Lo que le sucedió a Elvira la noche del 13 de Julio es algo que no podrá olvidar nunca. Inicialmente ella hizo esfuerzos por olvidarlo; pero, al ver la imposibilidad de conseguir ese objetivo, terminó asimilando los hechos y aceptándolos como parte de sus recuerdos.
No le fue tan fácil y requirió de un buen tiempo para conseguir atenuar el recuerdo, y fueron muchos sus días de angustia y las lágrimas que derramó. Pero, a fin de cuentas, el paso del tiempo fue borrando huellas y aplanando rugosidades hasta que las cosas, que fueron tan impactantes en su momento, terminaron convirtiéndose en otros recuerdos más. Recuerdos tristes, eso sí; pero, al fin y al cabo, recuerdos.
Y tenía que ser así, si quería seguir viviendo con normalidad y enfrentando los problemas y desafíos que, inevitablemente, le seguiría trayendo la vida, a ella, una mujer joven y agraciada, con inteligencia y atributos físicos; pero dotada de una carga de la que no podía ni quería deshacerse: cuatro hijos varones.
Hay quien pueda pensar que cuatro hijos varones no son ninguna carga. Y yo estoy de acuerdo, siempre y cuando se trate de hijos grandes, ya jóvenes o, bien, hombres. Pero en el caso de Elvira no era así. Se trataba de cuatro hijos pequeños, unos verdaderos niños. El mayor sólo tenía nueve años y el menor tres. En la escala descendente uno a otro se llevaba exactamente dos años.
De modo que, para el día de los acontecimientos a los que voy a referirme, sólo iban a la escuela el de nueve y el de siete. El de cinco años tenía que esperar seis meses a que comenzara el nuevo año escolar para iniciarse como estudiante.
Así que, quiérase o no, cuando se piensa en el esfuerzo que requiere hacer de cuatro niños, cuatro hombres de bien, termina uno admitiendo que eso es una carga pesada. A lo mejor una carga que resulta agradable llevar; pero no por ello deja de ser carga.
El día empezó, si se quiere, como otro día más del mes de Julio: caluroso y nublado. Se sentía en el ambiente una especie de vapor desde antes del amanecer, que hacía que la gente se empapara de un sudor espeso y pegajoso. No bien eran las seis de la mañana cuando Elvira y Porfirio, su marido, se tiraron de la cama para abrir las ventanas de la casa, a fin de que entraran corrientes nuevas de aire y se llevaran al aire enclaustrado en la habitación de ellos y en la de sus cuatro hijos, y en toda la casa cerrada.
-Me siento mejor así -le dijo Elvira, al sentir que una corriente de aire fresco le acariciaba la cara.
-También yo -le respondió él, mientras comenzaba a afeitarse.
-¿Qué quieres que te haga de comer hoy? -preguntó Elvira, sin dejar de peinarse.
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