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El Menón: ¿Es posible una ciencia de la ética?

Enviado por Sergio Hinojosa

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    Este diálogo de Platón se centra en el problema de la transmisión: ¿Es o no es posible enseñar la virtud? La virtud (areté) es un concepto clave de la política de Platón. En La República -en donde convergen con el tema del Estado temas anteriores como éste de la virtud-, el ciudadano debe desplegar, según su función, la capacidad que le corresponde. La virtud consiste en el ejercicio excelente de esa actividad. El gobernante deberá dirigir la polis ejerciendo la sabiduría (sofía) y con pleno conocimiento de qué es la justicia; deberá también emplear los medios adecuados a los fines que corresponde, es decir, deberá ejercer la prudencia (frónesis) en su grado de perfección. El militar, por su parte, deberá cumplir las órdenes del gobernante con valentía (andreia), obedeciendo sin reserva al gobernante que rige conforme a la razón; y el productor, el artesano o el comerciante, habrán de moderar su apetito (sofrosine) económico y su afán de riquezas, limitándose a satisfacer las necesidades materiales de la polis.

    La idea de establecer las limitaciones que impone la virtud recae tiene por finalidad alertar contra el ejercicio inmoral de la capacidad, tentación a la que están predispuestos los distintos miembros del Estado por su peculiar función. Esta malversación de la capacidad está orientada, en todo caso, hacia la invasión del poder que no corresponde. En última instancia, el peligro consiste en ejercer una dirección política desde ámbitos no apropiados. Un ejercicio de la valentía sin observar obediencia al gobernante sólo puede significar que su fin no es acorde con la naturaleza. No persigue defender al Estado de los peligros que le acechan, sino lograr fama y honores, una tentación propensa al estamento militar. Con ello, se invade el terreno de los gobernantes, puesto que las decisiones que les corresponden se las arrogan los militares. Si un comerciante sigue la tentación de acumular riquezas intentará medrar con su poder económico en los asuntos del Estado. Por tanto, el conocimiento de la virtud hace posible que cada cual ocupe su sitio, o mejor, el sitio que Platón ha pensado para cada estamento.

    La virtud es la actividad excelente no sólo en abstracto, es también disposición concreta que, según la función ejercida, puede elevar a una Atenas derrotada en la guerra del Peloponeso y en crisis permanente. Conviene a este fin, en opinión de Platón, un retorno a la aristocracia, en el sentido etimológico, un retorno al poder de los mejores (aristoi), de los más excelentes. El gobierno de los mejores, es aquí el gobierno de los que saben y, por tanto, de quienes saben y pueden hacer. La élite se erige sobre el exclusivismo del saber sobre el Bien, que en la participación política se traduce por un saber sobre qué es justo. La idea de Justicia comporta una exigencia de fundamentación de la ley que necesita la polis.

    La democracia como institución la instauró Pericles. Desde entonces, los demócratas, no de manera ideal sino con un peso político real, consideraban la ley bajo un principio que podría formularse así: lo importante es que el otro no tenga lo que yo no tengo, que no goce de lo que yo no gozo, de ahí la necesidad de igualdad (isonomía). Esto se concretaba, a nivel jurídico-político, en un sorteo de las magistraturas, en un dar cuenta de las mismas, y en una toma de decisiones por la comunidad. Pero, Platón, está pensando en otra fundamentación. Como buen aristócrata, el principio que defiende es otro. Partamos del término que se le opone en la dinámica de su constitución. Ese término es equidad (epiqueía). La epiqueía era la consideración jurídica del caso concreto, a esta atención particular Platón opone la opinión del hombre justo. La particularidad del caso no introduce criterio suficiente, es necesaria la universalidad del concepto jurídico y este concepto lo tiene quien sabe. La ley y el derecho no deben fundarse en un neonaturalismo como pretendían los sofistas. Trasímaco, por ejemplo, afirmaba que "Lo justo es aquello que conviene al más fuerte". El hombre justo procede con justicia por estar en posesión de la verdad. Y esta la obtiene en la medida en que no se deja llevar por los sentidos, por la particularidad del caso, sino por la razón, que a todos es accesible si renuncian a los engaños de lo sensible. Pero renunciar a estos señuelos requiere un entrenamiento racional y una ascesis. En estos dos pilares se asienta su concepción elitista: El cambio del goce del cuerpo por la apreciación del discurso ético, que lo captura, y el conocimiento de supuestas verdades eternas.

     

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