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Entraron a nuestra casa cuando los dos dormíamos apretados al silencio


Partes: 1, 2

    Durante un tiempo me sentí protegido y cuidado por mi madre, con la cual mantenía una comunicación profunda y permanente.

    Cierto es que tenía la desventaja de ser ciego  y mudo, pero esto no impedía nuestra natural co-participación en el dolor o la alegría.

    Cuando ella me hablaba a solas, en la intimidad de su cuarto, yo sufría por no poder expresarle mi reconocimiento, mi profunda gratitud por ese amor sublime que solo un hijo puede valorar.

     Al sentir sus manos deslizarse por el entorno de mi cuerpo-mientras ella canturreaba una de esas canciones que tanto me emocionaban-, hubiere dado mi vida por mirar a sus ojos.

    "Pronto conocerás una nueva casa" me repetía con su dulcísima voz, y yo imaginaba mi futura morada envuelta en colores diferentes que ni siquiera conocía pero a los que siempre mencionaba: verde, amarillo o celeste, sobre todo celeste. "Mañana pronostican un día celeste", acostumbraba a decirme cada tanto mientras  yo pensaba que eso de los días celestes era algo muy importante porque mi amada madre siempre se quejaba del cielo gris y que estaba harta de ver caer tanta nieve sobre Buenos Aires.

    Una tarde me confesó que  pronto yo vería el cielo celeste, pero luego, como preocupada, agregó: "Si Dios quiere hijo mío; si Dios quiere…".

    Naturalmente, yo pensé que ese Dios sería algo o alguien muy significativo en su vida, tal vez tanto como Jorge, ese Jorge al que durante un largo tiempo- mientras visitaba a mi madre- me vi obligado a tolerar.

    Yo sabía que él no tenía nada contra mí; al contrario, creo que cuando me nombraba, el tono de su voz sonaba cálido.

    Claro que estando ellos juntos, tan juntos que yo podía oír la respiración entrecortada de ambos, me venían deseos de gritar y de gritar y de gritar… Entonces, mi madre me retaba, explicándome que mi actitud era egoísta y que el egoísmo era el peor de los pecados.

    A pesar de comprender el significado de esa palabra, nunca pude evitar esa sensación de congoja durante la presencia de Jorge en nuestra casa.

    Sólo cuándo él se marchaba, al quedar a solas nuevamente con mi madre, yo volvía a tranquilizarme. Era como si nos ligase un contacto invisible, un vaso comunicante entre todos nuestros deseos y conocimientos.

    Ella me explicó que nosotros nos entendíamos telepáticamente. También me dijo que los nuevos adelantos científicos permitían ahora comunicarse con los seres como yo, antes pasivos espectadores del mundo de los adultos.

    Su voz  vibraba en cada cosa que decía; maravillosa  cascada de palabras que soltaba a través de largos e íntimos monólogos, en los cuales canalizaba sus más íntimas  emociones.

    Por ella, sabía que ella reía, yo reía; si lloraba, yo lo hacía en silencio. Todo, absolutamente todo, me lo transmitía de una manera casi mágica. Esta magia que desde hace unos días, ha depositado entre nosotros una comunicación profunda y sublime.

    Magia que también ha incubado en mi pecho una nueva sensación: angustia; ella me lo dijo. Ambos la padecemos desde que Jorge dejase de visitarnos repentinamente.

    Pobre mi madre…; a la hora de dormir, me seduce los oídos con esas tiernas baladas que andan en busca de mi sueño; pero es inútil; algo tiembla en su voz y yo tiemblo.

    Hace poco golpearon a la puerta. Ella dormía profundamente; sólo cuando los golpes comenzaban a herir mis oídos, mi madre se revolvió en la cama. "¿Quién es…?" Silencio. "¿Eres tú, Jorge?", volvió a indagar mi madre con un tono de voz que raspó la angustia. Y otra vez el silencio. Un silencio tan denso que yo-pegado a ella- podía escuchar los latidos de su corazón.

    En esos momentos, alguien profirió una carcajada soez. "¿Quién está ahí?" pensó mi madre. No lo dijo. Sólo lo pensó.

    Entonces, el hombre de la ronca risa, liberó su ronca voz: "Pronto vendremos a buscarte, puta, muy pronto".

    Mi madre nunca me había dicho que era una puta; tampoco me explicó que quería decir esa palabra; no obstante, intuyó mi ansiedad, porque casi al instante le oí decir que me tranquilizara.

    Y nuevamente sentí sus manos rodeando mi cuerpo mientras ella lloraba en silencio.

     Yo me sentí más que nunca unido a su vientre, percibiendo las sordas implosiones de su corazón. Claro que también escuchaba el rumor de la sangre dilatándole las venas, y, por primera vez, tuve noción del miedo, ese miedo nuevo que amenazaba escandalizar mi carne.

    Al fin logró calmarse y tal vez para distraerme, me explicó que preparaba un árbol de navidad porque quería festejar la nochebuena conmigo. Entonces, adivinando mi curiosidad, me dijo que Cristo, el hijo de Dios, había nacido en un humilde pesebre más de dos mil años atrás (aunque yo no sabía nada respecto al tal Cristo, imaginé que sería muy importante teniendo en cuenta la manera especial en que lo nombraba).

    Imprevistamente, me confesó que Jorge vendría a visitarnos. "Él sabe el valor que tiene la Navidad para mí", me dijo, y yo, dentro de mi oscuro mundo, pensé que era feliz en esos momentos, dialogando con su Dios y su Cristo navideño.

    Creo que los dos nos disponíamos a dormir, cuando yo también me sentí emocionado al escuchar  sus dulcísimas canciones, todo, claro está, sin dejar de recordarme a Jorge, prometiéndome que muy pronto me llevarían a una nueva casa; que después que el doctor me operara, yo también podría hablar y ver; que pese a las desgracias, el mundo era hermoso y aún eran posibles los verdes, amarillos y celestes que pronto deslumbrarían a mis ojos, "… porque Jorge no nos abandonará", repetía siempre, siempre Jorge en la ansiedad de su voz.

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