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Las campanas de la muerte (página 3)


Partes: 1, 2, 3

Cortante como suele la nevada

Llenar de hielo montes espaciosos.

Tejió el dolor suspiros donde, hermosos,

Vencer pudieron, antes de la helada,

Sus labios una larga madrugada

Que, a media tarde, trajo sus reposos.

Y se apagó la lumbre donde bella

Más clara pareció que el sol luciente

Su mágica pupila, clara estrella.

Cedió la vida y fuese lentamente,

El feudo abandonando y la querella

Que defender no pudo débilmente.

Soneto XXI

No olvidarán jamás su risa tierna

Aquellos que con gala recibieron

Su gracia, al contemplarla, y la quisieron

Igual que ella los quiso, alma materna.

El llanto los conduce y los gobierna,

Callado pero firme, pues supieron

Sin lágrimas llorarla y lo tuvieron

Como un dolor discreto, herida interna.

Y yace ya, mas tuvo ayer más vida,

La rosa más templada y más ligera

De cuantas vio la tierra, allí dormida.

Será el sueño morada, aunque severa,

De su sonrisa dulce y atrevida,

Al apurarse triste dondequiera.

Soneto XXII

La hierba dormirá herida en el suelo

Y pasarán los osos la invernada,

Y, triste en el silencio de la nada,

El mundo será niebla bajo el cielo:

Podrán buscar las aves otro suelo

Dormido en los secretos de la helada,

De nuevo impertinente, y la nevada

El bosque harán de blanco terciopelo.

No quedarán más rosas ni más flores

Que al campo den su vida como antaño,

Ni el sol verá en la tierra más colores.

En cambio, no fue el viento quien el daño

Dejó impreso en tu rostro y los temores:

El beso fue estival, mediando el año.

Soneto XXIII

Rozar no pudo el hielo limpio y duro

De aquella madrugada con empeño

La aurora que, llenándonos de ensueño,

Corrió feliz y rápida en su apuro.

Rozar no pudo el cielo el aire puro

Al verla despertar a un nuevo sueño

Ni darle su mansión, de la que dueño

Dejó un corcel hermoso pero oscuro.

Al viento irá su voz, irá su aliento,

Cruzando, con la tarde los espacios

Que duermen ya la calma de su suerte.

Será ilusión su voz en un momento

Y luego será sueño en los palacios

Del aire de la nada y de la muerte.

Soneto XXIV

Robaron la ambición de un sol valiente

Que quiso derramarse con la vida,

Que, abriendo del crepúsculo la herida,

Corrió por los paisajes sanamente.

Robaron su color, que, reluciente,

Del sueño despertó al alba dormida,

Llamándola al lugar donde, escondida,

También se derramó como una fuente.

Robaron un sol claro de altos vuelos,

Su gracia, su belleza, su hermosura,

Así como la luz la madrugada.

Robaron los colores de los cielos,

Sus claros, sus azules, la hermosura

Que pronto diluyeron en la nada.

Soneto XXV

Rindióse el sol y, muerto en su torrente,

Dejó volar su luz, que, ya sombría,

Las brasas entregó a la noche fría

Para ocultar después su bella frente.

Desfalleció y rindió el bastión valiente

La vida que en sus ojos se encendía,

Sabiendo que moría con el día

La fuerza de su espíritu doliente.

Murió la brisa suave y la mañana

Vistió el color callado del olvido,

Tras el coral febril que se hizo oscuro.

Mas ya faltaba el brillo que, lozana,

En su mirar buscó, si ya vencido,

El aire que al rozarla fue más puro.

Soneto XXVI

Lucero hizo el color que hirió una estrella

Brotando en las antorchas con holgura,

Para, al llenar un vuelo de ternura

Y luz, dejarla arder y arder en ella:

Más clara pudo herir la luz más bella

Con su puñal de sol y de hermosura,

Que el cuarto iba llenando de blancura

Quién sabe si la muerte o una querella.

Más clara pudo herir, y hacerlo pudo

Con besos traicioneros y engañosos

Que el aire vicia si se queda mudo.

Así Pilar los ojos aún hermosos

Cerró al aire fatal, aire desnudo,

Pincel sin luz de versos mentirosos.

Soneto XXVII

La luz cubrió su pelo y tornó helada

La magia del cabello que igualaron

Las nieves que su frente dibujaron,

Y el tiempo con su rauda pincelada.

Torrentes de alegría en su mirada

Recordarán los años que volaron,

Y el brillo que sus ojos alumbraron

Como el color que vierte la alborada.

También su risa bella se ha apagado

Como un suspiro triste de mañana

Que lento muere dado al aire cierto.

Su pelo bello fue, si bien nevado,

Y en su mirar hallé la luz temprana

De la niñez febril trocada en un desierto.

Soneto XXVIII

Las llamas de la antorcha que prendías

Con gana, en tus mirares perezosos,

Del alba los corceles orgullosos

Negaron cuando más los encendías.

La luz que te envidió cuando los días,

Quién sabe si enojados o envidiosos,

Corrieron de la vida silenciosos

Añora ya la llama que tenías.

Silencio es tu mirada donde sueña

Con gozo del sosiego en un retiro

Que la hace ser del cielo entero dueña:

Silencio es tu mirada o es suspiro

Que gime y se lamenta o se despeña

Sobre el espacio en blanco de un papiro.

Tercera parte

"Los lanceros del ocaso"

Para Gervasio

Soneto I

Partió de nuevo el buque, y, como un beso,

Siguió su estela hermosa dolorido,

Un pensamiento triste ya advertido

Pues este viaje emprende sin regreso.

De nuevo marca el rumbo, si travieso,

Parece alegre el viento que, encendido,

Las velas llena al fin y oye el sonido

Que causan, sin poder tenerlo preso.

No volverá la nave que del puerto

Volver a recordar algo quisiera,

Mas sí será por todos recordado.

Naufragará en el ancho desconcierto,

No ya de tantos años de costera,

Palacio a las espumas entregado.

Soneto II

El puerto abandonó y un sol ligero

Lo vuelve a recordar, que, en su mirada,

Alumbra el mar, la magia ensortijada

Del ponto que esculpió su mar sincero.

Dejó esta costa ya, viajó al lucero

Que, coralina, vierte la alborada,

Y en púrpura la enseña disfrazada

Nos muestra, al despertar al mundo entero.

Será, entre algas y conchas, sin apuro,

Más larga que otras esta singladura

Buscando el fondo, siempre más oscuro.

No lo verá la aurora, cuando, pura,

Sospechará su nombre, allí más puro,

Haciendo de su sueño una armadura.

Soneto III

Será nieve la espuma que se crece

En un templo de furia, será hechizo,

Rumor será y un beso de granizo

Si no es silencio al fin, donde amanece.

Será la timidez, cuando se mece

Callado entre los cielos e invernizo,

Un sol que, sobre mares, se deshizo,

Si no es la tarde débil que perece.

Será tal vez el mar que, generoso,

Sus extensiones muestra y su belleza,

Eterno como el cielo y quejumbroso.

Será el verso que, dicho con firmeza

El aire cortará cuando, alevoso,

Pronuncie un pensamiento de tristeza.

Soneto IV

No quiso dar sus lágrimas al cielo

Que al sol dejó, con tímida prudencia

Llorar, desde su azul, aquella ausencia,

Cruzando el horizonte por su suelo.

Acaso despertó mayor desvelo

La furia de los mares, su impaciencia,

Queriendo darle paz en la aquiescencia

De las profanidades de su suelo.

Sonó una melodía contenida

Y en un adiós sin voz, junto a las olas,

Su voz cubrió una brava sacudida.

Su espíritu, entre raras caracolas,

Reposo halló, ya lejos de la vida,

Donde la espuma teje sus cabriolas.

El crepúsculo

Desnudó el tiempo dorado

Al crepúsculo, su hechizo,

Mezclando un cielo rojizo

Y un astro alegre y callado.

Deshizo el cielo el bordado,

Y, al declinar sin esmero,

Descansó el sol, su lucero

Durmió en paz donde, agitadas,

Las olas dibujó airadas

Sobre un extraño platero.

Se hizo silencio y olvido

El rumor que, con las olas,

Ruido fue de caracolas,

Mansión, palacio dormido,

Y, en el cielo, malherido,

Valiente acaso y entero,

Cayó el sol y su sendero

Borraron, desenfrenadas,

Del mar las olas cansadas

Sobre un extraño platero.

Dibujo fue en las alturas

Aquel potro desbocado

Cuyo rayo derrotado

Iluminó las llanuras,

Las frondas, las espesuras,

Y, renunciando a su fuero,

Dejó de arder con esmero

Y sus luces apagadas

Reflejó el mar, hechizadas,

Sobre un extraño platero.

Sueño halló por los paisajes,

Sueño que, como oro viejo,

Ardió en un raro reflejo

Por recónditos parajes,

Y, harto ya de tantos viajes,

Inclinándose, sincero,

Sin luz quedó el mundo entero

Cuando se vieron doradas

Las estrellas embrujadas

Sobre un extraño platero.

Soneto V

La espuma alegre revolvió en los mares

Aquel viento dichoso que bullía,

Mirando a un cielo azul donde solía

El sol vestir de ocaso sus altares.

Las olas, con graciosos malabares,

Las olas agitaron cuando el día,

Perdido casi en sombra, renacía,

Tejiendo sus crepúsculos lunares.

El sol cayó y, unida al pensamiento,

Quedaba la memoria lastimosa,

Aireada por las brisas, por el viento.

Cuajó el cristal la sombra silenciosa,

Herido por la helada, cesó el viento,

La noche llegó triste y perezosa.

Soneto VI

Halló el descanso, el sueño merecido,

La paz halló, la calma en un torrente,

Cruzando el mar, que, alzada de repente,

El horizonte mira en el olvido.

Es mar su pecho, que, en el mar dormido,

El premio cobra en calma donde, hiriente,

La espuma salta y corre irreverente,

Como un sepulcro digno al ya vencido.

El fondo es, sin embargo, ese remanso

Donde se viste el agua para el sueño,

Sus rizos disfrazando de descanso.

Neptuno lo acogió y él es su dueño,

Que halló la paz en un palacio manso

Que el mar agita con más loco empeño.

Soneto VII

El puerto dejó atrás y el mar abierto,

Como un aventurero entre las olas,

Buscó, y el sol que agita sus cabriolas,

Buscando otros lugares, otro puerto.

Las velas desplegó por un desierto

Acuático de mares, donde, a solas,

Buscar en lo profundo caracolas

Pudiera el alma bajo un velo incierto.

Al mar volvió, volvió al azul dormido,

El alma, la materia que, a la espera.

El fondo hallará bello y reposado.

El puerto dejó atrás, viajó al olvido,

Las velas desplegó hacia otra costera

Donde acogió al ocaso el mar airado.

Soneto VIII

Al mar tornó de nuevo el marinero,

Palacio de cristal donde, ya muerta,

La luz sorprende entre la espuma incierta

Que traza el sol que prende su sendero.

La luz ardió del alba y un lucero

Los cielos alcanzó donde, despierta,

La voz de la mañana se concierta

Con mares de silencio traicionero.

Ardió la tarde y luego su camino

Que el sol herido sigue, paso a paso,

Alegre hizo llegar a su destino.

Ardió después la noche, y el ocaso,

Errante, silencioso y peregrino,

Su torre dejó al sueño con retraso.

Soneto IX

No pudo consumir lo que la muerte

No quiso para sí el ardiente fuego,

Que el alma rescató de un reino ciego

Su espíritu fugaz, libre a su suerte.

No pudo consumirlo, fue más fuerte

La sed de la ceniza, a cuyo ruego,

Lo vio navegar mares de sosiego

La calma que en los mares hoy se advierte.

No pudo desatar de las espumas

El alma aquella llama que, encendida,

Con fuerza ardió, si no con tanto brío.

Cruzar el mar podrá, volar las brumas,

Gozar la libertad más atrevida,

El aire atravesar a su albedrío.

Los corceles de la tarde

Lucieron gran hermosura

Al recorrer viejos cielos

Los corceles de la tarde,

Que, en un torrente, ligeros,

Sobre cordales viajaron

Y extensos mares vencieron,

Enseñando su belleza

Del más claro y blanco acero.

Les dio la aurora blancura,

Los hizo el ocaso verso

De corales encendidos,

Encendieron sus reflejos

Los paisajes al mirarlos

Sobre la altura del cielo,

La llamarada envidiando

De los potrillos traviesos.

Corrieron la altura toda

Y la carrera vencieron

Para en púrpura vestirse,

Para enterrarse en el cieno,

En los velos que la noche,

Haciendo oscuro el silencio,

Y, dejando que, escondida,

Teja la helada sus hielos.

Soneto X

La escarcha de su voz ecos extraños

Halló en el aire donde aquel hechizo

Su risa hizo volar como el granizo,

Herido del invierno de los años.

Brotó alegre la fuente y en los caños

De su sonrisa el hielo se deshizo,

Y luego buscó el mar en cuyo rizo

De espumas recibiera tantos daños.

Susurran hoy del viejo marinero

Las olas mil canciones en las calas;

Del sol las canta en tierra su lucero.

La aurora y el ocaso con sus galas

Nos pintan su perfil, el cielo entero,

Que quiere a las espumas dar sus alas.

Soneto XI

La herida en hielo ardió y la luz cobarde

Que en verso alzó los mares que retrata,

El ponto amó, por donde se dilata

La llama de la altura donde aún arde.

Fue el fuego de un torrente aquella tarde

El que imprimió la luz bordada en plata,

Un sol que tejió el cielo de escarlata,

Reflejo en que cuajó con vano alarde.

La costa el sol miró, que, vagabundo,

Al declinar, un pájaro sin plumas,

Aquel bajel halló de mundo a mundo.

Las olas se encresparon, las espumas,

Los besos de la brisa, y, moribundo,

Dejó un rayo de sol sobre las brumas.

Soneto XII

Llegó a puerto el coral que se encendía,

Antorcha al despertar de la alborada

Que el cielo rompe, siempre alborotada.

Como un lucero hermoso con el día.

La noche un velo trajo en que dormía,

Donde dejó la paz la brisa helada,

La luz de las estrellas reposada

Que el alba con su nueva luz rompía.

Siguió la vida, en fin, y nuevos soles

Traerán los ciclos a adornar el cielo,

Que vestirán de nuevo su blancura.

Allí hallaremos nuevos arreboles,

Memoria allá en los mares y un consuelo,

Sabiendo que lo abraza el agua pura.

 

 

Autor:

José Ramón Muñiz Álvarez

2005-2208 © José Ramón Muñiz Álvarez

"Las campanas de la muerte"

Partes: 1, 2, 3
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