Un sueño de Holbein
Un día decidió convertirse en arena de reloj. Y no fue ni por asomo un capricho sin fundamento, ni una idea peregrina sujeta a un loco deseo que surgió al acaso en su interior. Fue la definitiva consecuencia de ser levantado con sus circunstancias por una corriente que lo llevó por el aire sin defensa y sin asidero alguno, como los granos de arena que vuelan a merced del viento, hasta arrojarlos contra un muro distante donde estaba su rostro grabado cientos de veces como resultado de los choques y el dolor de tantos semejantes vuelos y golpes que los fueron dibujando con relieves en la piedra. En la base de la enorme pared estaban los residuos de su vida entera, después de los choques, hechos polvo y arenilla.
Y lo vio todo con la mayor claridad imaginable. Allí se reflejaba su roto destino, materializado en la piedra erosionada, esculpido con violencia por los roces y golpes de su espíritu y sus huesos contra el duro paredón. Y lo entendió como una señal inequívoca para reafirmar en toda su masa aquella sed de libertad que había echado raíces en su mente, en su emoción y en su sangre. No podía permitir ser destruido ni una vez más. Después de haber sido vida y lucha y espanto, y de ver tantas ruinas y miserias al estar asentado a un lado del camino por donde el Hombre transitaba con sus innumerables locuras, sin ver consecuencias, en cualquier dirección que mirase, y ya de regreso y avergonzado de casi todo por haber pertenecido a esa misma corriente, es verdad que sólo después de saberse sometido a tantos golpes y desarraigos para levantar vuelo, quiso ser insignificante y borrada arena de reloj, para así apartarse del trajinar embrutecedor en que había vivido.
Y contrario a lo que se pueda creer, sujeto a su propia posibilidad de peregrinar y hacer realidad un sueño, y a su más que demostrada capacidad de renuncia, no le resultó tan difícil conseguir la vía de otro destino donde convertirse en arena de reloj. Y en un instante, pudiendo evadir la fuerza de la corriente del último viento altero que se presentó, entró en otra directriz, mucho más suave esta vez, que alterando su recorrido y doblando un recodo que antes no pudo alcanzar, lo dirigió simplemente a emprender otro camino. Después comprendió que no era necesario conocer esa ruta de antemano, ya que pudo decir que apareció y se desenmarañó sola a medida que se desarraigó y se liberó de los lazos y nudos del mundo. La ruta estaba marcada, simplemente se clarificó cuando la buscó con decisión y entereza.
De esa manera aprendió que si te han dado muchos y brutales ramalazos, y si has sabido aguantar, y si eres capaz de percibirlo y almacenarlo como una majestuosa serenidad, la vida te abre esa nueva senda y te guía sin tropiezos hasta la propia entrada de los receptáculos globulares de vidrio del paciente reloj de la paz que has soñado. Y ahí fue a parar, al umbral donde se resguarda y refugia la arena sin conocer nunca más de los embates procelosos del viento y de los choques contra los muros y cualesquiera otros obstáculos. Y ahí quería estar él. Estar y permanecer, sin que nadie lo supiese, formando parte de las entrañas del tiempo apacible, entre la corriente y el aglomerado de piedrecillas del reloj de arena que se resisten a volar de nuevo.
Y esa transformación le fue sencilla. Aunque existía un rigor previo e ineludible de maltratos y enojos, ya él contaba con una larga experiencia en lo requerido para establecerse. Primero tuvo que haber sido piedra acumulada en el fondo de un mortero gigantesco; después, haber sufrido los embates de un tremendo mazo cayendo del vacío, dando golpes y más golpes; y rupturas, muchas rupturas; y luego quedar deshecho en saltos de pedazos cada vez más pequeños que saliesen disparados y chocasen con las paredes indestructibles del recipiente para al final quedar acopiados dentro del mismo. Y luego, mucho más que empequeñecido y casi llegando a ser pulverizado, muchos golpes más, y presiones, muchas presiones giratorias, aplastantes, hasta terminar siendo un puñado de granos de fina arena de reloj. Nada más simple. Bastaba con vivir. Y hacer conciencia. Y todo eso le era más que conocido. Estaba moldeado para ser arena de reloj. Y allí se quedaría.
Y en el sitio donde solía estar antes de ser arena, donde tomó las decisiones, a un lado de la vereda, sentado en el suelo, de piedra bruta que fue, se cansó de ver pasar al hombre en desfiles y parafernalias de la mayor locura conocida, con sus bombas y cohetes, con sus bárbaras ideas de exterminio, con las centrales nucleares diseminando su veneno por todas partes y hasta llegando a adulterar los componentes más íntimos de la materia en una carrera ciega hacia la destrucción.
Y a él, obstinado de tanta miseria y estupidez, que ya no quería luchar, y ni tan siquiera admitir ni aceptar por más que lo llamasen y le predicaran de las bondades de todos los sistemas, pero que ni remotamente quería ser desmembrado en su conciencia como un tonto, no le quedaba otra salida que no fuese irse retirando de ese primer camino que nunca podría transitar de nuevo, para alejarse sin freno hasta llegar a ser irreconocible en la distancia y el absurdo de formar parte de una pila de arena que apenas sobresale en la distancia. Y así, desde lejos, entre la acumulación, apenas poder percibir ese mundo estúpido que abandonaba. Ahora podía verlos como irracionales y ciegos y petulantes.
Y de ese no pertenecer aislado y de silente protesta, donde por suerte fue olvidado, sin recibir molestias llamadas, porque al final, como era de esperar, fue considerado un triste loco que no se avenía a la reglas que de todas las maneras imaginables le querían imponer, pero sabiendo igualmente que también lo consideraban disminuido por la distancia que imponía entre ellos, fue que emergió en su pensamiento la decisión de convertirse a como diera lugar en arena de reloj.
Más tarde, aferrado a la idea de esa extraordinaria metamorfosis, y apartado de todo, quedó protegido en el espacio intocable que brinda el caer en la tierra del olvido, al ser como lo dicho, alguien que no tiene importancia alguna, una nada, una parte inapreciable dentro de miles de millones de partes que no requiere ser tomada en cuenta para otra cosa que no fuese un simple desprecio. Sobraba en todas partes. Y esa expulsión de todos los ambientes le resultó maravillosa.
Y allí, cuando se convenció de que ya no podían volver a herirle porque no pertenecía a ningún grupo ni alimentaba como un tonto las llamaradas con las que solían engañar y quemar al mundo entero, quiso seguir sin siquiera asomarse, y permanecer en su anonimato anodino, ocultándose cada vez más, y ya no participó ni se interesó en ninguna estúpida carrera. Ni derechas ni izquierdas, ni arriba ni abajo, ni Norte ni Sur. Tan sólo grano de arena. Ni siquiera se manifestó en lo exiguo que pudiese llegar a representar la opinión de un pobre tipo como él, que después de tantas idioteces cometidas ahora tan sólo quería ser ese grano de arena fina para vivir en un tipo de reloj que pocos recuerdan y del cual se olvidan todas las horas, sin ruidos de tic-tac, sin cuerdas, sin ruedecillas, sin complicación alguna. Grano sin importancia que en realidad casi siempre lo fue, lo único que de carne y hueso y dolor.
Y retirándose por lugares remotos, separándose de todos más y más, casi invisible por esa pequeñez que bajo cualquier mirada le infundía la enorme jornada recorrida que abría cada vez más distancias, tuvo todas las oportunidades de meditar como nunca antes sobre el tiempo y los engaños, y las tontas y las falsas responsabilidades que imponían los esclavizantes relojes, las memorias y la arena. Echó por la borda los ismos y disparates que anteriormente lo habían idiotizado y subyugado y renunció a todo, a todo, menos a su libertad y derecho de proteger y mantener la posición que había elegido. Cuando lo consiguiese, estaba convencido que no podría ser removido de la arena para ser lanzado de nuevo al ruedo de las estupideces. Y buscó entonces con serenidad, pero con más fervor, cómo penetrar y mantenerse en los soñados bulbos de vidrio de un buen reloj de largo disgregar.
Soñaba con cobijarse en él y ver el mundo a través de un cristal que parece cárcel y opresión pero que después reconoció como un generador del silencio y de la armonía de un digno reposo y un suave transitar. Se imaginaba que era el sitio ideal donde se engendraba la creación y se alcanzaba el sitial de aquello que se había deseado e imaginado antes de emprender el primer derrotero, dentro de las magias y realidades de una verdadera vida, desde el primer segundo del primer latido.
Y aprendió que ese deslizar de arena en paz de eternidad es la gracia del tiempo simple que para un mismo reloj, con una misma arena, pasando de un bulbo al otro desde el instante de perder la horizontal, no conoce la alteración ni el salto como referencia de movimiento ni excepción del mismo tiempo. Aprendió que en un reloj de arena el concepto del ritmo entre la incesante cascada de piedrecillas será por siempre inmutable, sin importar los años ni los siglos que lo hayan cubierto externamente de polvo y de eternidades. Si se mantiene bien cuidado, de lo que también él se ocuparía con el mayor empeño, sin lugar a dudas se sabrá en todo momento lo que se puede esperar de un buen reloj de arena. Nunca se adelanta, nunca se atrasa y sólo a intervalos de caprichos o accidentes extraños pasa a descansar por diferentes períodos. Y ahí quería vivir, como aislado en una atalaya, intocable para otros, en paz, olvidado y eternamente dueño de su escogido destino.
Y sabía que estaba preparado para lograrlo. Porque había conocido y resistido lo necesario y de igual manera siempre fue paciente y nunca temeroso; porque no le impresionaba la altura de la nube ni la profundidad del abismo cualesquiera que fuesen; porque no lo asustaban la velocidad del tiempo ni el deterioro a que conllevan sus adioses; ni lo desesperaba la aridez del desierto, ni el mar proceloso, y porque disfrutaba de la luz, y se sentía a gusto también en la oscuridad, y porque a pesar de ser solitario podía penetrar y escurrirse como el agua entre la gente donde también era capaz de ser cauteloso y casi abstracto. Tenía condiciones y cualidades de arena.
Y seguramente por ello pudo pasar inadvertido para todos cuando quiso aislarse, porque había renegado de sus pocas creencias y de ninguna de sus dudas, porque ya no daba opiniones y porque no quería ni tenía nada que defender o demostrar. Era libre. No era dueño de algo que los ávidos desenfrenados y acaparadores pudiesen desear y quitarle, o rechazarle, o enfrentarle. Se convirtió en una cosa, un objeto, un simple sujeto no identificado, una piedrecilla insignificante. Y por eso, siendo tan poca cosa, gratificándolo creyendo humillarle, lo dejaron puesto a un lado. Fácilmente se apartaron de él con burlas y risas, pero se apartaron, dejándole hacer, no intercediendo en su decisión, ignorándolo. Sin lucha alguna logró que pudieran abandonarle y apartarle por loco y por distante. Y eso era lo que quería. Y así ese rechazo fue todo un triunfo para él. La mitad del camino estaba andado, era más libre después de esa negación y ese distanciamiento. Y él lo sabía. Y estaba convencido de que ya tenía que existir un reloj de arena esperándolo en algún lugar.
Pero como en ese principio tan sólo anhelaba estar aislado para lograrlo, como el poeta de Isla Negra, como el lobo estepario de Hesse, como ese consciente lobo que se aleja de todo sin estar huyendo y que allá en sus adentros es verdad que él mismo siempre quiso ser, estaba feliz. Ser un insignificante grano de arena de reloj, y no sufrirlo, es como ser un lobo estepario que es feliz en sus soledades, es alcanzar el máximo exponente del egoísmo consciente del hombre que quiere estar consigo mismo aunque lo rodeen miles y miles de otros granos de la misma arena. Y no otro estado era lo que él quería alcanzar para su liberación total.
Pero más que Neruda y el desesperado y brumoso Harry Haller en sus islas y buhardillas, más que recogido en otro mundo mágico donde encontrar imágenes poéticas o sabiduría existencial, contrario a lo que se pudiese pensar, en realidad quería estar suelto, convertido en algo sutil que se escapase con facilidad sin estar huyendo, pero manteniendo la presencia. Era eso, simplemente eso lo que anhelaba, estar y apenas ser advertido.
Y si lo lograba pasaría entonces a formar parte del lapso de una medida arbitraria del tiempo en medio de la arena que se desliza por un estrecho pasadizo de un bulbo al otro, como si el mínimo grano que se quiere ser no se hallase entre ellos, tan sólo moviéndose suave y mansamente, casi sin rozar el cristal, únicamente empujado por la gravedad y la inercia de los granos que caían con él, pero existiendo casi imperceptible en ese espacio y en esa fracción de eternidad que el propio reloj no mide. Y eso es lo que quería, muy por encima de todo, coexistir ahí, con la consciente precisión de no saber cuál fracción de instante verdadero le correspondía teóricamente medir, porque su misión sería tan solo moverse, desplazarse con los otros granos, amontonarse con ellos, no identificar el tiempo entre tantas piedrecillas que se despeñaban. Y más aún, quería estar allí sin que esa medida y ese tiempo al final le importasen para nada. Sí, reunía todas las condiciones necesarias para alcanzar lo que perseguía. Y algún día sería eso tan sólo, sí, eso, lo dicho: sería, arena de reloj, sin que nada ni nadie lo pudiese evitar.
Y por eso mucho antes, impulsado por ese convencimiento se fue por las orillas de los ríos y los mares, a las canteras, al tamizado de los albañiles, y a los grandes desiertos, a capturar el viento que suele traer residuos de mínimas piedrecillas levantadas y voladas por el aire. Quiso conocer la textura de las arenas de todas partes para familiarizarse con lo que era o decidió que fuera su destino. Y caminó desnudo por las tierras vírgenes de pisadas de hombre y de contaminaciones, por donde no se habían cortado árboles ni se había matado en nombre de nadie ni de nada, por donde no se habían levantado iglesias ni laboratorios ni pronunciado palabra alguna, donde el agua aún era sana y limpia, y cristalina, y donde el aire se mantenía perfectamente puro, como aroma de miel.
Guiado por su olfato de existencia y conocimiento evadió las trampas usuales de los pocos que por instantes llegaban a percibirlo y a sospechar de él por ser extraño, transmutándose, zigzagueando entre lo existente para confundirlos y para no ser visto ni escuchado en su descalzo hoyar, como aquél que guiado por el buen instinto y el mejor transitar no encontraba filos ni espinas que le hiriesen. Hasta que, liberado totalmente, caminó sin contratiempos por las selvas más tupidas y por los cielos más extensos, por las estepas más heladas y las llanuras más cálidas. Caminó por todas las regiones donde se desconocía a la Humanidad y no se podía ser víctima ni tan siquiera de amenazantes miradas ni de planes a futuro. Y lo hizo en comunión con la vida que le rodeaba, sin tener que protegerse de ningún peligro. Era el próximo hombre de arena, con los brazos levantados al cielo, sin oración alguna, dejándose mojar por la lluvia de la libertad en medio del espacio más límpido imaginable.
Y así recorrió todo lo digno y majestuoso de la Naturaleza con su integridad sin fronteras y su sin par amplitud que entonces pudo definir y aceptar como la única Patria posible. Y continuó, desnudo y descalzo por el mundo, sintiendo la energía de la Tierra entrándole por los ojos, por la respiración, por los oídos y por toda la piel, porque ya nadie podía diferenciarlo ni señalarlo como algo aparte de la Naturaleza. Nadie podría interponerse entre él y el nuevo mundo que había descubierto, con todas sus maravillas y misterios.
De esa manera anduvo hasta encontrar la purificación en el nacimiento de la verdadera arena, cuando la ola se despedaza contra el peñasco a orillas del mar y cuando el aire sopla con fuerza contra la piedra descubierta y acosada por el viento en la montaña en su incesante trabajo de erosión. Y descubrió la belleza de saber que las otras arenas, las del hombre, las hijas del torpe poder, son falsas. Y ese fue el camino a recorrer para lograr su destino. Y tenía que reconocerse y gozarse en el alma pura de la arena. Y no le fue difícil. Prácticamente el camino lo hizo todo. Él únicamente transitó por él.
Y ahí vive, en el seno de un reloj de arena, lo logró, es piedrecilla, y acaba de ser una cienmilésima parte de un lapso, que, como ya había aceptado anteriormente, no sabe cuál es ni le interesa averiguarlo, una que gravitó de un bulbo al otro del reloj, trashumando con facilidad el fino pasadizo del tiempo que los comunica y los divide a partes iguales. Y lo mejor es que, pasado ese instante de transición que se refleja en un simple movimiento, tan sólo un infinitésimo después de llegar al otro lado, y metido en las ligerezas de la arena acumulada en el cono que se va formando, o en la profundidad total de la vaciada anteriormente en que éste se apoya, ya estará soñando con el suave regreso que se producirá cuando inviertan el reloj y le devuelvan con los demás unánimes granos de arena que al igual que él mostrarán toda su alborotada y corretona alegría en ese nuevo paso de un lado al otro.
Y no importa el tiempo que transcurra hasta que vuelva a suceder, porque saben esperar y porque no es el mínimo instante, ni el ayer ni el hoy, ni el mañana, ni la eternidad, ningún motivo de preocupación para ellos. Ya será. Y cuando sea, cuando una mano no muy apurada voltee el reloj, entonces todas se irán juntas, humildemente juntas, codo con codo, como lo que son, simples granos de arena.
Y así, previsto desde que emprendió el camino que lo llevó a ese espacio, alternándose entre ambos receptáculos del amado reloj de pulidos cristales que cual ventanales se lucen para que todos puedan ver la gracia del tiempo, y estando feliz, como sólo puede serlo un grano de arena, ahí vive. No traten de encontrarlo, son muchos. Y no quiere que lo encuentren.
Autor:
Luis B Martinez