Somos parte del mundo, y éste no está hecho a nuestra medida, sino nosotros a la de él. No podemos afirmar como principio que el mundo nos pertenezca.
Decir: "El mundo es de todos", o de alguien, no sería correcto. Como cualquiera de los seres que la componen, somos resultas de la Naturaleza, que además es nuestra nodriza; no podemos confundir lo que somos y ella. Cada cual es como un pequeño cosmos dentro de ese Cosmos que nos mantiene en vida y nos nutre.
Es extraordinario, que nos sirvamos del mundo de manera autónoma y que medremos en él con independencia. Como ser vivo, el hombre ha de apropiarse de los elementos que necesita para subsistir; de tal manera se hace propietario de lo que, para su beneficio coge al mundo, y que irá devolviéndole de una forma u otra hasta su definitiva entrega con la muerte. Así, lo apropiado y su organismo entero no son más que un préstamo. Esta "depredación" por nuestra parte, puede que sea acorde con la Naturaleza o se oponga a sus leyes… Y tanto es violentar sus designios, como forzar a los semejantes en beneficio propio o la destrucción mutua.
Pero ocurre, que en uso de esa autonomía y con la particular idiosincrasia de cada uno, el individuo estimará necesario que esa apropiación "depredada" no sea azarosa, procurándose en consecuencia un ámbito vital propio y seguro. Naturalmente y en principio, él será destinatario primero, también los suyos, la tribu… y en escasa medida los extraños o aquellos que ni conoce.
Todos nacemos iguales, nos decimos, pero más nos parece una aspiración que un hecho. Nada más acertado y desacertado a la vez. Nacemos iguales en cuanto que partícipes de una misma esencia, la de nuestra especie. Nadie dirá, que seamos iguales a un árbol o a una cobaya. Ni siquiera a los animales que nos son más próximos, pese a compartir con ellos origen y ascendientes y a no diferenciamos de algunos sino en un porcentaje muy pequeño de los genes.
El desacierto proviene, no obstante, de que aun desde la cuna somos individuos particulares y no "clones"; y nadie es más ni es menos que otro por eso pese a ser distinto, sino único. Como sea que la persona es irrepetible, también lo será en sus aspiraciones, sus querencias y deseos, por no decir en sus capacidades. Uniformar a todos por la igualdad en sentido estricto, sería como negar esa esencia que nos confiere autonomía, libertad, y libre albedrío. No es nada nuevo.
Resulta pues, que llamarnos iguales así como así no es sino un convencionalismo, y no entenderlo de esa manera sería una confusión pretenciosa. En tales términos, su fundamento es poco más que la común pertenencia a la especie y la afinidad gregaria. Tal visión no quita para que la prioridad del individuo siga siendo su propia supervivencia, y por extensión la de sus próximos. Es, paradójicamente, cuando, por su natural inclinación, el humano se asocia con los semejantes, cuando surgen los conflictos. ¿Cómo salvaguardar sus intereses, inmerso en la comunidad que se los diluye y fiscaliza? Él, que buscaba seguridad y colaboración junto a los otros, se encuentra con que sus afanes, sus iniciativas o sus particulares querencias, le quedan coartadas, y que sólo le serán válidas si coinciden con las de sus socios, aquellos con los que ha de trasvasarse y siempre le pedirán cuentas.
El hecho es, que el bien común no colma a todos de igual forma y es seguro que nunca bastará al individuo, que en definitiva persigue su propio bien, el que él elige. El intocable Estado, como elevación de la sociedad sobre el individuo, habrá de regirse necesariamente por el principio de igualdad para ser justo. Damos por supuesto, que
sea, igualdad ante la ley. Pero qué ley. ¿La promulgada por quien ostenta el poder en ese momento, o la que querrían los ciudadanos? No es evidente.
Tarea difícil la de la democracia, que no por sustentarse en la mayoría se conduzca siempre por el mejor camino. Y como dice el refrán: Más sabe el tonto en su casa que el listo en la ajena. Aunque sean muchos. "Lo peor de la democracia es, que se nutre por igual de sabios y necios".
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