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El sujeto-espectador en la era actual. Inercias de la sociedad voyeur

Enviado por Gabriel Cocimano

Partes: 1, 2

    1. La mirada furtiva
    2. La mirada espectacular

    La necesidad de satisfacer el deseo audiovisual es propia del hombre de todas las épocas. Pero, a partir de la expansión de las tecnologías digitales, el desarrollo de un nuevo régimen de visibilidad ha acentuado aquella primaria necesidad. De alguna manera, el voyeurista —aquel que padece el trastorno de observar compulsivamente la vida erótica o sexual ajena— y el hombre de la sociedad actual como espectador pasivo en tanto sujeto indiferente e inerte a los acontecimientos sociales, evidencian los mismos síntomas: individuos que, con tendencias adictivas, hallan satisfacción en el universo ajeno, reemplazando la acción por la mirada, la que ha dejado de ser un medio para constituirse definitivamente en un fin.

    Sentado frente a la pantalla, el sujeto contemporáneo ha logrado al fin saciar su deseo visual, potenciando el metabolismo de la satisfacción escópica. Si el deseo de mirar está implícito en la naturaleza del hombre, el consumo de imágenes que propone la era digital se ha disparado al infinito: por todas partes, los medios convocan a un espectador cada vez más complacido por consumir a discreción.

    Desde siempre, el hombre ha sentido la necesidad de satisfacer su deseo audiovisual. Ya la modernidad había generado la expansión del campo de la mirada, derribando advertencias como la de San Agustín sobre los placeres de la vista, la "concupiscencia de los ojos", tendientes a instalar un régimen de la mirada centrado en la imagen religiosa y en el mundo como texto divino.1

    Pero el desarrollo de un nuevo régimen de la visibilidad, a partir de las tecnologías digitales, ha incentivado aquella necesidad primaria: el voyeurismo, en tanto práctica que busca satisfacer la libido a través de la observación de lo genital o la imagen pornográfica, tiene su lugar como nunca antes en la era digital. "Si el voyeurismo", dice Román Gubern,2 " es una práctica antigua ya condenada en el Génesis, en el pasaje en que Noé maldice la estirpe de su hijo Cam porque éste vio sus genitales mientras dormía, en la era mediática se ha potenciado con los soportes de información —fotoquímicos, electrónicos y digitales— que contienen reproducciones vicariales de cuerpos desnudos y de actividades sexuales".

    El antiguo fisgón que disfrutaba de contemplar el acto sexual ajeno, representado con la imagen cinematográfica de la cerradura, se ha convertido en un sujeto absorbido por la pantalla, como el propio sexo absorbe al mirón: a distancia. Esa distancia constituye la paradoja del sujeto-espectador de la posmodernidad: en su afán por espiar intimidades ajenas, ese sujeto —al propugnar el aislamiento y la distancia— inmoviliza y excluye su propia intimidad.

    Verdadero cultor de la vida íntima de los otros, el voyeur contemporáneo, paralizado por la multiplicidad de ofertas para satisfacer su propio deseo, parece naufragar entre un autismo y un erotismo virtuales, un placentero onanismo que ha perdido todo punto de contacto con su propia intimidad. De alguna manera, el hombre de la sociedad actual, devenido espectador —porque ha dejado de ser partícipe y actor de los acontecimientos sociales—, evidencia los mismos síntomas que el clásico voyeur definido por los tratados de psiquiatría: un individuo que, con tendencias adictivas, halla placer en el universo ajeno, sustituyendo la acción por la mirada.

    La mirada furtiva

    Catalogado como una parafilia, trastorno o desviación sexual —inserto en las otrora llamadas perversiones o aberraciones por la psiquiatría clásica y el psicoanálisis— el voyeurismo constituye una práctica provocada por la erotización patológica de la mirada: la existencia de una compulsión del voyeur (mirón) por observar, como espectador pasivo, la vida sexual de los demás. Precisamente su característica es la de ocultarse para espiar a sus potenciales víctimas, que suelen ser desconocidas o, al menos, no conscientes de su presencia. Y constituye una desviación en tanto "los ojos dejan de enriquecer la actividad sexual para convertirse en una limitación, y cuando el mirar se erige en fin y no en medio, negando otros fines, como la penetración".3

    El trastorno se gesta en la infancia, e implica un desajuste en la maduración de los impulsos sexuales: con la adolescencia y la mayoría de edad, las pulsiones infantiles no logran modificarse. Para el psicoanálisis, la angustia de castración que trae implícita suele fijarse por haber presenciado la escena primaria o el coito de los padres, o contemplado los genitales de los adultos. Cuando miran el desnudo o el coito de otros, tratan de asegurarse de que no hay peligro de perder su pene, como castigo por la trasgresión, repitiendo en calidad de espectador las escenas temidas. Es decir, repiten la escena traumática, con el deseo de ejercer un control sobre él.4 Algunos sexólogos consideran auténtico voyeurismo aquel que se practica a través de un objeto intermedio: un catalejo, una cámara, el ojo de una cerradura o la hendija de algún ventanal, vale decir, algo que lo proteja como un escudo en la distancia y le garantice el control sobre las víctimas, a las que, en lo más profundo, odian y a las que nunca llegarán a tocar, porque el voyeur es un tímido crónico que jamás desea el coito o, como bien dice Henry Ey, "realiza el más breve de los coitos: el visual".

    Precavido para no ser descubierto mientras espía, pues ello interrumpe su placer y le provoca frustración y angustia, el oteador suele llegar al orgasmo en pleno avistamiento, o masturbarse luego con la evocación de las imágenes observadas. Suele excitarle el riesgo, el incógnito, y se expone en ciertos casos a ser pillado o denunciado. De esta manera tipifica un comportamiento sexual que algunos califican como furtivo y marginal.5

    La mirada, en esta era de la imagen, se ha desarrollado más que ningún otro sentido y, a partir de ella, cualquier individuo que disfruta de escenas de erotismo podría tener algún rasgo voyeurista. Pero se convierte en una patología cuando el mirar escenas sexuales constituye el modo preferido o exclusivo de un individuo para obtener placer. Esto le genera al voyeur serias dificultades en los contactos personales y afectivos, y perturba sus relaciones laborales y sociales. La industria del sexo prospera imparable a costa del goce ocular: cine, páginas web, espectáculos en vivo, toda una serie de modalidades y espacios montados para la inmensa fauna de adictos que pulula en la sociedad consumista.

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