Calculé que serían las tres de la tarde. Me senté debajo de un sauce, al costado de la ruta; a esa hora estaba desierta. Me puse a ordenar las cosas del bolso: las cañas de pescar, aparejos, tramayos, la caja de lombrices y en el fondo, a medio llenar, la botella de caña dulce, que siempre tengo de reserva por si acaso, por si me agarra la noche en el río.
Al rato, a los lejos, entre una nube de polvo vi un manchón oscuro que se acercaba. Era la Chevrolet negra de Juan Maidana. Me pareció que venía de Buenos Aires. Yo estaba convencido de que no había pasado por el pueblo. Casi seguro, venía a visitar a su hermana, a la que, posiblemente, no veía desde que se había ido; haría cosa de un año, más o menos.
Le hice señas. Frenó la chata y se bajó.
Nos saludamos con un abrazo y nos pusimos a conversar al costado de la camioneta, del lado de la sombra. Charlamos: me pidió noticias, y me contó cómo era su vida en la ciudad.
A pesar de la hora Juan ya traía aliento a caña.
Hablamos de todo un poco, hasta que mencionó a Irene.
Irene Salinas, Juan Maidana y yo habíamos cursado juntos el último año de la primaria. Era la más linda de la escuela. Daba gusto verla con sus bucles negros y largos, con su cara blanca y delgada y esos ojos verdes que uno podía quedarse mirando durante horas. Juan y yo la festejábamos. Aunque festejar es mucho decir para la edad que teníamos. Nos desvivíamos por ella, la halagábamos, le decíamos piropos inocentes, le escribíamos cartitas y cosas así. Irene se reía de nuestras atenciones y nos rechazaba a los dos. Sin embargo, a los pocos años se casó con Juan. Fue por aquel entonces, cuando lo intereses de los créditos y los arriendos se fueron por las nubes, que Juan empezó a tomar. Ginebra tomaba, y mucha. La bebida se le subía a la cabeza y se le calentaba el pico. Y ahí le gritaba sus celos y le pegaba. Le pegaba con saña. Hasta que un buen día Irene se le fue.
Me preguntó si en el pueblo no habían sabido nada de ella.
Le dije que no.
El, con un gesto de rabia, escupió contra el piso.
Lo palmeé en el hombro y le hablé de ir a pescar, como cuando éramos chicos. Negó con la cabeza. Yo le insistí hasta que al final accedió.
Subimos a la Chevrolet y enfilamos para el Miriñay.
Manejaba con el ceño fruncido, callado, como masticando rencores viejos. La camioneta hizo unos kilómetros sobre la ruta solitaria. El polvo, blanco por la seca, silbaba a los costados.
— ¿Seguís con los Marticorena?
No, ya no—le contesté.
Al terminar la escuela, había trabajado durante varias temporadas en las arroceras de los Marticorena. Hasta que me cansé y me fui. Cerca de un año hará que comencé a vivir de lo que más me gusta: de la caza y de la pesca. Levanté un ranchito en un lugar escondido sobre la costa del Miriñay. Allí mismo cazo algunos carpinchos y yacarés. Cada tanto vienen unos tipos de Buenos Aires a comprarme los cueros.
Y todos los días pesco, y a la tarde, en el cruce, cuelgo en un palo los dorados, los surubíes y las bogas. Raro el día que no venda todo.
Después de pasar la curva grande, ya estábamos cerca del Miriñay.
Juan sacudió la cabeza.
— ¿Te parece?—dudó. — ¿Ir a pescar con este tiempo?
—Claro que sí, —le contesté—. Está medio encapotado. Pero, para que se largue, falta mucho todavía.
Lo terminé de convencer con la botella de caña. Del bolso saqué la Mariposa.
Juan se pasó la lengua por los labios partidos. La destapé y se la di. Siguió manejando con una sola mano, espiando la ruta de reojo; empinaba la botella.
Le vi subir y bajar la nuez con cada trago apurado.
—No te engolosinés, che —le dije—. Y agarrá el próximo desvío.
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