El otoño del patriarca de Gabriel García Marquéz. Primeros y últimos días de su gobierno
Enviado por Rafael Bolivar Grimaldos
- Comandante Supremo de las tres Armas y Presidente de la República
- Nadie lo creyó al principio
- Bendición Alvarado barrió hasta un poco antes del alba
- Cómo ordenar la casa desbastada
- Abatido por el lado oculto de la verdad
- Asustados ante el poder
- Desbaratando las estrategias del Consejo de Gobierno
- Más lúcido a pesar de los rumores
- Las memorias del embajador Kippling
- Los mares vuelven siempre
- En búsqueda de otro posible doble
- Lo reconoció desde la limusina presidencial
- Su desaparición
- En los extremos últimos de su vejez
- Resultados de los exámenes médicos
- Eran todas iguales
- No se recordaba a sí mismo
- Su memoria había llegado al extremo contrario
- Sus últimos pasos y momentos
- Fuente
Gabriel José de la Concordia García Márquez (1927 – ) es un escritor, novelista, cuentista, guionista y periodista colombiano. En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura. Es conocido familiarmente y por sus amigos como Gabo.
Comandante Supremo de las tres Armas y Presidente de la República
y entonces fue cuando el comandante Kitchener me dijo señalando el cadáver que ya lo ves, general, así es cómo terminan los que levantan la mano contra su padre,
no se te olvide cuando estés en tu reino, le dijo,
aunque ya estaba, al cabo de tantas noches de insomnios de espera, tantas rabias aplazadas, tantas humillaciones digeridas, ahí estaba, madre,
proclamado comandante supremo de las tres armas y presidente de la república por tanto tiempo cuanto fuera necesario para el restablecimiento del orden y el equilibrio económico de la nación,
lo habían resuelto por unanimidad los últimos caudillos de la federación con el acuerdo del senado y la cámara de diputados en pleno
y el respaldo de la escuadra británica por mis tantas y tan difíciles noches de dominó con el cónsul Macdonall,
Nadie lo creyó al principio
sólo que ni yo ni nadie lo creyó al principio, por supuesto, quién lo iba a creer en el tumulto de aquella noche de espanto
si la propia Bendición Alvarado no acababa todavía de creerlo en su lecho de podredumbre
No encontraba por dónde empezar a gobernar
cuando evocaba el recuerdo del hijo que no encontraba por dónde empezar a gobernar en aquel desorden,
no hallaban ni una hierba de cocimiento para la calentura en aquella casa inmensa y sin muebles
en la cual no quedaba nada de valor sino los óleos apolillados de los virreyes y los arzobispos de la grandeza muerta de España,
todo lo demás se lo habían ido llevando poco a poco los presidentes anteriores para sus dominios privados,
no dejaron ni rastro del papel de colgaduras de episodios heroicos en las paredes,
los dormitorios estaban llenos de desperdicios de cuartel,
había por todas partes vestigios olvidados de masacres históricas y consignas escritas con un dedo de sangre por presidentes ilusorios de una sola noche,
pero no había siquiera un petate donde acostarse a sudar una calentura,
Bendición Alvarado barrió hasta un poco antes del alba
de modo que su madre Bendición Alvarado arrancó una cortina para envolverme y lo dejó acostado en un rincón de la escalera principal
mientras ella barrió con la escoba de ramas verdes los aposentos presidenciales que estaban acabando de saquear los ingleses,
barrió el piso completo defendiéndose a escobazos de esta pandilla de filibusteros que trataban de violarla detrás de las puertas,
y un poco antes del alba se sentó a descansar junto al hijo aniquilado por los escalofríos, envuelto en la cortina de peluche,
sudando a chorros en el último peldaño de la escalera principal de la casa devastada
mientas ella trataba de bajarle la calentura con sus cálculos fáciles de que no te dejes acoquinar por este desorden, hijo,
Cómo ordenar la casa desbastada
es cuestión de comprar unos taburetes de cuero de los más baratos y se les pintan flores y animales de colores, yo misma los pinto, decía,
es cuestión de comprar unas hamacas para cuando haya visitas, sobre todo eso, hamacas,
porque en una casa como ésta deben llegar muchas visitas a cualquier hora sin avisar, decía,
se compra una mesa de iglesia para comer, se compran cubiertos de hierro y platos de peltre para que aguanten la mala vida de la tropa,
se compra un tinajero decente para el agua de beber y un anafe de carbón y ya está,
al fin y al cabo es plata del gobierno, decía para consolarlo, pero él no la escuchaba,
Abatido por el lado oculto de la verdad
abatido por las primeras malvas del amanecer que iluminaban en carne viva el lado oculto de la verdad,
consciente de no ser nada más que un anciano de lástima que temblaba de fiebre sentado en las escaleras pensando sin amor madre mía Bendición Alvarado de modo que ésta era toda la vaina, carajo,
de modo que el poder era aquella casa de náufragos, aquel olor humano de caballo quemado,
aquella aurora desolada de otro doce de agosto igual a todos era la fecha del poder,
madre, en qué vaina nos hemos metido, padeciendo la desazón original,
el miedo atávico del nuevo siglo de tinieblas que se alzaba en el mundo sin su permiso,
Asustados ante el poder
cantaban los gallos en el mar, cantaban los ingleses en inglés recogiendo los muertos del patio
cuando su madre Bendición Alvarado terminó las cuentas alegres con el saldo de alivio de que no me asustan las cosas de comprar y los oficios por hacer, nada de eso, hijo,
lo que me asusta es la cantidad de sábanas que habrá que lavar en esta casa,
y entonces fue él quien se apoyó en la fuerza de su desilusión para tratar de consolarla con que duerma tranquila, madre, en este país no hay presidente que dure, le dijo,
Desbaratando las estrategias del Consejo de Gobierno
ya verá como me tumban antes de quince días, le dijo, y no sólo lo creyó entonces sino que lo siguió creyendo en cada instante de todas las horas de su larguísima vida de déspota sedentario,
tanto más cuanto más lo convencía la vida de que los largos años del poder no traen dos días iguales,
que habría siempre una intención oculta en los propósitos de un primer ministro
cuando éste soltaba la deflagración deslumbrante de la verdad en el informe de rutina del miércoles,
y él apenas sonreía, no me diga la verdad, licenciado, que corre el riesgo de que se la crea, desbaratando con aquella sola frase toda una laboriosa estrategia del consejo de gobierno para tratar de que firmara sin preguntar,
Más lúcido a pesar de los rumores
pues nunca me pareció más lúcido que cuando más convincentes se hacían los rumores
de que él se orinaba en los pantalones sin darse cuenta durante las visitas oficiales,
me parecía más severo a medida que se hundía en el remanso de la decrepitud
con unas pantuflas de desahuciado y los espejuelos de una sola pata amarrada con hilo de coser
y su índole se había vuelto más intensa y su instinto más certero para apartar lo que era inoportuno y firmar lo que convenía sin leerlo, qué carajo,
si al fin y al cabo nadie me hace caso, sonreía, fíjese que había ordenado que pusieran una tranca en el vestíbulo para que las vacas no se treparan por las escaleras,
y ahí estaba otra vez, vaca, vaca, había metido la cabeza por la ventana de la oficina y se estaba comiendo las flores de papel del altar de la patria,
pero él se limitaba a sonreír que ya ve lo que le digo, licenciado, lo que tiene jodido a este país es que nadie me ha hecho caso nunca, decía,
Las memorias del embajador Kippling
y lo decía con una claridad de juicio que no parecía posible a su edad,
aunque el embajador Kippling contaba en sus memorias prohibidas que por esa época lo había encontrado en un penoso estado de inconsciencia senil
que ni siquiera le permitía valerse de sí mismo para los actos más pueriles,
contaba que lo encontró ensopado de una materia incesante y salobre que le manaba de la piel,
que había adquirido un tamaño descomunal de ahogado y una placidez lenta de ahogado a la deriva
y se había abierto la camisa para mostrarme el cuerpo tenso y lúcido de ahogado de tierra firme
en cuyos resquicios estaban proliferando parásitos de escollos de fondo de mar,
tenía rémora de barco en la espalda, tenía pólipos y crustáceos microscópicos en las axilas,
Los mares vuelven siempre
pero estaba convencido de que aquellos retoños de acantilados eran apenas los primeros síntomas del regreso espontáneo del mar que ustedes se llevaron, mi querido Johnson,
porque los mares son como los gatos, dijo, vuelven siempre, convencido de que los bancos de percebes de sus ingles eran el anuncio secreto de un amanecer feliz
en que iba a abrir la ventana de su dormitorio y había de ver de nuevo las tres carabelas del almirante de la mar océana
En búsqueda de otro posible doble
que se había cansado de buscar por el mundo entero para ver si era cierto lo que le habían dicho
que había otro que tenía las manos lisas como él y como tantos otros grandes de la historia,
había ordenado traerlo, incluso por la fuerza, cuando otros navegantes le contaron que lo habían visto cartografiando las ínsulas innumerables de los mares vecinos,
cambiando por nombres de reyes y de santos sus viejos nombres de militares
mientras buscaba en la ciencia nativa lo único que le interesaba de veras
que era descubrir algún tricófero magistral para su calvicie incipiente,
Lo reconoció desde la limusina presidencial
habíamos perdido la esperanza de encontrarlo de nuevo
cuando él lo reconoció desde la limusina presidencial
disimulado dentro de un hábito pardo con el cordón de San Francisco en la cintura
haciendo sonar una matraca de penitente entre las muchedumbres dominicales del mercado público y sumido en tal estado de penuria moral
que no podía creerse que fuera el mismo que habíamos visto entrar en la sala de audiencias
con el uniforme carmesí y las espuelas de oro y la andadura solemne de bogavante en tierra firme,
Su desaparición
pero cuando trataron de subirlo en la limusina por orden suya no encontramos ni rastros mi general, se lo tragó la tierra,
decían que se había vuelto musulmán,
que había muerto de pelagra en el Senegal y había sido enterrado en tres tumbas distintas de tres ciudades diferentes del mundo aunque en realidad no estaba en ninguna,
condenado a vagar de sepulcro en sepulcro hasta la consumación de los siglos por la suerte torcida de sus empresas,
porque ese hombre tenía la pava, mi general, era más cenizo que el oro,
En los extremos últimos de su vejez
pero él no lo creyó nunca, seguía esperando que volviera en los extremos últimos de su vejez
cuando el ministro de la salud le arrancaba con unas pinzas las garrapatas de buey que le encontraba en el cuerpo y él insistía en que no eran garrapatas, doctor,
es el mar que vuelve, decía, tan seguro de su criterio
que el ministro de la salud había pensado muchas veces que él no era tan sordo como hacía creer en público
ni tan despalomado como aparentaba en las audiencias incómodas,
Resultados de los exámenes médicos
aunque un examen de fondo había revelado que tenía las arterias de vidrio,
tenía sedimentos de arena de playa en los riñones
y el corazón agrietado por falta de amor,
así que el viejo médico se escudó en una antigua confianza de compadre para decirle que ya es hora de que entregue los trastos mi general,
resuelva por lo menos en qué manos nos va a dejar, le dijo, sálvenos del desmadre,
pero él le preguntó asombrado que quién le ha dicho que yo me pienso morir, mi querido doctor, que se mueran otros, qué carajo,
y terminó con ánimo de burla que hace dos noches me vi yo mismo en la televisión y me encontré mejor que nunca, como un toro de lidia, dijo, muerto de risa,
pues se había visto entre brumas, cabeceando de sueño y con la cabeza envuelta en una toalla mojada frente a la pantalla
sin sonido de acuerdo con los hábitos de sus últimas veladas de soledad,
Eran todas iguales
estaba de veras más resuelto que un toro de lidia ante el hechizo de la embajadora de Francia, o tal vez era de Turquía, o de Suecia, qué carajo,
eran tantas iguales que no las distinguía y había pasado tanto tiempo
No se recordaba a sí mismo
que no se recordaba a sí mismo entre ellas con el uniforme de noche y una copa de champaña intacta en la mano durante la fiesta de aniversario del 12 de agosto,
o en la conmemoración de la victoria del 14 de enero, o del renacimiento del 13 de marzo, qué sé yo,
si en el galimatías de fechas históricas del régimen había terminado por no saber cuándo era cuál ni cuál correspondía a qué
ni le servían de nada los papelitos enrollados que con tan buen espíritu y tanto esmero había escondido en los resquicios de las paredes
porque había terminado por olvidar qué era lo que debía recordar,
los encontraba por casualidad en los escondites de la miel de abeja
y había leído alguna vez que el 7 de abril cumple años el doctor Marcos de León,
hay que mandarle un tigre de regalo, había leído, escrito de su puño y letra, sin la menor idea de quién era,
sintiendo que no había un castigo más humillante ni menos merecido para un hombre que la traición de su propio cuerpo,
había empezado a vislumbrarlo desde mucho antes de los tiempos inmemoriales de José Ignacio Sáenz de la Barra
cuando tuvo conciencia de que apenas sabía quién era quién en las audiencias de grupo,
un hombre como yo que era capaz de llamar por su nombre y su apellido a toda una población de las más remotas de su desmesurado reino de pesadumbre,
Su memoria había llegado al extremo contrario
y sin embargo había llegado al extremo contrario,
había visto desde la carroza a un muchacho conocido entre la muchedumbre y se había asustado tanto de no recordar dónde lo había visto antes
que lo hice arrestar por la escolta mientras me acordaba,
un pobre hombre de monte que estuvo 22 años en un calabozo repitiendo la verdad establecida desde el primer día en el expediente judicial,
que se llamaba Braulio Linares Moscote, que era hijo natural pero reconocido de Marcos Linares, marinero de agua dulce, y de Delfina Moscote, criadora de perros tigreros,
ambos con domicilio conocido en el Rosal del Virrey,
que estaba por primera vez en la ciudad capital de este reino porque su madre lo había mandado a vender dos cachorros en los juegos florales de marzo,
que había llegado en un burro de alquiler sin más ropas que las que llevaba puestas al amanecer del mismo jueves en que lo arrestaron,
que estaba en un tenderete del mercado público tomándose un pocillo de café cerrero mientras les preguntaba a las fritangueras si no sabían de alguien que quisiera comprar dos cachorros cruzados para cazar tigres,
que ellas le habían contestado que no
Sus últimos pasos y momentos
habían dado las once cuando recorrió otra vez la casa completa en sentido contrario alumbrándose con la lámpara mientras apagaba las luces hasta el vestíbulo,
se vio a sí mismo uno por uno hasta catorce generales repetidos caminando con una lámpara en los espejos oscuros,
vio una vaca despatarrada bocarriba en el fondo del espejo de la sala de música, vaca, vaca, dijo, estaba muerta, qué vaina,
pasó por los dormitorios de la guardia para decirles que había una vaca muerta dentro de un espejo,
ordenó que la saquen mañana temprano, sin falta, antes de que la casa se nos llene de gallinazos, ordenó,
registrando con la luz las antiguas oficinas de la planta baja en busca de las otras vacas perdidas, eran tres,
las buscó en los retretes, debajo de las mesas, dentro de cada uno de los espejos,
subió a la planta principal registrando los cuartos cuarto por cuarto y sólo encontró una gallina
echada bajo el mosquitero de punto rosado de una novicia de otros tiempos cuyo nombre había olvidado,
tomó la cucharada de miel de abejas de antes de acostarse,
volvió a poner el frasco en el escondite donde había uno de sus papelitos con la fecha de algún aniversario del insigne poeta Rubén Darío a quien Dios tenga en la silla más alta de su santo reino,
volvió a enrollar el papelito y lo dejó en su sitio mientras rezaba de memoria la oración certera de
padre y maestro mágico liróforo celeste que mantienes a flote los aeroplanos en el aire y los trasatlánticos en el mar,
Se sintió arrastrando sus grandes patas de desahuciado insomne a través de las últimas albas fugaces de amaneceres verdes de las vueltas del faro,
oía los vientos en pena del mar que se fue,
oía la música del ánima de una parranda de bodas en que estuvo a punto de morir por la espalda en un descuido de Dios,
encontró una vaca extraviada y le cerró el paso sin tocarla, vaca, vaca,
regresó al dormitorio, iba viendo al pasar frente a las ventanas el paraco de luces de la ciudad sin mar en todas las ventanas,
sintió el vapor caliente del misterio de sus entrañas,
el arcano de su respiración unánime,
la contempló veintitrés veces sin detenerse
y padeció para siempre como siempre la incertidumbre del océano vasto e inescrutable del pueblo dormido con la mano en el corazón,
se supo aborrecido por quienes más lo amaban,
se sintió alumbrado con velas de santos,
sintió su nombre invocado para enderezar la suerte de las parturientas y cambiar el destino de los moribundos,
sintió su memoria exaltada por los mismos que maldecían a su madre cuando veían los ojos taciturnos,
los labios tristes, la mano de novia pensativa detrás de los cristales de acero transparente de los tiempos remotos de la limusina sonámbula
y besábamos la huella de su bota en el barro y le mandábamos conjuros para una mala muerte
en las noches de calor cuando veíamos desde los patios las luces errantes en las ventanas sin alma de la casa civil,
nadie nos quiere, suspiró, asomado al antiguo dormitorio de pajarera exangüe pintora de oropéndolas de su madre Bendición Alvarado con el cuerpo sembrado de verdín,
que pase buena muerte, madre, le dijo, muy buena muerte, hijo, le contestó ella en la cripta,
Fuente
El otoño del patriarca de Gabriel García Marqués
Texto adecuado para facilitar su lectura.
Enviado por:
Rafael Bolívar Grimaldos