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Cinco panes de cebada

Enviado por Candi


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         Lucía Baquedano da voz a Muriel, joven maestra recién recibida que protagoniza Cinco panes de cebada, novela realista en la que se narran sus primeras experiencias en la docencia.

         Muriel ostenta su formación académica y destacadas calificaciones, sin embargo se encuentra desorientada al llegar a Beirechea, pasaje rural al que, para su desconcierto, es enviada. Muriel tenía otras expectativas. Guarda un ideal que la protege, con el cual las "muestras" de la realidad resultan "falladas". En el primer y desafortunado encuentro con los adultos pueblerinos en el colectivo se apura a decidir:

    "lo primero que tendré que hacer es enseñar educación a los niños, porque es evidente que no la recibirán de sus padres… (…) incapaces de sentir compasión para ceder su sitio a una chica mareada…". [1]

         Sus habitantes le inspiran desconfianza: "Voy de la casa a la escuela o a cualquier parte, y no veo a un ser humano"[2]. Esto recuerda a Paulo Freire y su insistencia en el aprender a escuchar y respetar al otro:

    "¿Cómo puedo comprender a los alumnos de la villa si estoy convencido de que son sucios, que tienen mal olor? ¿Si soy incapaz de comprender que están sucios porque no tienen agua para bañarse?"[3]

         Pero ésto sucede más tarde, cuando Muriel conoce a sus alumnos y comienza a adoptar la errancia como único rol posible. Me remito al concepto de Silvia Duschatzky, la errancia como modo de operar frente a lo real, desprendiéndose de percepciones anquilosas y persistentes idealizaciones.

         Ello no quiere decir que su práctica educativa no involucre sueños, valores, proyectos, utopías. En palabras de Freire, ésta, la dimensión política, es inherente a la docencia.

    Por el contrario, como parte de un despertar personal y espiritual de la maestra, la direccionalidad de la educación se reafirma:

    "Quiero que mis chicos puedan estudiar y tener cultura. Sólo así sabrán elegir su destino. Unos se irán, lo sé, y otros se quedarán. Seguirán en la agricultura, cultivando campos, cuidando ganados, pero serán más felices de lo que son ahora, porque, al haberlo elegido, amarán su trabajo, porque habrán tenido dos opciones y se habrán quedado con la que más les atraía, ¿comprendes? Y yo tengo la esperanza de que puedo aportar algo de mí para que esto ocurra"[4]

         Pero desde la errancia reconocemos a Muriel, desde ahora, como una cazadora de signos, otra de las categorías de Duschatzky que nos permiten acercarnos a la tarea educativa. No se trata de aferrarse a la utopía, se trata de buscar las ocasiones y en ellas desplegar potencias. No se trata de aplicar verdades pedagógicas que proyectan a futuro, en niños cuya realidad se limita en un día a día en el que no ven que "para ordeñar las vacas sea necesario saber eso de los sujetos y predicados"[5]. Se trata de buscar que es lo que les interesa a los chicos, improvisar estrategias, desde la sensibilidad sutil.

         Cuando Muriel comienza a plantearse en esos términos su labor, se le ocurre crear una biblioteca. Paulo Freire y Silvia Duschatzky resuenan en su proyecto. Crear una biblioteca supone el intento de acercar a los chicos a la academia, pues obviarla en Freire y en Muriel es considerado un error. El pedagogo brasilero se anima, incluso, de tildarlo de traición al pueblo.

     El esfuerzo de la docente por equipar la humilde institución con diferentes ejemplares de literatura, su búsqueda exhaustiva, denota la importancia que ha puesto sobre este punto.  Sin embargo, lo hace apelando al interés personal de los chicos, no como una imposición. Esto significa salirse de sí, característica de la errancia. En términos freireanos posicionarse como colaborador de un conocimiento en donde el educando es sujeto de su propia formación, en vez de ocupar el rol de mero transmisor de saberes.

         No es en vano citar a un pedagogo posmoderno. Ignacio Lewkowikz retrata condiciones propias de su época que sin embargo hacen eco en Cinco panes de cebada por la situación de precariedad y fragilidad en la que la maestra intenta definir su rol.

    En la escuela galpón (forma de nombrar a una institución que en crisis pierde efectividad), el maestro no tiene autoridad arraigada más que en un régimen de confianza. La confianza que se genera "en el sostén que ofrecen los proyectos"[6]. Con padres que no reconocen en valor de la escuela y autoridades que no toman medidas sólidas y concretas, el camino queda libre para que Muriel pueda enseñar una vez que se haya ganado a los chicos.

         La llegada de los libros al aula se transforma en situación educativa. Muriel, sin haber leído a Freire, conoce el papel que desempeña la curiosidad y realiza un ingenioso experimento: contarle a los chicos tan solo el principio de los cuentos, negándose a continuar con las historia para incitarlos a que sean ellos mismos quienes averigüen los finales. Resulta un éxito: los niños pelean por llevarse los libros a sus casas.

         A esta operación le siguen otras. Muriel decide hacerse cargo de la pintura de la escuela que sufre un considerable deterioro.

    "¿Cómo puede la profesora, por más diligente que sea, por más disciplinada y cuidadosa que sea, pedir a los alumnos que no ensucien la sala, que no rompan las sillas, que no escriban los pupitres, cuando el propio gobierno que debería dar el ejemplo no respeta mínimamente esos espacios? (…) Hay una relación indudable entre las condiciones materiales y nuestras condiciones mentales, espirituales, éticas, etc."[7]

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