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La era de Trujillo

Enviado por Digicentro Famal


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    Uno de los grandes acontecimientos literarios del pasado año 2000 ha sido la publicación de La Fiesta del Chivo(1), la última y esperada obra del gran escritor peruano Mario Vargas Llosa. Dicha novela tiene como trasfondo de su trama los últimos días de la vida del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo Molina, que rigió con mano de hierro los destinos de la República Dominicana durante 31 años, desde el 16 de agosto de 1930 hasta el 30 de mayo de 1961, en que cayó asesinado víctima de una conspiración urdida por la CIA, el Servicio Secreto estadounidense.

    El libro ha sido muy bien acogido por la crítica, pero no todo han sido alabanzas. Así, desde distintos sectores, sobre todo dominicanos, se ha reprochado a Vargas Llosa diferentes aspectos -generalmente históricos- de la novela: principalmente, el que no haya dejado en muy buen lugar a los miembros del comando que asesinó a Trujillo (los llamados Héroes del 30 de Mayo), o que a la hora de documentarse no contara con la opinión de los familiares del dictador que aún viven.

    Aunque formalmente se trate de una ficción basada en hechos reales, por La Fiesta del Chivo desfila un sinfín de personajes, actores principales en la tragicomedia desatada durante la dictadura de Trujillo, la mayoría de ellos con su nombre verdadero pero otros con seudónimos, aunque no resulte tarea muy difícil la de identificarlos. Por ello, en la presentación del libro en el emblemático Hotel Jaragua de Santo Domingo, se adoptaron unas inusitadas medidas de seguridad en previsión de algún posible incidente.

    Siempre se ha dicho -quizá suene a tópico- que el sello postal sea posiblemente el mejor embajador que tenga cualquier país: sus costumbres, paisajes, celebridades, pero también los reyes, presidentes o dictadores que rigieron sus destinos viajan en él, adheridos al frente del sobre de correos, anticipando su procedencia, presentando las credenciales del lugar de donde vienen. Ciertamente, las efigies y retratos de aquéllos constituían los motivos preponderantes de las primeras emisiones postales, cosa normal si tenemos en cuenta que hasta principios del siglo XX no empezaron a aparecer series propiamente temáticas.

    Rodillo y sello conmemorativos

    Sin embargo, a la hora de hablar sobre el personalismo en filatelia, sobre el abuso a la hora de plasmar postalmente la imagen del mandatario de un país, tenemos que detenernos obligadamente en los sellos emitidos por el Correo de la República Dominicana durante el largo período en que gobernaron los Trujillo (fueron poco más de tres décadas que pasaron a la historia con el nombre de La Era de Trujillo). En pocas ocasiones se ha producido, si exceptuamos algún ejemplo como el del régimen del presidente iraquí Sadam Hussein o el período de la Revolución Cultural en la China de Mao, un culto a la personalidad tan desmedido, tan evidente. En el caso de Trujillo, ese culto, esa idolatría, se extendió no sólo a su persona sino también -lo veremos- a toda su familia.

    Rafael Leónidas Trujillo Molina nació el 24 de octubre de 1891 en San Cristóbal(2), una pequeña ciudad del sur de la República Dominicana, muy cerca de su capital, Santo Domingo, en el seno de una familia de la clase media. Fue el tercero de once hermanos, siendo sus padres José Trujillo Valdés y Julia Altagracia Molina Chevalier. Su progenitor, hijo del español José Trujillo Monagas, se dedicaba a los negocios y era conocido por su vida un tanto bohemia. En cuanto a su madre, era la perfecta antítesis del padre. De ella dicen que fue una mujer abnegada y sencilla que volcó toda su existencia al cuidado de sus numerosos hijos, quizá buscando el consuelo ante las continuas infidelidades de que era objeto por parte de su esposo. Sin duda, esta circunstancia influyó en la verdadera adoración que le profesó el dictador durante toda su vida.

    Otra figura importante en la vida de Rafael Leónidas Trujillo fue su abuela materna, Ercina Chevalier. Ella era mulata, de origen haitiano y, por tanto, la responsable inmediata de que por las venas de sus nietos corriese una ligera proporción de sangre africana. Esa herencia obsesionaría al dictador durante toda su vida, tanto en su faceta pública como en la privada (dentro de su pasión enfermiza por el aseo y la limpieza, se dice que empleaba muchas cremas para disimular su tez ligeramente morena; no en vano su hermano Héctor Bienvenido era conocido con el sobrenombre de Negro).

    Tanto José Trujillo Valdez como Julia Altagracia Molina Chevalier fueron filatelizados durante el largo mandato de su hijo. Efectivamente, en 1939 se conmemoró el 4º aniversario de la muerte de José Trujillo con una serie de cinco sellos (Yvert, 320-324) que reproducían su retrato enmarcado por una orla de color negro que simbolizaba el luto nacional. Al año siguiente le tocaría el turno a la madre del dictador, protagonista exclusiva de la emisión titulada Día de las Madres (Yvert, 330-333); no olvidemos que doña Julia, la Excelsa Matrona, también era considerada por el régimen como Primera Madre de la República.

    En aquellos años, la República Dominicana era un país devastado por las continuas rencillas que se sucedían entre los distintos caudillos locales. No corría mejor suerte su economía, sumida en una profunda crisis provocada por muchos años de nefasta gestión que llevaron ineludiblemente a su endeudamiento con varias naciones europeas y americanas. Tales circunstancias determinaron que el Gobierno del presidente Cáceres firmara en 1907 un tratado con los Estados Unidos, de 50 años de duración, por el que este país se encargaría de las finanzas y la administración dominicanas, comprometiéndose en cambio a ajustar las obligaciones financieras externas de la nación caribeña.

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