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En la costa del Miriñay (página 2)

Enviado por José Carlos Celaya


Partes: 1, 2

Cuando dejó de tomar, la camioneta hizo dos eses sobre la ruta.

Dejamos atrás el ripio. Íbamos para el lado de las cuevas.

Claro que él no sabía que íbamos para las cuevas. Creo que sólo yo las conozco. Las descubrí por casualidad, caminando por la orilla del río. Quedan cerca de donde el Miriñay se junta con el Ayuí. Es un buen lugar de pesca y empecé a ir seguido. Nunca vi a nadie, ni tampoco señales de que alguien fuera por allí, salvo yo mismo. La mayor parte del año están escondidas por los juncos y las totoras; y si no, las tapa la crecida.

La voz de Juan me sacó de mis pensamientos:

—Tomo y tomo— dijo. Le noté la lengua pesada—. Tomo y tomo y no puedo olvidarla.

Al principio no le entendí de las palabras.

—Se me aparece siempre en sueños— siguió —, desnuda, con ese pelo negro cayéndole sobre los pechos redondos.

Lo miré de reojo.

—No hay caso— dijo, y eructó. —No puedo olvidarme de ella. ¡Qué hembra en la cama! De sólo acordarme, ya me arde la sangre.

A mí también me ardía la sangre.

Las ruedas de la camioneta mordían la tierra reseca. Detrás, imaginé que cantaban los mirlos y los benteveos pidiendo agua.

Algo caliente me quemaba la cara. Quise pensar que era el viento.

* * *

Juan estacionó la Chevrolet al costado del camino, en un claro, a la sombra de un eucalipto viejo.

Me pidió darle otro beso a la botella de Mariposa. Le di el gusto.

Agarré mi bolso, y bajamos por una picada, sobre el costado de la barranca.

Las aguas marrones del Miriñay corrían calmas, brillantes, con un susurro maligno. Arriba sólo se veían nubes gordas y grises. El monte tenía un verdor húmedo que casi lastimaba la vista. Lo rasgó una pareja de teros que pasó gritando a ras del agua.

Apronté la carnada. Él le pegó unos tragos más a la Mariposa. La superficie del río me pareció turbia, como si la tormenta viniera del fondo mismo y no del cielo.

Siguió ensuciando a Irene.

— ¡Esa puta de mierda!— dijo y arrojó la botella vacía contra una piedra grande. Saltaron añicos de vidrio.

Cuando quiso cebar el anzuelo el temblor de las manos no lo dejó.

—Mejor pescá vos— dijo. Y dejó la caña tirada sobre la arena. Se recostó debajo de un espinillo grande.

Junté unas ramas y encendí un fuego, acomodé las cañas, y apronté el tramayo chico. Hasta que escuché sus ronquidos. Me acerqué.

Le vi la boca entreabierta, un hilo de baba pegado en la barba mal afeitada. Los párpados entreabiertos mostraban el blanco del ojo. El pecho subiendo y bajando como a borbotones desparejos. Lo imaginé desnudo y echado sobre Irene, resoplando.

Agarré la misma piedra en que Juan había roto la botella; la levanté estirando los brazos, y le aplasté la cabeza. Crujió el cráneo como un huevo de avestruz cuando se parte, como ramas secas. La sangre me salpicó. Me miré las manos manchadas de rojo y unos grumos grises que se mezclaban.

Me arrodillé a vomitar. Cuando ya no había nada en mi estómago me arrastré hasta la orilla, hundí la cabeza y la sacudí bajo el agua.

Después me quedé un rato sentado sobre la arena, jadeando. Me silbaban los oídos.

Juan Maidana ya no era nadie.

Respiré hondo. Tropecé al ponerme de pie.

Lo agarré por los sobacos; al moverlo me pareció de plomo. Con dificultad lo arrastré hasta el fondo de una de las cuevas. Para la noche, cuando el río creciera, lo devorarían las palometas.

Me subí a la Chevrolet y rumbeé para el puente roto. De tan nervioso que estaba me temblaban las manos, las piernas, todo el cuerpo. Cuando llegué pisé el freno y me quedé unos instantes con la frente apoyada sobre los brazos, encima del volante. Después de un rato levanté la cabeza y como despertándome de un sueño, miré extrañado la costa y el cielo lleno de nubes. Abajo se escuchaba correr el río. Puse el cambio en punto muerto y me bajé.

Empujé despacio la camioneta hasta que las ruedas delanteras se separaron de la madera y quedaron colgadas en el aire. Junté fuerzas y le di el último empujón. Con un chapoteo inmenso la Chevrolet cayó de trompa en el agua. Me quedé mirando como se hundía.

El agua marrón del Miriñay burbujeó un poco y volvió a estar tranquila.

De camino para el rancho apuré el paso. Sobre el lado del Ayuí se veían los primeros relámpagos. La tormenta se olía en el aire, como tierra mojada, como electricidad.

Llegué con las primeras gotas.

Irene me esperaba con mates.

 

 

Autor:

José Carlos Celaya

Partes: 1, 2
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