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El Aristócrata Solterón por Sir Arthur Conan Doyle (página 2)


Partes: 1, 2

-Entonces discutimos lo que debíamos hacer, y Frank era partidario de revelarlo todo, pero a mí me daba tanta vergüenza que prefería desaparecer y no volver a ver a nadie; todo lo más, escribirle unas líneas a papá para hacerle saber que estaba viva. Me resultaba espantoso pensar en todos aquellos personajes de la nobleza, sentados a la mesa y esperando mi regreso. Frank cogió mis ropas y demás cosas de novia, hizo un bulto con todas ellas y las tiró en algún sitio donde nadie las encontrara, para que no me siguieran la pista por ellas. Lo más seguro es que nos hubiéramos marchado a París mañana, pero este caballero, el señor Holmes, vino a vernos esta tarde y nos hizo ver con toda claridad que yo estaba equivocada y Frank tenía razón, y tanto secreto no hacía sino empeorar nuestra situación. Entonces nos ofreció la oportunidad de hablar a solas con lord St. Simon, y por eso hemos venido sin perder tiempo a su casa. Ahora, Robert, ya sabes todo lo que ha sucedido; lamento mucho haberte hecho daño y espero que no pienses muy mal de mí.

Lord St. Simon no había suavizado en lo más mínimo su rígida actitud, y había escuchado el largo relato con el ceño fruncido y los labios apretados.

-Perdonen -dijo-, pero no tengo por costumbre discutir de mis asuntos personales más íntimos de una manera tan pública.

-Entonces, ¿no me perdonas? ¿No me darás la mano antes de que me vaya?

-Oh, desde luego, si eso le causa algún placer -extendió la mano y estrechó fríamente la que le tendían.

-Tenía la esperanza -surgió Holmes- de que me acompañaran en una cena amistosa.

-Creo que eso ya es pedir demasiado -respondió su señoría-. Quizás no me quede más remedio que aceptar el curso de los acontecimientos, pero no esperarán que me ponga a celebrarlo. Con su permiso, creo que voy a despedirme. Muy buenas noches a todos -hizo una amplia reverencia que nos abarcó a todos y salió a grandes zancadas de la habitación.

-Entonces, espero que al menos ustedes me honren con su compañía -dijo Sherlock Holmes-. Siempre es un placer conocer a un norteamericano, señor Moulton; soy de los que opinan que la estupidez de un monarca y las torpezas de un ministro en tiempos lejanos no impedirán que nuestros hijos sean algún día ciudadanos de una única nación que abarcará todo el mundo, bajo una bandera que combinará los colores de la Union Jack con las Barras y Estrellas.

-Ha sido un caso interesante -comentó Holmes cuando nuestros visitantes se hubieron marchado-, porque demuestra con toda claridad lo sencilla que puede ser la explicación de un asunto que a primera vista parece casi inexplicable. No podríamos encontrar otro más inexplicable. Y no encontraríamos una explicación más natural que la serie de acontecimientos narrada por esta señora, aunque los resultados no podrían ser más extraños si se miran, por ejemplo, desde el punto de vista del señor Lestrade, de Scotland Yard.

-Así pues, no se equivocaba usted.

-Desde un principio había dos hechos que me resultaron evidentísimos. El primero, que la novia había acudido por su propia voluntad a la boda; el otro, que se había arrepentido a los pocos minutos de regresar a casa. Evidentemente, algo había ocurrido durante la mañana que le hizo cambiar de opinión. ¿Qué podía haber sido? No podía haber hablado con nadie, porque todo el tiempo estuvo acompañada del novio. ¿Acaso había visto a alguien? De ser así, tenía que haber sido alguien procedente de América, porque llevaba demasiado poco tiempo en nuestro país como para que alguien hubiera podido adquirir tal influencia sobre ella que su mera visión la indujera a cambiar tan radicalmente de planes. Como ve, ya hemos llegado, por un proceso de exclusión, a la idea de que la novia había visto a un americano. ¿Quién podía ser este americano, y por qué ejercía tanta influencia sobre ella? Podía tratarse de un amante; o podía tratarse de un marido. Sabíamos que había pasado su juventud en ambientes muy rudos y en condiciones poco normales. Hasta aquí había llegado antes de escuchar el relato de lord St. Simon. Cuando éste nos habló de un hombre en un reclinatorio, del cambio de humor de la novia, del truco tan transparente de recoger una nota dejando caer un ramo de flores, de la conversación con la doncella y confidente, y de la significativa alusión a «pisarle la licencia a otro», que en la jerga de los mineros significa apoderarse de lo que otro ha reclamado con anterioridad, la situación se me hizo absolutamente clara. Ella se había fugado con un hombre, y este hombre tenía que ser un amante o un marido anterior; lo más probable parecía lo último.

-¿Y cómo demonios consiguió usted localizarlos?

-Podría haber resultado dificil, pero el amigo Lestrade tenía en sus manos una información cuyo valor desconocía. Las iniciales, desde luego, eran muy importantes, pero aún más importante era saber que hacía menos de una semana que nuestro hombre había pagado su cuenta en uno de los hoteles más selectos de Londres.

-¿De dónde sacó lo de selecto?

-Por lo selecto de los precios. Ocho chelines por una cama y ocho peniques por una copa de jerez indicaban que se trataba de uno de los hoteles más caros de Londres. No hay muchos que cobren esos precios. En el segundo que visité, en Northumberland Avenue, pude ver en el libro de registros que el señor Francis H. Moulton, caballero norteamericano, se había marchado el día anterior; y al examinar su factura, me encontré con las mismas cuentas que habíamos visto en la copia. Había dejado dicho que se le enviara ?a correspondencia al 226 de Gordon Square, así que allá me encaminé, tuve la suerte de encontrar en casa a la pareja de enamorados yme atrevía ofrecerles algunos consejos paternales, indicándoles que sería mucho mejor, en todos los aspectos, que aclararan un poco su situación, tanto al público en general como a lord St. Simon en particular. Los invité a que se encontraran aquí con él y, como ve, conseguí que también él acudiera a la cita.

-Pero con resultados no demasiado buenos -comenté yo-. Desde luego, la conducta del caballero no ha sido muy elegante.

-¡Ah, Watson! -dijo Holmes sonriendo-. Puede que tampoco usted se comportara muy elegantemente si, después de todo el trabajo que representa echarse novia y casarse, se encontrara privado en un instante de esposa y de fortuna. Creo que debemos ser clementes al juzgar a lord St. Simon, y dar gracias a nuestra buena estrella, porque no es probable que lleguemos a encontrarnos en su misma situación. Acerque su silla y páseme el violín; el único problema que aún nos queda por resolver es cómo pasar estas aburridas veladas de otoño.

 

Enviado por:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.

"NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"®

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Santiago de los Caballeros,

República Dominicana,

2015.

"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR SIEMPRE"®

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