profundas, más completas, más convincentes y más satisfactorias que las no egoístas -y por ello encontrar más plausible la explicación egoísta- es sencillamente suponer lo que tiene que probarse.
Si el egoísmo psicológico se basa en esta suposición, no es el (guien hasta que hayamos «desenterrado» la motivación egoísta correspondiente. Pero entonces utilizar esta explicación «verdadera» en apoyo de la pretensión más general es argumentar de manera circular.
En este punto, un egoísta psicológico puede objetar que toda la conducta supuestamente no egoísta es en realidad egoísta. Pues después de todo -prosigue la objeción- en ejemplos como los indicados, la persona hizo lo que realmente más deseaba hacer.
Pero esta objeción desvirtúa el egoísmo psicológico. En vez de ser una teoría empírica sorprendente, y en realidad chocante, según la cual todos tenemos siempre una motivación egoísta en el sentido ordinario de «egoísta», meramente da un nuevo y equívoco sentido a «motivación egoísta». De acuerdo con esta nueva interpretación, uno tiene una motivación egoísta no sí y sólo sí está dispuesto a hacer lo que sea para conseguir su máximo bien incluso si perjudica a otros, sino si uno hace todo aquello que más desea hacer, tanto si es lo que considera el máximo bien para él como si no, incluso si su meta es beneficiar a otros a expensas de sí mismo. Normalmente, un egoísta es alguien que desea sumamente algo mucho más específico, a saber, promover su propio bien, promover sólo los intereses personales, promover sus mejores intereses, o satisfacer sólo los deseos o metas que tienen que ver con uno.
En cambio, el no egoísta no es esto lo que más quiere, al menos no cuando no es moralmente permisible. Así pues, normalmente, los egoístas se caracterizan por la fuerza uniformemente dominante de sus deseos o motivaciones relacionados consigo mismos, y los no egoístas por una fuerza «suficiente» de sus deseos o motivaciones relacionados con los demás.
Por ello, la actual versión del egoísmo psicológico está vacía pues aquí «lo que uno "más desearía hacer» tiene que significar todo aquello que finalmente uno está motivado a hacer, a fin de cuentas, como por ejemplo realizar una gran aportación a Cáritas (aun si su inclinación más intensa es reponer las botellas de su bodega).
Así pues, según esta última versión, el egoísmo psicológico sostiene que todos somos egoístas simplemente porque todos estamos motivados por «nuestra propia» motivación, y no por la de otro; pero en este sentido no es posible que la motivación fuese la de otro: es la mía, no la de mi hermana, aun cuando si, a pesar de odiarlo, regularmente enciendo una vela en la sepultura de nuestro padre, sólo porque ella desea que lo haga.
El egoísmo como medio para el bien común
La obra de Adam Smith, Un estudio sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones (publicada en 1776), presenta un argumento en favor del egoísmo como ideal práctico, al menos en el ámbito económico. Smith defiende en ella la libertad de los empresarios para perseguir su propio interés, es decir, sus beneficios, por los métodos adecuados (según su criterio) de producción, contratación, ventas, etc., en razón de que esta ordenación general es la que mejor fomentaría el bien de toda la comunidad.
Según la concepción de Smith, el fomento de cada empresario de su propio bien, no obstaculizado por la limitación legal o moral autoimpuesta de proteger el bien de los demás, sería al mismo tiempo el fomento más eficaz del bien común. Smith creía que esto había de suceder porque existe una «mano invisible» (los efectos dominantes del propio sistema de libre empresa) que coordina estas actividades económicas individuales no coordinadas.
Esta idea, que la eliminación de las limitaciones legales o morales autoimpuestas a la búsqueda del propio interés es beneficiosa en general, se ha extendido a menudo más allá del ámbito económico en sentido estricto. Se ha convertido entonces en la doctrina según la cual, si cada cual persigue su propio interés tal y como lo consigue, con ello se fomenta el interés de todos. Esta teoría, si se defiende sin el apoyo de una «mano invisible», se convierte en la falacia, a menudo atribuida a John Stuart Mill, de que si cada cual fomenta su propio interés, con ello se fomentará necesariamente el interés de todos.
Obviamente, esto es una falacia, pues los intereses de individuos o clases diferentes pueden entrar en conflicto y de hecho entran en conflicto en determinadas condiciones (la más obvia de las cuales es la escasez de necesidades). En estos casos, el interés de uno va en perjuicio del otro.
Podemos pensar que las teorías recién descritas ensalzan el egoísmo, no en oposición a la moralidad, sino más bien como la mejor manera de alcanzar su meta legítima, el bien común.
Es dudoso que esto sea una forma de egoísmo, pues no abraza el egoísmo por sí, sino sólo como -y en la medida en que realmente es- la mejor estrategia para alcanzar el bien común. Debería quedar claro que este ideal práctico -tanto si es verdaderamente egoísta como si no- se basa en una promesa fáctica dudosa. Pues la eliminación de las limitaciones legales o morales autoimpuestas a la búsqueda individual del autointerés probablemente sólo fomentará el bien común si estos intereses individuales no entran en conflicto, o bien si algo como una «mano oculta» ocupa el lugar de estas limitaciones.
Si todos nos ponemos a correr para salir del teatro en llamas, muchos o todos pueden quedar atrapados hasta morir o bien perecer en las llamas. Para evitar o minimizar la interferencia de unos con otros, necesitamos una coordinación adecuada de nuestras actividades individuales. Por supuesto, esto puede no bastar.
Incluso si formamos líneas ordenadas, aun cuando nadie se muera atrapado, los últimos de la línea pueden caer presos de las llamas. Así, nuestro sistema de coordinación puede no ser capaz de evitar el daño de todos, entonces se plantea el arduo problema de cómo distribuir el daño inevitable. Por lo que respecta al egoísmo como medio para el bien común, la idea esencial es que la búsqueda del bien común no necesariamente fomenta, y de hecho puede ser desastroso para, el bien común.
Voy a considerar finalmente las dos versiones del egoísmo como ideal práctico, habitualmente denominadas egoísmo racional y egoísmo ético, respectivamente. Frente a la doctrina antes considerada del egoísmo como medio para el bien común, no se basan en premisas fácticas sobre las consecuencias sociales o económicas del fomento de cada cual de su mayor bien. Estas concepciones sostienen, como si fuese evidente de suyo o algo que las personas decidirían con sólo conocerlo, que el fomentar el mayor bien de cada cual siempre concuerda con la razón y la moralidad.
Ambos ideales tienen una versión más fuerte y una más débil. La más fuerte afirma que siempre es racional (prudente, razonable, respaldado por la razón), siempre correcto (moral, elogiable, virtuoso) aspirar al máximo bien de cada cual, y nunca racional, etc., nunca correcto, etc., no hacerlo. La versión más débil afirma que siempre es racional, siempre es correcto hacerlo, pero no necesariamente nunca racional ni correcto no hacerlo.
El egoísmo racional es muy plausible. Tendemos a pensar que cuando hacer algo no parece ir en nuestro interés, el hacerlo exige justificación y demostrar que realmente va en nuestro interés después de que algo proporcione esa justificación. En una célebre observación, el obispo Butler afirmó que «cuando nos sentamos relajados en un buen momento, no podemos justificarnos ésta ni ninguna otra acción hasta estar convencidos de que irá en favor de nuestra felicidad, o al menos no será contrario a ella» (Butler, 1736, sermón 11, párr. 20). Aunque Butler dice «nuestra felicidad» en vez de «nuestro máximo bien», en realidad quiere decir lo mismo, pues cree que nuestra felicidad constituye nuestro máximo bien.
Unida a otra premisa, el egoísmo racional implica el egoísmo ético. Esa otra premisa es el racionalismo ético, la doctrina según la cual para que una exigencia o recomendación moral sea sólida o aceptable, su cumplimiento debe estar de acuerdo con la razón. En las dos frases subrayadas del espléndido siguiente pasaje del Leviathan, Hobbes, sugiere tanto el egoísmo racional como el racionalismo ético:
«El Reino de Dios se alcanza por la violencia, pero ¿qué pasaría si pudiese alcanzarse por la violencia injusta? ¿Iría así contra la razón alcanzarlo cuando no es posible recibir daño por ello? Y si no fuese contra la razón, no será contra la justicia, pues de lo contrario no ha de aprobarse la justicia como buena» (Hobbes, 1651, cap. inicio).
Así pues, si aceptamos la versión débil del racionalismo ético (según la cual las exigencias morales son sólidas y pueden aceptarse si su cumplimiento está de acuerdo con la razón) y también aceptamos la versión débil del egoísmo racional -a saber, que comportarse de determinada manera está de acuerdo con la razón si al comportarse de ese modo el agente aspira a su máximo bien- en congruencia también debemos aceptar la versión débil del egoísmo ético -a saber, que las exigencias morales son sólidas y pueden aceptarse si, al cumplirlas, el agente aspira a su máximo bien.
Y lo mismo puede decirse respecto de las versiones fuertes. Sin embargo, desgraciadamente el egoísmo ético entra en conflicto directo con otra convicción muy plausible, a saber, la de que nuestras exigencias morales deben ser capaces de regular con autoridad los conflictos interpersonales de interés.
Llamemos a esto la doctrina de la «regulación ética de conflictos». Esta doctrina supone un elemento de imparcialidad o universalidad en ética; en otras partes de esta obra se presentan argumentos en su favor, como por ejemplo en el artículo 14, «La ética kantiana», y en el artículo 40, «El prescriptivismo universal». Un ejemplo: ¿puede ser moralmente malo que mate a mi abuelo de forma que éste no pueda cambiar su testamento y desheredarme?
Suponiendo que matarle me interesa pero es perjudicial para mi abuelo, mientras que abstenerme de matarle va en mi perjuicio pero en interés de mi abuelo, por lo que si la regulación ética de conflictos es sólida, puede haber una sólida directriz moral para regular este conflicto (presumiblemente la prohibición de este asesinato).
Pero entonces el egoísmo ético no puede ser sólido, pues impide la regulación fundada en sentido interpersonal de los conflictos interpersonales de interés, pues esta regulación implica que en ocasiones nos es exigible moralmente una conducta contraria a nuestro interés personal, y en ocasiones la conducta de mayor interés para uno no está moralmente vedada. Así pues, el egoísmo ético es incompatible con la regulación ética de conflictos. Sólo permite principios o preceptos con fundamento personal; éstos me pueden exigir que mate a mi abuelo y exigir a mi abuelo que no permita que le maten, o quizás matarme preventivamente en autodefensa, pero no pueden decirnos, «regulativamente», a ambos qué interés debe ceder.
Pero precisamente es esta función regulativa en el ámbito interpersonal la que atribuimos a los principios morales. Así pues, ¿deberíamos aceptar el egoísmo ético y rechazar la regulación ética de conflictos, o bien rechazar el egoísmo ético y por ello rechazar también al menos el racionalismo ético o el egoísmo racional? La mayoría de las personas (incluidos los filósofos) no han tenido dificultad en elegir entre el egoísmo ético y la regulación ética de conflictos, pues de cualquier modo la mayoría ha rechazado el egoísmo ético por otras razones.
De forma similar, pocas personas (filósofos incluidos) han deseado abandonar la regulación ética de conflictos. Sin embargo, como ya señalamos, el mantener la regulación ética de conflictos y rechazar el egoísmo ético supone o bien abandonar el racionalismo ético o el egoísmo racional, y muchos han considerado muy difícil esa elección. Algunos utilitaristas, siguiendo a Henry Sidgwick (véase su obra The Methods of Ethics, 1874, séptima ed., último capítulo) han mantenido la regulación ética de conflictos, el racionalismo ético y el egoísmo racional (pero sólo pueden mantener el egoísmo racional en su versión débil, pues la regulación ética de conflictos y el racionalismo ético unidos son incompatibles con la versión fuerte del egoísmo racional.
Pues estos dos, junto con la versión fuerte del egoísmo racional, implicarían que en ocasiones es contrario a la razón hacer lo que va en interés de uno y también contrario a la razón no hacerlo). En otras palabras, afirman que nunca es contrario a la razón hacer aquello que va en nuestro interés ni contrario a la razón hacer lo moralmente exigible o deseable, y que, cuando ambos principios entran en conflictos, está de acuerdo con la razón seguir cualquiera de ellos. Comprensiblemente, Sidgwick no se sintió muy feliz con esta «bifurcación» de la razón práctica, ni tampoco con la única «solución» que pudo idear: una divinidad que en los casos de conflicto entre lo correcto y lo ventajoso, otorga una recompensa adecuada a lo correcto y castigos a lo provechoso, con lo que es racional que las personas hagan lo que es moralmente correcto antes que lo que si no fuese por las recompensas y los castigos hubiese ido en su mejor interés.
Pero, cuando ambas formas de actuar se suponen igualmente de acuerdo con la razón, ¿por qué semejante divinidad, presumiblemente también un ser racional, habría de otorgar semejantes recompensas exorbitantes a elegir lo moralmente exigible y tan sorprendentes penas a optar por el propio bien?.
Otra posibilidad es mantener la versión fuerte del egoísmo racional pero abandonar el racionalismo ético, desbancando con ello a la razón, la reina de los justificantes, de su antiguo trono. Según esta concepción, el hecho de que hacer lo correcto pueda ser perjudicial para el interés de uno y por ello contrario a la razón, no implica que uno pueda -y menos aún que tenga o deba- hacer lo que va en su interés más que lo moralmente exigible; la conformidad con la razón constituye sólo un tipo de justificación, y las personas «decentes» la ignorarán cuando entra en conflicto con la justificación moral.
Nominalmente esto implicaría al parecer que la elección entre lo racional y lo moral es cuestión de gusto, una elección comparable a la elección entre ser granjero u hombre de negocios, una elección que exclusivamente atañe a quien elige. Pero muchos están convencidos de que es peor ser irracional que tener un gusto personal (quizás idiosincrásico).
Hemos distinguido entre cinco versiones de egoísmo. La versión del sentido común considera un vicio la búsqueda del propio bien más allá de lo moralmente permisible. La segunda, el egoísmo psicológico, es la teoría según la cual, si no en la superficie, al menos en lo más profundo todos somos egoístas en el sentido de que por lo que concierne a nuestra conducta explicable por nuestras creencias y deseos, ésta siempre tiende a lo que consideramos nuestro máximo bien.
La tercera, ilustrada por las ideas de Adam Smith, es la teoría según la cual en determinadas condiciones la promoción del propio bien es el mejor medio de alcanzar la meta legítima de la moralidad, a saber, el bien común. Si no se plantean objeciones morales a la consecución o mantenimiento de estas condiciones, parecería deseable tanto desde el punto de vista moral como desde el punto de vista egoísta procurar o mantener estas condiciones si en ellas podemos alcanzar la meta moral promoviendo a la vez nuestro mayor bien.
La cuarta y quinta versiones, el egoísmo ético y racional, lo presenta como ideales prácticos, a saber, como los ideales de la moralidad y la razón. Respecto de la segunda versión, el egoísmo psicológico, que en razón de su supuesto desenmascaramiento del carácter prosaico de la naturaleza humana ha tenido un considerable atractivo para los desilusionados, estamos convencidos de su carácter insostenible.
Por lo que respecta a la tercera versión, el egoísmo como medio del bien común, consideramos bastante claro que nadie ha encontrado aún las condiciones bajo las cuales un grupo de semejantes egoístas ilimitados alcanzarían el bien común. Sin duda, el candidato más prometedor para estas condiciones, la existencia real -si fuese posible- de un mercado en competencia perfecta como el definido por los economistas neoclásicos, no podría garantizar siquiera el logro de su versión económica del bien común, la eficiencia.
La cuarta versión, el egoísmo ético, no es siquiera plausible inicialmente, porque exige el abandono o bien de la moralidad como regulador de conflictos de interés o de la creencia casi indudablemente verdadera de que estos conflictos son un hecho irrehuible de la vida.
Si bien son falsos el egoísmo ético y el psicológico, no hay buena razón para rechazar nuestra primera versión del egoísmo del sentido común como un fracaso moral generalizado.
Esto sólo deja lugar al egoísmo racional, la teoría normativa del egoísmo mejor atrincherada. Pero en este caso el jurado sigue teniendo diversidad de opiniones.
Enviado por:
Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.
"NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"®
www.monografias.com/usuario/perfiles/ing_lic_yunior_andra_s_castillo_s/monografias
Santiago de los Caballeros,
República Dominicana,
2015.
"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR SIEMPRE"®