En relación con esta cuestión tiene especial interés mencionar la perplejidad de la princesa Elisabeth de Bohemia, quien en 1643 escribió una carta al pensador francés en la que le planteaba del problema de la interacción entre alma y cuerpo, pi-diéndole abiertamente que le hiciera "saber de qué forma puede el alma del hombre determinar a los espíritus del cuerpo para que realicen los actos voluntarios, siendo así que no es el alma sino substancia pensante"[33]. La respuesta de Descartes fue muy significativa, pues, conociendo la perspicacia de la princesa y queriendo ser con ella menos frívolo que con el resto de la humanidad, lo único que se le ocurrió fue com-parar mediante una especie de metáfora la relación entre el cuerpo y el alma con la existente entre un cuerpo y la fuerza de gravedad, considerando que del mismo mo-do que se sabe que la gravedad
"tiene fuerza para desplazar el cuerpo que la alberga hacia el centro de la tierra [sin embargo] no suponemos que sea la consecuencia de un contacto real entre dos superficies"[34].
Esta comparación, sin embargo, era inadecuada, a no ser que Descartes hubie-ra considerado que la gravedad, concepto especialmente difícil para la Física de aquel tiempo, tenía una entidad similar a la de la res cogitans y que, por lo tanto, fue-ra una misteriosa fuerza espiritual que capaz de arrastrar a los cuerpos hacia el cen-tro de la Tierra, lo cual, por otra parte, habría conducido de nuevo a la pregunta por el mecanismo según el cual actuaba una fuerza de esa clase.
A su vez, en su respuesta a esta carta la princesa vuelve a centrarse en la cues-tión esencial del problema y, hablando con sinceridad y sin complejos, le dice a su maestro de manera muy incisiva y acertada: "confieso que me sería más fácil otor-gar al alma materia y extensión que concederle a un ser inmaterial la capacidad de mover un cuerpo y de que éste lo mueva a él"[35].
A continuación de esta carta, en la que de forma persistente la princesa pedía a su mentor una explicación de lo inexplicable, Descartes le responde dando sínto-mas de encontrarse perdido, sin saber qué responder, diciéndole:
"no me parece que la mente humana pueda concebir con claridad al tiempo la distinción entre el alma y el cuerpo y su unión, puesto que, para ello, es me-nester concebirlos, simultáneamente, como una sola cosa y como dos, y en ello hay contradicción […] Pero, puesto que Vuestra Alteza comenta que, no siendo el alma material, es más fácil atribuirle materia y extensión que capa-cidad para mover el cuerpo y que éste la mueva, le ruego que tenga a bien otorgar al alma sin reparos la materia y la extensión dichas, pues concebirla unida al cuerpo no es sino eso. Y tras haberlo concebido con claridad y ha-berlo sentido en su fuero interno, le será fácil pensar que esa materia que ha atribuido al pensamiento no constituye el pensamiento en sí y que la exten-sión de esa materia es de naturaleza diferente a la extensión del pensamiento, porque aquélla reside en un lugar determinado y excluye de él la extensión de cualquier otro cuerpo, cosa que no acontece con ésta. Y, así, no podrá por menos Vuestra Alteza de volver a distinguir fácilmente el alma del cuerpo sin que sea óbice para ello el haber concebido su unión"[36].
Se trataba de una respuesta contradictoria o al menos máximamente confusa, en la que el pensador francés comenzaba reconociendo la imposibilidad de pensar a un mismo tiempo la realidad dual y unitaria del hombre, aunque el propio pensador afirmase que "en ello hay contradicción". Pero la confusión de las explicaciones del pensador francés fue tal que es seguro que ni él mismo sabía qué quería decir con su enrevesado concepto de una "extensión del pensamiento", pues, en primer lugar, concedía a la princesa que considerase que el alma era material y extensa, al igual que el cuerpo. Pero a continuación y sin claridad de ninguna clase, le indicaba que "esa materia que ha atribuido al pensamiento no constituye el pensamiento en sí y que la extensión de esa materia es de naturaleza diferente a la extensión del pensa-miento", lo cual era conceder a la res cogitans cualidades ("materia", "extensión") cuyo significado "especial" no explicó, pero cuyo significado ordinario se relacio-naba con la res extensa. En fin, se trataba de una respuesta ininteligible en cuanto hablaba de una "extensión del pensamiento", que, por muy diferente que fuera res-pecto a la extensión material, era realmente un concepto que el propio pensador ni siquiera se atrevió a intentar explicar.
Además, resulta muy sintomático de lo incómodo que Descartes se encontraba al tratar de esta cuestión el hecho de que hacia la parte final de este escrito, bastante breve por cierto, dijera a la princesa que
"sería muy perjudicial tener el entendimiento ocupado en esa meditación con excesiva frecuencia"[37],
y que unas líneas más adelante se excusara de seguir tratando el tema diciéndole que
"una enojosa noticia que acaba de llegarme de Utrecht, en donde me cita el magistrado para examinar lo que escribí acerca de uno de sus ministros, sin tener en cuenta que se trata de un hombre que me ha calumniado de forma indigna ni que lo que yo escribí acerca de él no es de pública notoriedad, me obliga a concluir aquí para dedicarme a arbitrar los medios de librarme lo antes posible de tan ingratos pleitos"[38].
Se trataba de un pretexto insólito. Era absurdo que dejase de responder las cuestiones que la princesa le planteaba porque tuviera que presentarse al magistrado, como si escribir una carta fuera una tarea que tuviera que ocuparle una semana. Además, Descartes nunca hubiera dejado de escribir a la princesa una carta más extensa para debatir o para aclarar cualquier cuestión que hubiera sabido cómo tratar, por más problemas de cualquier otra índole que hubiera tenido. A la vez, su excusa iba acompañada de la comunicación de un problema personal, cuyo significado podía ser el de enmascarar a la princesa la velada petición de que no le torturase con esas preguntas para las que no disponía de una respuesta coherente, diciéndole en su lugar que tenía graves problemas personales que le impedían alargar su carta.
Y ciertamente, con una respuesta tan confusa, a la que se añadía ese final en el que Descartes manifestaba, de forma más o menos abierta o velada, su deseo de no seguir tratando esa cuestión, parece que lo único que quería lograr es que la princesa desistiese de volverle a preguntar por temor a que quedase en evidencia su osadía al haber pretendido tener resuelto un problema sin solución. Sin embargo, la princesa insistió en el planteamiento de sus dudas y en su siguiente carta del mes de mayo de ese mismo año llegó a decir a Descartes que "aunque el pensamiento no precise de la extensión, tampoco es cosa que le repugne […] No me disculpo por confundir, lo mismo que el vulgo, la noción del alma con la del cuerpo; pero no por ello salgo de la primera duda"[39].
Ante esta insistencia sobre el mismo tema, su "sabio" amigo no se dio por aludido y cambió de asunto sin volver a referirse a éste, como si la princesa no le hubiera vuelto a pedir explicaciones. Su silencio era una muestra clara del reconoci-miento de que no sabía por dónde salir ante estas dificultades. El respeto y la admi-ración que sentía por la princesa, así como el conocimiento de su agudeza a la hora de analizar lo que leía le impidieron seguir haciendo la comedia con que trataba de embaucar alegre y frívolamente a la "sociedad culta" que le rodeaba, de manera que, en cuanto sus anteriores manifestaciones, tan aparentemente eruditas y científicas, en realidad no demostraban nada y en cuanto su orgullo le impedía reconocer su igno-rancia, lo mejor era guardar silencio.
Finalmente y por lo que se refiere a la consideración cartesiana del alma como la auténtica esencia del hombre, aunque estuviera unida a un cuerpo, desde el punto de vista de la Ciencia habría que puntualizar, en primer lugar, que la utilización del concepto de "esencia" representa por sí mismo una penosa concesión a la metafísica aristotélica que en este punto ya había recibido críticas suficientemente serias, y, en segundo lugar, que, en cuanto Descartes pretendía referirse con el término "alma" a una sustancia inmaterial que sería el sujeto de los diversos procesos mentales y que, por definición, no podía ser objeto de ningún tipo de percepción sensible, ni la Cien-cia ni la Filosofía podían decir nada de ella en cuanto no era ni racional ni empírica-mente demostrable, por lo que el valor de tal "evidencia intuitiva" cartesiana no po-día ser mayor que el de un espejismo.
Por otra parte, aunque es fácil tomar conciencia de la diferencia existente entre los fenómenos físicos y los psíquicos, puede constatarse igualmente la existen-cia de una clara correspondencia entre unos y otros a nivel cerebral, tal como se observa desde la Neurología o desde la Fisiología cerebral. Por ello, la pretensión de que exista "el alma", como realidad con unas cualidades radicalmente heterogéneas con respecto a la realidad del cuerpo no parece derivar sino de una antigua creencia mítica que condujo al olvido del carácter unitario del ser humano, introduciendo en él un componente mágico, un "fantasma en la máquina" según la expresión de Gil-bert Ryle[40]En este punto, al igual que en muchos otros, el uso inadecuado del lenguaje contribuye a mantener tales confusiones induciendo a imaginar que, más allá de cualquier término lingüístico, debe de existir una realidad que se corresponda con él, como sucede precisamente con el término "alma", o con los de "sustancia inmate-rial", "muerto viviente", "círculo cuadrado", "libre albedrío" y muchos otros para los que no existe un sentido consistente que vaya más allá de la confusa sugerencia de algo que no se sabe qué podría ser, si es que pudiera ser algo.
b) El libre albedrío
Por su interés para esclarecer esta cuestión se expone a continuación y de manera detallada el ejemplo utilizado por el pensador francés en su carta a la princesa Elisabeth con un comentario crítico. Escribe Descartes:
"Si un rey que ha prohibido los duelos y que sabe con toda certeza que dos hidalgos de su reino, que viven en ciudades diferentes, están peleados y tan irritados uno contra el otro que nada podría impedir que se batieran si se encontraran; si este rey, digo, da a uno de ellos la orden de ir cierto día hacia la ciudad donde se halla el otro y también ordena a éste ir el mismo día hacia el lugar donde está el primero, sabe con toda seguridad que no dejarán de encontrarse y de batirse y, al hacerlo, de contravenir su prohibición, pero no por esto los obliga; y su conocimiento e incluso la voluntad que ha tenido para determinarlos de esta manera no impiden que se batan tan voluntaria y tan libremente[41][…] y así pueden ser castigados justamente […]"; [Dios] "supo exactamente cuáles serían todas las inclinaciones de nuestra voluntad; es él mismo el que las puso en nosotros, también es él quien ha dispuesto todas las demás cosas que están fuera de nosotros [y] supo que nuestro libre albedrío nos determinaría a tal o cual cosa; y lo ha querido así, pero no por eso ha querido obligarlo. Y, como este rey, podemos distinguir dos diferentes grados de voluntad: uno por el cual ha querido que estos hidalgos se batieran […], y otro, por el cual no lo ha querido, ya que prohibió los duelos, del mismo modo los teólogos distinguen en Dios una voluntad absoluta e independiente por la cual quiere que todas las cosas sucedan como suceden, y otra que es relativa y que se relaciona con el mérito o demérito de los hombres por la cual quiere que se obedezcan sus leyes"[42] .
Hasta aquí la "genialidad" del autor francés para embrollar las cosas a fin de confundir a la princesa, pues resulta difícil aceptar que el "teólogo" francés no fuera consciente de que la cuestión que "pretendía" resolver era una simple contradicción. A la hora de la verdad era absurdo que pretendiera resolverla, pero la megalomanía, la jactancia y el deseo de obsequiar a la princesa eran demasiado fuertes y, por ello, tuvo la osadía de aparentar conocer la solución del "problema" en lugar de aceptar que se trataba de una contradicción, o al menos, según la jerga católica, de un "miste-rio". También hay que reconocer que este problema había sido objeto tradicional y reciente de diversas discusiones, como la de arminianos y gomaristas, y que, por ello mismo, el hecho de que Descartes intentase aportar su grano de arena a esta discu-sión podía ser comprensible hasta cierto punto. Sin embargo, su orgullo, su osadía y su deseo de satisfacer las inquietudes intelectuales de la princesa y de resguardar sus relaciones con el clero católico le llevaron a intentar encontrar una argumentación que explicase lo inexplicable, en lugar de optar por declarar humildemente a la prin-cesa que su inteligencia no era tan alta como para explicar una contradicción o que esa cuestión era un dogma de la fe católica, reconociendo así su propia incapacidad para dar razón de lo irracional.
El primer error en este ejemplo consiste en el propio ejemplo, en cuanto la comparación de un rey muy sabio con el Dios cristiano es totalmente inadecuada, pues mientras el rey sólo podría saber –y sólo hasta cierto punto- qué harían sus hidalgos, al Dios cristiano no sólo se le supone omnisciente sino además omnipo-tente, lo cual implica que no sólo conoce las acciones que los seres humanos han rea-lizado, realizan y realizarán en el futuro, sino que él mismo les ha predeterminado para que quieran realizarlas, para que decidan realizarlas y para que las realicen. En efecto, si se dice en el ejemplo que el rey sabe que "nada podría impedir que [los hi-dalgos] se batieran si se encontraran", puede tener sentido afirmar que, aun así, el hecho de que se batan es libre y voluntario, aunque sólo en cuanto la sabiduría de ese rey no sería un obstáculo para que las decisiones de sus súbditos siguieran siendo voluntarias.
Sin embargo, Descartes, a pesar de que en otras ocasiones lo reconoce, parece olvidar que el Dios católico, además de tener la cualidad de la presciencia, tendría igualmente la de la predeterminación absoluta de todo. Por ello, lo más absurdo del planteamiento cartesiano es la afirmación de que, habiéndose batido tales hidalgos, pueden "ser castigados con toda justicia". Es decir, parece incomprensible -y, por ello mismo, difícilmente creíble- que Descartes, constante defensor de la omnipoten-cia divina a la que nada podía escapar, no llegase a entender que, si el duelo tenía que producirse necesariamente, era absurdo considerar culpables a quienes sólo eran ob-jeto pasivo de la necesidad de actuar de acuerdo con la predeterminación de sus ac-tos "voluntarios", en cuanto esa misma "voluntariedad" habría sido programada por Dios.
Cuando Descartes escribe que Dios "supo exactamente cuáles serían todas las inclinaciones de nuestra voluntad", que "él mismo [fue quien] las puso en nosotros, [y] supo que nuestro libre albedrío nos determinaría a tal o cual cosa" en ese momen-to comete un desliz "teológico" que pudo pasar desapercibido a la princesa Elisabeth, pero que en cualquier caso resulta evidente. Efectivamente, su utilización del término "inclinations"[43] es muy sintomático respecto a su predisposición en favor de una so-lución que pudiera salvar el libre albedrío, ya que podría haberse servido de un térmi-no mucho más claro, como el de "decisiones", para precisar que, de acuerdo con la teología católica, Dios no sólo causa las inclinaciones sino también las decisiones del hombre. El hecho de que a continuación reconozca que fue Dios mismo quien puso en nosotros tales inclinaciones sigue sin solucionar esta cuestión, pues sigue sin reco-nocer de forma clara que, además, Dios puso también en el hombre las decisiones que toma, aunque crea que las toma de manera independiente y autónoma. Y, aunque pudiera seguir aceptándose que las decisiones del hombre serían voluntarias en cuan-to el hombre desconociera la programación divina y no sintiera coacción externa al-guna que le determinase a tomarlas, es un completo absurdo la afirmación de que el hombre -o los hidalgos del ejemplo cartesiano- pudieran "ser castigados justamen-te"[44].
En consecuencia y en cuanto Descartes pudiera haber afirmado exclusiva-mente la presciencia divina, ignorando la predeterminación, habría incurrido en una herejía respecto a la dogmática católica, lo cual, por otra parte, era inevitable en cuanto efectivamente, aunque las acciones humanas predeterminadas por Dios pu-dieran seguir siendo consideradas libres en cuanto voluntarias, no podían serlo hasta el punto de poder considerar al hombre como responsable y como merecedor de castigos por las acciones realizadas en contra de las leyes divinas, en cuanto habría sido el propio Dios quien le habría programado para querer obrar de ese modo y para tomar las decisiones correspondientes.
En esa misma ficción, cuando Descartes se refiere a "dos diferentes grados de voluntad" –en lugar de hablar de "dos formas contradictorias de voluntad"-, emplea un eufemismo con el que parece pretender que pase desapercibida la contradicción que sigue a estas palabras, pues afirmar que ese rey o el propio Dios "ha querido que estos hidalgos se batieran"[45] y afirmar después que "no lo ha querido"[46] es una con-tradicción evidente, por más que el francés intentase disimularla, posiblemente de forma consciente y mendaz, con la expresión "dos grados diferentes de voluntad"[47]. Además, cuando afirma al mismo tiempo que Dios
"supo que nuestro libre albedrío nos determinaría a tal o cual cosa, y lo ha querido así, pero no por eso ha querido obligarlo"[48].
se contradice con la mayor frivolidad en cuanto afirma y niega al mismo tiempo que Dios haya querido que el hombre actúe de un modo o de otro. Descartes comete aquí la falacia de diferenciar entre el hecho de que Dios haya querido que nuestro libre albedrío nos determinara a tal o cual cosa y el hecho de que haya querido obligarlo, como si realmente hubiera alguna diferencia entre ambas expresiones, pues no existe diferencia alguna entre el hecho de que Dios quiera una cosa y el hecho de que quie-ra obligarla, ya que el término "obligarla" no es otra cosa que una redundancia res-pecto al simple querer de Dios en cuanto, desde el momento en que la quiere, la "obliga", es decir, la encadena a su voluntad. ¿Tendría sentido considerar que Dios quisiera algo y que su querer dejara de cumplirse porque el libre albedrío humano no hubiese quedado "obligado" al querer de Dios? ¿Qué clase de omnipotencia sería ésa?
Y, cuando habla de la distinción en Dios de una voluntad absoluta por la que "quiere que todas las cosas sucedan como suceden" y de una voluntad relativa por la que "quiere que se obedezcan sus leyes" –lo cual en muchas ocasiones no sucedería-, incurre de nuevo en un sofisma en cuanto considera que existe alguna diferencia entre el hecho de que Dios quiera que todo suceda como sucede y el hecho de que quiera que se cumplan sus leyes, como si esto último pudiera dejar de suceder, pues en tal caso estaría afirmando que Dios quiere y no quiere que todo suceda como sucede, en cuanto el cumplimiento de sus leyes, como parte de "lo que sucede", se corresponde con el querer de Dios, que en ningún caso podría dejar de cumplirse, por lo que Descartes incurre en esta nueva contradicción por su interés en salvar la liber-tad del hombre a la vez que la omnipotencia divina, pero, sobre todo, por su interés en satisfacer a la princesa Elisabeth, de quien en esos momentos ya estaba enamora-do. Es decir, si la obediencia a sus leyes es una parte de lo que Dios quiere, en tal caso no puede afirmarse que el querer de Dios se aplica a todo para a continuación afirmar que este querer [de Dios] deja de cumplirse como consecuencia de una deso-bediencia debida al mal uso del libre albedrío por parte del hombre, pues ello implicaría una negación de la omnipotencia y de la predeterminación divinas. Dicho de forma esquemática:
Si Dios quiere que todas las cosas sucedan de acuerdo con su voluntad, y nada puede impedir que todo suceda de acuerdo con su voluntad (porque Dios es omnipotente), entonces todas las cosas sucederán de acuerdo con su voluntad. Y, si todas las cosas suceden de acuerdo con su voluntad, y quiere que se cumplan sus leyes, entonces sus leyes se cumplirán necesariamente.
Por ello, sería una contradicción en relación con la omnipotencia divina afir-mar, como lo hace Descartes, que las leyes divinas dejan de cumplirse en algunos casos relacionados con el cumplimiento de las leyes morales, en cuanto el hombre se sirviera de su libre albedrío para actuar en contra de tales leyes, escapando a la pre-determinación divina.
Respecto a esta cuestión, la solución cartesiana anterior, según la cual en tales casos Dios simplemente permite que el hombre actúe de acuerdo con su propia vo-luntad, implica efectivamente una negación de la omnipotencia divina en cuanto a ella escaparían los actos debidos exclusivamente a la voluntad humana. En definitiva, de acuerdo con la dogmática católica no sólo se trata de que Dios permita que el hombre actúe libremente en contra de la voluntad divina omnipotente, sino de que es Dios mismo quien programa la voluntad humana para que tome las decisiones que toma, y, en consecuencia, Dios no permite otra cosa sino que las cosas sucedan como él quiere.
La conclusión de estos razonamientos es la de que las leyes de Dios se cum-plirían siempre, tanto cuando se actúa de acuerdo con un tipo más concreto de leyes -las que se relacionan con el cumplimiento de la norma moral-, como cuando aparen-temente no se cumplen, en cuanto habría sido Dios mismo quien habría establecido que hubiera personas que cumpliesen sus leyes y otras que no las cumpliesen, de forma que todo se amoldaría al cumplimiento de su voluntad más absoluta.
En conclusión, parece que Descartes no se atrevió a ser veraz en esta carta a la princesa Elisabeth –al igual que cuando le planteó el problema de la interacción cuerpo-alma-, confesándole al menos, en cuanto no se atreviera a reconocer que la solución tradicional era contradictoria, que el tema que estaban tratando era simple-mente un dogma de fe del cristianismo, cuya comprensión no estaba al alcance de la razón humana –ni de ninguna, podría añadirse-. Y posiblemente, si no se lo dijo, debió de ser porque ya en diversos lugares de sus escritos se había atrevido a defen-der la doctrina católica respecto al problema de la compatibilidad entre la omnipo-tencia divina y la libertad humana. Por otra parte, era evidente que Descartes se encontraba ante un problema irresoluble, como lo son todas las contradicciones, pues la omnipotencia del dios católico implica que todo está sometido a su voluntad, mientras que la libertad humana implica que hay acciones que dependen exclusiva-mente de la voluntad humana.
Tiene interés reflejar finalmente que el planteamiento cartesiano, presentado en esta carta a la princesa Elisabeth coincide en su núcleo fundamental con el de la carta a la reina Cristina de Suecia en que decía que en cierto modo el libre albedrío
"nos hace semejantes a Dios y parece eximirnos de estar sujetos a él"[49].
En esta última carta puede observarse que Descartes tiene la precaución de escribir "parece eximirnos" sin atreverse a afirmar que, en efecto, nos exima, aunque al mismo tiempo afirme que esa facultad del "libre albedrío" realmente "nos hace semejantes a Dios" en lugar de decir que "parece que nos hace semejantes a Dios", que habría sido la frase coherente con la anterior en cuanto sólo si el hombre es dueño absoluto de sus actos, tendría sentido afirmar que en ese aspecto sería semejante a ese Dios.
Autor:
Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía
[1] Carta al padre Vatier, 22 de febrero de 1638: « ces pensées ne m’ont pas semblé être propres à mettre dans un livre, où j’ay voulu que les femmes mêmes pussent entendre quelque chose ». La cursiva es mía. Estas palabras aclaran que cuando Descartes pretende que “incluso las mujeres pudieran entender algo”, no se refiere al hecho de haber escrito el Discurso del Método en francés, como han supuesto algunos críticos, sino al hecho de no haber tratado en dicho libro de cuestiones que no fueran entendibles para las mujeres, como las de carácter teológico.
[2] “Sin embargo, a pesar de la falta de certeza acerca de su relación durante los años intermedios, He-lena Jans vander Strom reaparece en la vida de Descartes cuando éste accede a actuar como testigo de su boda después de junio de 1644. Helena se casó con Jan Jansz van Wel, que era originario de Eg-mond, y se establecieron en Egmond aan den Hoef. Antes de casarse, ambas partes presentaron un acuerdo prenupcial según el cual si una de ambas partes muriera antes de que hubiesen tenido hijos, la otra parte recobraría su aportación original junto con un extra de mil florines […] En mayo de 1644, Descartes había regresado para vivir en Egmond aan den Hoef, desde donde viajó a Leiden de camino para ir a Francia. Había esperado finalizar la publicación de los Principios antes de su marcha, pero hubo retrasos provocados por la preparación y la impresión de los diagramas. Sin embargo, había un motivo ulterior para su retraso, ya que parece que Descartes estuvo en Leiden para asistir a la boda de su antigua sirvienta. El acuerdo decía que el padre del novio (o de los novios) había estipulado una dote de 1.000 florines, que serían devueltos a la familia, si Helena muriese sin hijos. […]. Esta cláu-sula fue tachada en el acuerdo prenupcial, siendo esto un indicio de que una parte del dinero pudo haber sido dada por Descartes, para ayudar a Helena a casarse viviendo de manera respetable e inde-pendiente. Una interpretación similar de este complejo asunto es la de que Helena siguió a Descartes como sirvienta a Egmont en 1637, y que se alojó con los padres de Jan Jansz van Wel, cuya madre, Reyntje Jansdr había aceptado a Francine en su casa a petición de Descartes. Después de su matri-monio, Helena Jans se quedó a vivir permanentemente en Egmond; se quedó viuda en los años 50 y se casó por segunda vez con Jacob van Lienen, que era el patrón de la posada «El Corazón Rojo» que pertenecía a Jan Thomasz van Wel (su primer suegro). Tuvo tres hijos de su segundo matrimonio, y finalmente heredó la posada «El Corazón Rojo»” (Desmond M. Clarke: Descartes, a biography; p. 135-136; Cambridge University Press, New York (USA), 2006). La traducción es mía.
[3] Carta a Elisabeth, 21 de mayo de 1643, AT III 663-664. La cursiva es mía.
[4] Descartes, el filósofo de la luz (Vergara, Barcelona, 2003) (citada en adelante con las siglas “DFL”), p. 198.
[5] Principios de la Filosofía (citada en adelante con las siglas « PF »), Dedicatoria a la princesa Isabel; AT VIII 4: “Et cette ságesse si perfaite m’oblige à tant de vénération, que non seulement je pense lui devoir ce livre, puisqu’il traite de philosophie […], mais aussi je n’ai pas plus zèle à philosopher […] que j’en ai à être, Madame, de Votre Altesse le très humble, très obéissant et très dévot serviteur”. La cursiva es mía. Conviene tener en cuenta que cuando Descartes escribe esta dedicatoria, la princesa sólo tenía 26 años mientras que él tenía ya 48. Es de suponer que Descartes no debió de comunicar en ningún momento a la princesa su opinión, expresada al padre Vatier, acerca de la limitada capacidad intelectual de la mujer para la comprensión de las cuestiones filosóficas.
[6] En general los retratos que se conservan de Descartes no llaman especialmente la atención por la belleza física del filósofo. Su estatura de alrededor de 1,55 metros, según los cálculos más o menos aproximados de R. Watson, debió de ser más baja que la media de aquel momento.
[7] Carta a Elizabeth, 18 de mayo de 1645.
[8] Carta de Elisabeth a Descartes, 24 de mayo de 1645. La cursiva es mía.
[9] Carta a Elisabeth, 21 de julio de 1645.
[10] Carta de Elisabeth a Descartes, 21 de febrero de 1647. La cursiva es mía.
[11] Carta a Elisabeth, marzo de 1647. La cursiva es mía.
[12] Carta a la princesa Elisabeth, 10 de mayo de 1647.
[13] Ibidem.
[14] R-L, p. 223.
[15] DFL, p. 199.
[16] Carta a Chanut, 1 de febrero de 1647.
[17] Ibidem.
[18] DFL, p. 200.
[19] Carta a Cristina de Suecia, 26 de febrero de 1649.
[20] G. Rodis-Lewis: Descartes, Biografía, p. 240. Ed. Península, Barcelona, 1996. Obra citada en adelante con las siglas “R-L”.
[21] Según opina Richard Watson (DFL, p. 267), posiblemente el motivo principal de la decisión de Descartes de ir a Suecia era de carácter económico en cuanto había gastado la herencia de su padre y encima se había endeudado mucho, pero sin duda también el otro motivo es el de sus pésimas relacio-nes con los teólogos de las universidades de Utrecht y de Leiden, tal como el propio Descartes reco-noció en su carta a la princesa Elisabeth del 10 de mayo de 1647.
[22] Rodis-Lewis afirma acertadamente en relación con Descartes que “Chanut había hecho que lo invi-tara la reina Cristina [a la corte de Estocolmo]” (R-L, p. 102). Estas palabras habría que completarlas diciendo que Descartes había presionado a Chanut a que le consiguiera tal invitación. La carta de Des-cartes de febrero de 1649 a la reina Cristina es una clara prueba de su interés por ser llamado por ella a la corte. Por otra parte, cuando Descartes escribe a Chanut diciéndole “no creo que vaya nunca al lu-gar donde estáis”, parece que está echando el anzuelo para que éste trate de conseguir de la reina Cristina que invite a su amigo a ir al palacio.
[23] Carta a Elisabeth, 22 de febrero de 1649: «il n’y a point de séjour au monde, si rude ni si incommo-de, auquel je ne m’estimasse heureux de passer le reste de mes jours, si Votre Altesse y était, et que je fusse capable de lui rendre quelque service». Esta carta es posiblemente la más significativa como expresión de los sentimientos de Descartes por la princesa.
[24] Carta a Elisabeth, 9 de octubre de 1649.
[25] En el original: “jalousie”.
[26] Ibidem.
[27] Ibidem.
[28] Carta de Elisabeth a Descartes, 4 de diciembre de 1649: « Ne croyez pas toutefois qu’un description si avantageuse me donne matière de jalousie».
[29] Ibidem. La cursiva es mía.
[30] Carta de la princesa Elisabeth a Descartes, 4 de diciembre de 1649: « Je me sens toutefois coupable d’un crime contre son service, étant bien aise que votre extrême vénération pour elle ne vous obligera pas de demeurer en Suède ».
[31] Carta a Chanut, 26 de febrero de 1649.
[32] AT V 467.
[33] Carta de la princesa Elisabeth a Descartes, 16 de mayo de 1643.
[34] Carta a la princesa Elisabeth, 21 de mayo de 1643.
[35] Carta de la princesa Elisabeth a Descartes, 20 de junio de 1643.
[36] Carta a la princesa Elisabeth, 28 de junio de 1643. La cursiva es mía.
[37] Ibidem.
[38] Ibidem.
[39] Carta de Elisabeth a Descartes, 1 de julio de 1643.
[40] Expresión utilizada en su obra The concept of mind.
[41] Estas líneas son especialmente importantes porque parece como si en ellas Descartes, a pesar de aceptar que tanto los deseos como las acciones humanas estarían predeterminadas por el dios católico, con su ejemplo acerca de las acciones de esos nobles quiere argumentar que, aunque tales nobles ha-yan sido programados por el rey –o por su dios en el caso de la conducta de los hombres en general- sus acciones sigan siendo voluntarias, en cuanto todos las sienten así y actúan de acuerdo con su vo-luntad. Pero, sin negar el carácter voluntario de tales acciones, lo que olvida aquí el pensador francés es que esa misma voluntad de actuar de un modo determinado y la misma decisión de hacerlo habrían sido puestas por Dios en el ser humano y, por ello, todo lo referente a una supuesta responsabilidad, culpabilidad o castigo sería un completo absurdo.
[42] Carta a Elisabeth, enero de 1646. La cursiva es mía.
[43] «…il a su exactement quelles seraient toutes les inclinations de notre volonté… » (Ibidem). La cursiva es mía.
[44] « …ils peuvent aussi justement être punis » (Ibidem). La cursiva es mía.
[45] « il a voulu que ces gentilshommes se battissent » (Ibidem).
[46] « il ne l’a pas voulu » (Ibidem).
[47] « deux différents degrés de volonté » (Ibidem).
[48] « il a su que notre libre arbitre nous déterminerait à telle ou telle cho-se; et il l’a ainsi voulu, mais il n’a pas voulu pour cela l’y contraindre » (Ibidem). La cursiva es mía.
[49] Carta a Cristina de Suecia, 20 de noviembre de 1647; AT V 81.
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