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Borges (y El Aleph, claro), el Teatro Colón, y el extraño hombrecillo de las cajas


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    Necesito referirme por escrito a un episodio extrañísimo al que aún no he podido encontrarle explicación racional (a veces la palabra escrita – ya se sabe – es una catarsis que suele contener condimentos terapéuticos).

    Como pastor evangélico independiente, había viajado desde Mar del Plata a Buenos Aires, para asistir a un Congreso de la comunidad de Iglesias Evangélicas; la ocasión me permitió visitar a un amigo caído en desgracia económica, con el único objeto de llevarle un poco de consuelo.

    Mi amigo es escritor y vive actualmente con un hijo que padece esquizofrenia, en una casa quinta en las cercanías de General Rodríguez.

    Pues bien, al día siguiente -después de hacer noche en su finca-, caminaba hacia la estación de la pequeña estación ferroviaria, cuando el episodio en cuestión comenzó a tomar cuerpo.

    Pasó a mi lado lentamente, levitando a escaso metro del suelo: camisa a cuadros blancos y negros como tablero de ajedrez; pantalón negro y zapatos de un verde francamente ofensivo. El estrafalario personaje concitaba mi particular interés debido a una notoria circunstancia: colgadas a su cuello mediante una fina membrana de no sé que material, el hombre circulaba con una serie de cajas de regular tamaño – eso sí, todas blancas y traslúcidas -, rotuladas con nombres sugestivos: "Esperanza". "Amor." "Esperma". "Hierbas de los campos". "El alma de la música". "Los gritos". "El hambre de los otros". "Los miedos". "Paz y armonía". "La muerte" y "Las angustias"

    Aferradas a su cinto, otras dos cajas – del tamaño de un atado de cigarrillos – cimbraban en torno a su cintura. Estas tenían también una leyenda inserta a lo largo de sus flancos, pero el reducido tamaño de sus letras me impedía abordar el texto.

    Movido por un impulso, comencé a caminar a su lado, siguiendo el curso de su lenta levitación.

    Durante un tiempo impreciso, hurgué en su rostro aflautado(los lienzos de Modigliani se instalaron de pronto en mi mente) sin que el hombre se dignara siquiera a mirarme.

    Sólo cuándo pude ver sus ojos-de un intenso tono amarillento- sentí un punzante escozor que volteó mi cuerpo en una incontrolada torsión. Me dije aturdido que no habría mortal capaz de sostener durante dos segundos la luz cegadora de aquella mirada. Fue entonces-lo recuerdo muy bien- que me vino a la memoria la imagen activa del Borges de su época de involuntario inquisidor metafísico; el holograma mental se cumplimentaba con los imaginarios rostros de Carlos Argentino Daneri y Beatriz Elena Viterbo. Claro que pronto me di cuenta que nada tenía de casual la hipérbole mental: parece ser que Borges se negó a confesar la verdadera y aterradora visión que tuvo en El Aleph.

    Recordé a propósito, un comentario sutilmente mordaz en "La Nación"-una perlita periodística, parte de mi hábito de hurgar en viejas publicaciones- firmado por Martínez Irurtia. La nota en cuestión estaba en consonancia con un significativo episodio revelado por el inefable escritor, sólo a su reducidísimo núcleo de amigos (posteriormente negado por el propio Borges en carta dirigida al periódico de los Mitre). El artículo, mencionaba ciertas confidencias que habría tenido el aludido Borges, durante una reunión en la casa marplatense de Victoria Ocampo; reunión de la que participaron -además de la dueña de la finca y el propio Borges-, su hermana Silvina, Mallea, y el inefable Bioy Casares, a quien Borges llamaba afectuosamente Adolfito.

    Parece ser que Borges se había opuesto a la presencia de Mujica Láinez, a tenor de recientes manifestaciones de índole sexual de éste, que no comulgaban con el espíritu un tanto victoriano del irónico autor. "El Aleph es cosa seria- habría dicho Borges en la reunión -; el Daneri ése resultó un ser de proyección diabólica que terminó por arrastrar a la pobre Beatriz a una situación mental sin retorno. Creo que su muerte estuvo relacionada directamente con las reiteradas visiones del aleph, a las cuáles la sometía Carlos Argentino. Confieso que al principio yo había tomado la cosa con cierta liviandad, pero cuándo ausculté aquella ventanilla de proyecciones metafísicas, tuve la impresión que el alfa y el omega de Chardin, estaba lejos de ser una simple proyección de carácter religioso- filosófico. Más allá de las especulaciones mentales a propósito de mis visiones, quedé fascinado – en realidad, diría impresionado -, por la presencia repentina en la pantalla, de un hombre que no era un hombre; lo recuerdo aún: un ser con ojos de color amarillento atizado por fulgores del propio sol. No saben amigos…: este desconocido brillo, encegueció durante largos minutos mi propia visión, aún después de retirar mí vista del arcano aleph. Fue percibir aquella visión dantesca y remitirme al preciso momento en que la mujer de Lot fuera convertida en sal por obra del gran resplandor citado en el antiguo testamento. Cuándo me habló aquel ente, sentí -literalmente hablando – que su voz, eran las voces de millones de individuos sometidas a la impronta de una sola voz. Pues bien, el Borges irónico; vuestro Borges mordaz que a veces suele sentirse estúpidamente por encima de la suma de las estupideces humanas, tuvo miedo, atacado de pronto por un terror sobrenatural. Ya saben que la flema de mi madre no da para la contención de arrebatos emocionales así que debí buscar refugio en Norah… No quise más. Le dije a Daneri que se hacía imprescindible desprenderse de semejante artilugio antes de que éste acabara amenazando nuestra integridad espiritual".

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