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La pregunta por el inicio

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    UNO

     

    Das Vermächtnis aus dem Anfang der Geschichte des Seins,

    das in ihm und für ihn notwendig noch ungedacht geblieben ist

    —die Aletheia— als colchen in ihrer Eigentümlichkeit zu Denken

    und dadurch die Möglichkeit eines gewandelten Weltaufenthaltes

    des Menschen vorzuberaiten.

     Martin Heidegger(i)

     

    UN SALTO, PEDÍA KIERKEGAARD; UNA APUESTA, SOLICITABA PASCAL. Heidegger también, por su cuenta y riesgo, huye de la jaula mágica, de la omnipresencia de la Gestell. Pero esta huida, al contrario de los raptos y d las rupturas pretendidas por los dos primeros, no es una exigencia de beatitud ni una justificación final, finalmente matemática, de todo lo que es. Un salto, y una apuesta, tal vez, pero sin salvación. ¿A qué huir, entonces? ¿Qué sentido tiene ese paso atrás respecto de la desbordada y desbordante corriente metafísica?

    El primer adiós a la maternal sabiduría judeocristiana se practica en Heidegger, según se sabe, desde la extraña claridad de la comarca Hölderlin. Allí aprende, entre muchas otras cosas, que lo sagrado no es Dios, pues aquel Dios que enerva y magnetiza a la tradición sólo está postulado como soporte, como garantía y seguro de la salvación y la beatitud. Como, podría decir un romántico contemporáneo, "la segunda mitad de la frase". Un Dios éste, se entiende, demasiado comprometido con el orden mundano. Ese Dios opera, desde el después de Su Creación, como obturación de lo sagrado.

    Pero no, "lo sagrado" debe ser pensado, con Nietzsche, con Hölderlin, más allá del bien y del mal. Es decir, y hay que afinar muy bien el oído, más allá de la voluntad. La creación del universo, obra de un divino obrero, cierra el espacio decisivo, el espacio —y el instante— de la decisión. Cierra el acceso a aquello que (se) abre. Este más allá de la voluntad es, también, el más acá del juicio.

    El ser no es nada, nada en particular, pero sobre todo, considérese, nada en general, nada "en universal". Parecería bastar con decir solamente, discretamente, que el ser da lugar. ¿Cómo abrirse a ese dar, a ese abrir(se)? Y, dado el caso, ¿para qué? ¿Quién o qué se abre a dónde, y con qué propósito?

    DOS

    PERMÍTASENOS AQUÍ UNA PRIMERA INTUICIÓN: el salto va desde el encierro del y en el tiempo hacia un antes —o un en lugar— del tiempo. El tránsito desde lo sagrado hacia lo divino es un decaer en el tiempo: cuando lo sagrado ya ha dado lugar —cuando ya ha cedido y retrocedido— se convierte en divino. Dios "es" significa: ya "fue". Al fundar el tiempo, Dios está y aparece ya de este lado. Una placa, una barrera, una "forclusión" de la muerte: una lápida. Los muertos nunca hallan su sitio a la diestra y ni siquiera a la siniestra o debajo de Dios.

    ¿Y antes? ¿Y en lugar del tiempo? ¿Qué es o qué podría ser lo que, sin estar en el tiempo, funda y moviliza al tiempo mismo?

    Relativamente pronto se arriba a esto. Dios no es, pues, el origen de todo. Por más que esta frase, tomada literalmente, sea muy adecuada: Dios sí es, en efecto, el "origen" de (el) Todo. No hay Todo sin un Dios fundante. Preguntemos entonces por el antes del todo, que es preguntar por el antes (o el en lugar) de Dios. Al fundar el mundo, Dios ya es el mundo, una vez fundado y echado a andar ya no resulta posible distinguirlos.

    Hay un antes de la acción, antes del obrar, antes del querer, antes del hablar: antes de lo humano. Ese antes (aunque "antes" establece sin escapatoria una relación con el tiempo de la sucesión) es lo verdaderamente inicial. Hacia allá hay que dirigir la mirada o la escucha pensante. De ese inicio nunca presente hay vestigios, marcas, restos, huellas. Ese inicio está, o, mejor dicho, es, lo intacto.

    ¿Queda algo (de lo) intacto en la mano humana?

    TRES

    SÍ, Y EN SU PALABRA. Del fenómeno interesa no tanto eso que aparece sino aquello que deja, que permite, que concede, que obsequia el aparecer. El movimiento, se advierte, va de la voluntad (humana) de sentido —de la mera "intencionalidad"— hacia la donación. Donación anónima, donación de lo anónimo.

    Esa persistencia o insinuación de lo inicial sin sucesión y sin orden o desorden se deja oír, se deja ver: en la tragedia, en el templo. Quizá en la figura pintada en una caverna. En la sabiduría prefilosófica. En el poema. La voz de aquello que no es (aun) voz puede, con todo, ser percibida. Leer a Hölderlin nos arranca de la experiencia positiva de lo divino para, despeñándonos, hacernos escuchar una voz sin palabra, un discurrir sin sentido. No el sentido de lo insensato o el orden del caos o las estructuras del azar, sino el gratuito y anónimo discurrir del ser.

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