-Por la mañana sólo deseo fruta, al mediodía una sopa y por la noche, pescado frito -le respondió Porfirio, sin desatender lo que hacía.
-Me parece muy bien lo de la sopa al mediodía y el pescado frito por la noche. A mi también se me antojan ambas cosas, sólo que, como me gusta complacerte, no te las quise sugerir -observó Elvira.
Una hora más tarde, con la claridad del día y el bullicio de la calle, despertaron los niños y todos desayunaron juntos. Una que otra broma de Porfirio sobre la forma en que comían los niños y la inevitable y característica risa de Elvira, hicieron que el rato fuera ameno.
Poco después, Porfirio se despidió con besos de su mujer y de sus hijos; Elvira se dispuso a continuar con sus labores hogareñas y los niños salieron al solar vacío, que estaba a un lado de la casa, a iniciar sus interminables juegos, que sólo finalizarían después que su madre los llamara varias veces, a la hora de comer, al mediodía.
La mañana resultó agotadora para Porfirio. Muchos pedidos se hicieron, a su oficina, y todos, curiosamente, como cómplices enlazados, con el colofón resaltado de ¡urgente! El teléfono no dejó de sonar y las dos secretarias se pasaron las horas tomando notas que luego pasaban a Porfirio.
Eran tantas, que él no sabía a cuál debía atender primero, aunque de manera instintiva las fue acomodando en un orden que daba preferencia a los amigos y clientes habituales, dejando al final las peticiones de los clientes esporádicos y los desconocidos.
La magnitud del trabajo no permitió que él ni las secretarias pudieran hacer el receso habitual para ir a sus casas a comer. El recuerdo de la sopa encargada a su mujer no tuvo ocasión de aflorar en su memoria. No recordó la sopa ni ninguna otra comida. El tanto trabajo no le permitió sentir la sensación de hambre, aunque en varias ocasiones tomó agua fresca para mitigar la sed. No obstante, en un momento oportuno solicitó por teléfono una pizza y refrescos paras las secretarias y el mensajero.
Eran casi las seis de la tarde cuando Porfirio ordenó a su gente que suspendieran las labores.
-Mañana será otro día. Váyanse ahora a descansar. Después de todo no hay que olvidar que los excesos son malos.
-¡Qué buen jefe es Porfirio!, y qué comprensivo -comentaban los empleados al salir y buscar la forma de llegar a sus hogares cuanto antes.
Iban a dar las siete cuando Porfirio llegó a su casa. Todavía el sol brillaba, aunque tenuemente. Fue inevitable darle explicaciones a Elvira por no haber ido a comer al mediodía y llegar una hora más tarde de lo acostumbrado.
En cuanto a ella, Porfirio no sabía si darle más importancia a la preocupación que le causó su ausencia o a su fastidio por haberle preparado la sopa; misma que tendría que tirar, si él persistía en su interés por cenar pescado frito, ya que a ninguno en la casa le gustaba comer, recalentada, la comida que había sobrado el día anterior.
Para salir del apuro, a Porfirio no le quedó más remedio que valerse de algunas tácticas afectivas. Dando un giro total a la conversación comenzó a estimular el ego natural de su mujer, diciéndole que a pesar del cansancio se sentía muy bien porque ella lo había esperado reluciente, como un astro que no necesita del sol.
Destacaba el cuidado de su pelo, el brillo de sus ojos, la sensualidad de sus labios, el embrujo de su sonrisa. Le habló de las curvas infinitas de su cuerpo, que dibujaban una femineidad perfecta y hacían inimaginable el antecedente de sus cuatro embarazos, y la magia loca con que lo envolvía a la hora de hacer el amor, hasta llevarlo a una serie de suspiros y espasmos y luego un sueño profundo que no perturbaba ningún ruido.
-Eres un loquito -le dijo ella, olvidando su larga permanencia en la oficina.
-De eso, la culpa la tienes sólo tú -murmuró Porfirio, satisfecho por el resultado obtenido.
Eran las once de la noche. Elvira y Porfirio, fatigados del amor se murmuraron las buenas noches sin entreabrir los ojos. Los envolvía un sudor entremezclado con el olor de los dos.
El silencio parecía un cómplice que favorecía y profundizaba su sueño. Y ellos, con los músculos sueltos y las extremidades estiradas sin ningún orden.
Una silueta silente se acercó a la cama. Les iluminó los rostros con un foco de mano potente, enceguecedor.
-Ninguno se mueva, si quieren seguir viviendo. Esto es un atraco.
Porfirio procuró protegerse las pupilas de la hiriente luz, cubriéndose los ojos con una mano.
Con más conciencia de la realidad, Elvira no se movía. Apenas respiraba sin esfuerzo, en un movimiento imperceptible, de supervivencia.
-Lo siento. ¿Qué dice usted? -preguntó Porfirio, adormilado.
-Esto es un asalto. ¿Dónde tienen el dinero -preguntó una voz que a Porfirio le pareció que surgía del centro mismo de la luz.
-¿Atraco? ¿Dinero? Está loco, ahora verá.
Se impulsó con agilidad; pero volvió a caer sobre la cama y ahora, cuando respiraba, penosamente, el aire se le escapaba por dos grandes heridas en el pecho de las que manaba sangre espumosa y caliente, abundantemente.
Elvira siguió inmóvil. Entretanto, Porfirio encogió el cuerpo sobre sí mismo, en una agonía fetal.
-Les dije que se estuvieran quietos si querían seguir viviendo. Pero tú no hiciste caso. Ahora tendrás que estar quieto hasta que acabes de morirte.
-Y tú -rugió la misma voz, refiriéndose a Elvira-, un sólo movimiento en falso y te vas a hacerle compañía al mismo infierno. Ahora dime, ¿dónde está el dinero?
-Aquí no hay dinero, señor. Lo del negocio siempre se lleva al banco y por la mañana se saca lo de la caja chica..
La sacó de la cama sin que ella supiera cómo y la arrastró, jalándola por el pelo, hasta la sala. Elvira sintió la alfombra fría, al recostar la espalda en ella, después de que, con dos o tres tirones, la despojaron de toda la ropa.
-Entonces, tendrás que pagar con tu cuerpo -observó la voz.
Elvira no supo nada más hasta que despertó unas horas más tarde. Pero al levantarse, por entre las piernas le escurrió un líquido blanquecino, espeso y oloroso. Sin limpiarse corrió a su cuarto y allí encontró a Porfirio descolorido, con los estertores de la muerte.
Durante el mortuorio, a Elvira le faltaron lágrimas y voz para llorar la muerte de su marido. Junto a sus hijos se aferró a la caja, a la hora que llegó el carro fúnebre, mientras suplicaba, ya ronca:
-¡Ay no se lo lleven, no se lo lleven!
La casa se mantuvo llena de gente durante los treinta días de luto de rigor. Nadie osó siquiera, durante ese tiempo, preguntar por la ubicación del aparato de música o del televisor. Nadie preguntó a Elvira sobre la forma en que acontecieron los hechos trágicos. Al parecer, todos respetaban su pena, su angustia, su deseo reprimido de venganza, su derecho a olvidar los malos momentos aquellos.
Algunos sospechaban que debió haber habido algo de lucha, de forcejeo, al menos; otros imaginaban que les robaron todo y se preguntaban si, entonces, había valido la pena resistirse y haber provocado las dos puñaladas en el pecho que arrancaron la vida a Porfirio.
Pero todos callaban, sorbían hacia sus adentros las muchas dudas y decidían esperar pacientemente a que todo se supiera.
– Tarde o temprano se sabrá todo -se decían.
Diez días después de cumplido el mes de la tragedia, una mañana, Elvira sintió náuseas al levantarse y más tarde vomitó el desayuno. Hasta entonces no había deparado en que llevaba veinte días de retraso. Su menstruación era precisa, no se adelantaba ni se retrasaba. De modo que la causa del retraso no podía ser otra, sino un embarazo. En ese momento recordó la noche de la tragedia. Imaginó lo que sucedió mientras estuvo desmayada y que antes, por temor o por rabia, no había considerado siquiera como posibilidad.
– ¡Desgraciado! -balbuceó, al pensar en el asaltante. Alguien a quien ni siquiera pudo verle la cara. Recordaba claramente su voz. Aquella voz enérgica que se limitó a dar órdenes, después que anunció que aquello era un asalto. Se tocó el vientre, incrédula, y le pareció sentir un espasmo. Entonces comprendió que su vida ya nunca volvería a ser la misma. Luego empezó a sollozar mientras se alisaba el pelo con las manos.
Una duda repentina acaparó su atención. Dejó de llorar. Se quedó quieta. Tenía que esperar. Esperar muchos meses para saber si ese niño que llevaba en el vientre era hijo de su marido, si era hijo del asesino, o, si acaso, era hijo de los dos.
Domingo Peña Nina
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