- Locura y Cultura
- Locura y Sociedad
- Un caso célebre
- Otro testimonio
- Los psicóticos y sus familias
- Combatir la estigmatización
- Referencias
Tenemos la fortuna de vivir en una sociedad democrática. Hace ya tiempo que el concepto de democracia no se reduce a la elección de las autoridades por el voto de los ciudadanos. ¿Cómo medir entonces el grado de democracia de una sociedad?
Quizás uno de los mejores indicadores del humanismo y democracia de una sociedad sea el modo en que trata a los más desfavorecidos y su capacidad para integrarlos. Cuando pensamos en minorías solemos pensar en minorías económicas, étnicas, de género…, difícilmente pensemos en que quienes padecen una enfermedad que limita sus posibilidades de integración constituyen una minoría, y sin embargo es así, singularmente en el caso de quienes padecen de una enfermedad mental.
Sería un error creer que el psicótico está condenado por naturaleza a la marginación y segregación social. Podemos recordar la presencia de muchos psicóticos en la sociedad antigua, de predominancia rural y localista, en un lugar marginal, sí, pero no por ello un no lugar de total segregación. ¿Quién que tenga cierta edad no recuerda al "loco del pueblo", del barrio o al "loco de la guerra"?
La sociedad occidental moderna ha progresado mucho en la comprensión y tratamiento de las enfermedades mentales, incluso aquellas consideradas más graves y difíciles de tratar. Pero pese a los avances de la psiquiatría en el conocimiento de las psicosis a lo largo del siglo XIX y primera mitad del siglo XX, el destino de la mayoría de los psicóticos (siempre han habido excepciones) era el encierro en los manicomios o la más absoluta marginación y segregación social.
Las cosas empezaron a cambiar a partir de la posguerra europea. Por un lado, en los años 50 Laborit descubre el primer neuroléptico, es decir: el primer medicamento eficaz en las psicosis, con lo que la psiquiatría empieza a contar con una herramienta para tratarlas. Desde entonces no dejan de crearse nuevos antipsicóticos, cada vez de mayor eficacia no sólo en cuanto a los síntomas más llamativos sino respecto a la potenciación de habilidades y capacidades sociales.
Por otro lado, la extrema crueldad hacia los enfermos mentales manifestada por el nazismo (que exterminó a 300.000 psicóticos y disminuidos psíquicos) hizo tomar conciencia a Occidente del trato inhumano que les venía dispensando. En los años de post – guerra en Europa y Estados Unidos se produjeron diversos movimientos encabezados por psiquiatras y personal de salud mental con el objetivo de mejorar las condiciones de vida de los enfermos mentales, primero, y liberarlos de sus tan prolongados como injustificados encierros, luego.
Pero estas reformas, que lograron liberar a centenas de miles de personas de sus encierros[i], no fueron acompañadas por los recursos necesarios para su implementación y desarrollo, descargando sobre las familias un peso que debía ser compartido por el conjunto de la sociedad.
Otro de los inconvenientes de que la reforma se cerrara en falso, cuando aún estaba lejos de concluir su tarea, es el progresivo aislamiento de psiquiatría y sociedad. Mientras por un lado psiquiatras y tratamientos prosiguen su evolución, la sociedad, que ha depositado en sus manos el tratamiento de los enfermos mentales, no recibe información suficiente sobre la realidad de las enfermedades mentales y quienes las padecen.
Ese no saber es ocupado por prejuicios e ideas distorsionadas. Ésta es una sociedad narcisista que se regodea en la admiración de su propia tolerancia, pero cuando se siente amenazada por lo que no comprende suele volcar esa amenaza en los "otros", chivos expiatorios de sus temores.
Por esa razón se realizan constantes campañas por la tolerancia e integración y contra la discriminación por causa de nacionalidad, grupo étnico o religioso, opción sexual o de género… pero no en defensa de aquellos que son discriminados por su trastorno mental. En este terreno la sociedad queda librada a sus fantasmas.
Página siguiente |