Doctrina pueril
Enviado por Lourdes Rensoli Laliga
A Najmeh y Reza Shobeyri
en el Centenario del nacimiento de Antoine de S. Exupèry
Hace siete siglos un caballero, tan perfecto que su Libro de la orden de caballería se convirtió en modelo epocal, en paradigma del perfecto caballero, abandonó la vida aventurera y galante por la sabiduría y el servicio a Dios. Lleno de amor y de fe, compuso muchas obras como la que presta su título a estas páginas, que comienza diciendo: "Hijo, sabe que artículos (de fe) son creer y amar cosas verdaderas y maravillosas"(1).
Esta frase podría servir como resumen de su vida y obra. En la Historia de los tres sabios y el gentil, el propio Ramón Llull llamaba a la unidad de las tres religiones del Libro. Resulta maravilloso que en pleno siglo XIII, mientras las Cruzadas, la Reconquista, la intolerancia contra los judíos dividían a los creyentes en un mismo Dios y los enfrentaban a muerte en demasiados casos–lo cual por desdicha no ha dejado de ocurrir–, el sabio mallorquín dirigiera su atención a un problema eterno: un pagano, que desconoce a Dios, sufre, se pregunta por el sentido de la vida, lo embargan una tristeza y un escepticismo existenciales de los que sólo tres amigos entrañables, cada uno de una religión del Libro, podrán sacarlo hablándole del Dios único y eterno, del modo como cada uno lo conoce, sin afán proselitista, guiados sólo por el amor al prójimo.
Esta simplicidad para reconocer lo verdaderamente importante en el mundo, para amar por encima de las diferencias y polémicas, para exhortar a buscar lo puro y simple, es la esencia de la "doctrina pueril", educativa, para niños. Pues los ojos del niño pueden penetrar los corazones, ver con el alma. Es también la esencia de la hermosa obra de Antoine de Saint-Exúpery, El principito.
En una Europa tan desgarrada como aquella en la que le tocó vivir a Lulio, pero además en total crisis de valores y de fe, Saint-Exúpery buscó un sentido diferente de la vida, capaz de devolver la esperanza, y lo expresó en prosa poética, no por menosprecio de la noble ciencia filosófica, sino porque, cuando el dolor es demasiado grande, cuando la angustia no da tregua, hay que emplear el lenguaje suave y sugerente que consuela, la emoción evidente que encubre el misterio, hay que apelar a la voz del amor, que es siempre inocente. Boecio y Pascal, filósofos, supieron hacerlo. Saint-Exúpery, poeta, lo hizo en su inolvidable narración. Ni él ni Lulio subestimaron las dotes del niño para creer y amar.
Es lamentable que la evolución de muchas lenguas haya privado al calificativo pueril de su carga de encanto, para revestirlo de cierto matiz peyorativo. En su acepción original sólo designaba aquello relacionado con el niño y tituló la maravillosa enciclopedia luliana para uso infantil, donde las más complejas cuestiones se exponían con sencillez y ternura. "Doctrina pueril" no era entonces equivalente a "doctrina trivial" o inmadura, sino aún no contaminada por el mundo. Tal es El principito.
Podría pensarse, en una valoración superficial o tendenciosa, propia de los "adultos"–el reyezuelo, el bebedor, el negociante, incluyendo a quienes lo son a su pesar–que este libro realiza una apología de la infancia, de una utópica simplicidad buena en todo caso para momentos difíciles. Dos siglos distanciaban a Saint-Exúpery de su compatriota Rousseau y su Emilio, dos siglos durante los cuales la humanidad había sufrido un deterioro moral lo suficientemente grande como para recordar el alerta de Rousseau.
La lengua castellana ofrece ejemplos de similares intenciones siglos antes en los Castigos e documentos del rei don Sancho. La cultura islámica medieval, amplia y rica, tan influyente en la española, cuenta con brillantísimas muestras como la historia de Hayy, narrada por Ibn Tufaíl, quien, más de un siglo antes de Lulio, vertió en El filósofo autodidacto(2) la doctrina acerca de la luz natural.
Este nuevo Moisés fue salvado de las aguas por la misma Providencia que llamaría en su ayuda el autor de Amadís de Gaula, de modo similar a Kabir en la India del siglo XV. Según algunos, Hayy había nacido de los amores secretos de una princesa. Según otros, de cierta fermentación causada por los agentes naturales en arcilla animada por el soplo divino, repitiendo en menor escala el milagro de la Creación. También sin padres existe el principito. Su pequeño asteroide, compartido con flores y peligrosos baobads, guarda un gran parecido con la islita de Ibn Tufaíl. La fantasía de la isla desierta donde existen maravillas desconocidas de la "civilización" se ha replegado en nuestros días al espacio extraterrestre a medida que los progresos de la ciencia, de la técnica y el arrojo humano han despejado las incógnitas de la geografía terrestre y casi eliminado la posibilidad de revivir en ella el mito del lugar fantástico, fascinante y remoto.
Con ayuda de su luz natural, Hayy aprendió las verdades simples y las complejas. Como el principito, llega a saberlo casi todo en su islita excepto el modo de vivir y de pensar de los hombres, que tendrá que experimentar con pesar. Y un principio supremo del saber los une: la convicción de que "lo esencial es invisible". Esa lección última da el principito al aviador del que va a separarse para regresar a su asteroide. Por su parte, Hayy descubre lo que "ningún ojo ha visto, lo que ninguna oreja ha oído, lo que jamás se ha presentado al corazón de un mortal(3)".
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