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La obesidad como trastorno de las emociones

Enviado por Felix Larocca


Partes: 1, 2

    1. William
    2. Osvaldo aparece
    3. La comida y la bebida: ¿Convergencia o Divergencia?
    4. Para Mantener el Peso Perdido: La Lección Derivada de un Experimento Informal y Empírico
    5. La dieta para adelgazar: Una injerencia inaceptable
    6. En resumen
    7. Bibliografía

    En esta ponencia resumimos tres títulos relacionados y que se complementan entre sí. Si el resultado es largo, prometemos conocimientos frescos, como compensación final.

    Empezaremos aquí

    El otro día un señor, cuyos logros en la vida de los espectáculos y de las televisión dominicanas, lo calificaría como dechado de felicidad y de equilibrio emocional, me decía: "… a mí lo que me pasa… es que yo no puedo perder este peso (más de 150 libras)… porque yo vivo bajo muchas presiones… tú no…".

    En este mundo tan complicado, los glucocorticoides, elementos que se activan en nuestros organismos cuando el "stress" nos visita, sólo están ausentes en aquellas personas que están muertas. "Tengo el presentimiento, de que muerto, aún no lo estoy." Le respondí a este, mi triste amigo… exitoso… acaudalado… gordo… e infeliz… (Léanse los trabajos de Mark Twain acerca de que las noticias de su muerte fueran exageradas y los de Robert Sapolsky, Why Zebras don’t get Ulcers).

    Este es el caso de nuestro otro amigo "William"

    En la playa de Juanillo, donde disfrutamos de las olas del mar, con mucha frecuencia, hemos instituido (para los pobres) el ejercicio de la medicina informal, que originalmente empezáramos, a raíz del Huracán Georges. Entonces, asistidos por los envíos que nos hicieran colegas norteamericanos, nosotros vimos cientos de las víctimas, cuyas memorias no borrarían a quienes les hicieran bien.

    Nuestros servicios médicos de entonces, se rendirían en el acto, sin protocolos y con simpleza. A veces nos traían un niño enfermo, otras los resultados de pruebas de laboratorio y a menudo recetas garabateadas e indescifrables, para que les obtuviéramos las medicinas — ya que no tienen dinero que gastar — con los sueldos misérrimos con que sus enormes esfuerzos se remuneran.

    William

    William pesaba 243 libras, las cuales escondía de modo admirable y discreto tras la torre montañosa de sus 77 pulgadas de estatura. Él se sentía feliz y era apacible… como los elefantes… porque como esos paquidermos, William, también carecería de predadores naturales. Nadie lo molestaba (¿quién tuviese la temeridad?). Prosigamos, William, como siempre, y habitualmente hiciera, solía escoltarnos a nuestra destinación marítima con una sonrisa, despidiéndose de nosotros con un cálido apretón fuerte de las manos y con un gesto respetuoso de quitarse la cachucha.

    Un día, cuando retornáramos a la playa, después de una ausencia de varias semanas, por motivo de un viaje; sentimos una conmoción que ocurriera cuando nos apersonáramos al lugar. William estaba semi-estuporoso, sentado en su banquillo habitual, electrificándose con visible entusiasmo cuando oyera las palabras pronunciadas por sus compañeros (audibles para nosotros): "¡Ya llegaron… ya llegaron! …" William estrechó nuestras manos, con efusividad, usando las dos suyas, se removió la gorra, y produjo para nosotros los resultados de una historia clínica obscurecida por la falta de datos para elucidar la razón por la cual él había ganado casi 60 libras más.

    Lo que sí fuera cierto es que nuestro amigo: no podía respirar, no dormía bien, y se sentía totalmente, miserablemente, mal.

    Sudando profusamente nos decía: "A mí no me importa ser gordo… ¡pero, no tan gordo!"

    Nosotros, inmediatamente hicimos los arreglos para que William consultara con un colega, prestigioso internista, en Santo Domingo. Pero, luego de varias visitas a la Capital, nuestro amigo permanecía silencioso, taciturno, pálido, desanimado y frustrado. Se lamentaba: "Yo no me puedo curar si no me dan medicina". A lo que nosotros respondíamos, tratando de darle soporte, que es mejor medicina la de no dar medicinas, como optara por hacer nuestro amigo, para un mal desconocido, que la de darle a una persona una caterva de pastillas para tratar de obtener la mejoría sintomática, y nada más — algo que, desafortunadamente se hace, por todos lados, con frecuencia, tan inusitada como triste —.

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