Antes de comenzar el análisis del "milagro japonés", nos vemos obligados a indagar acerca del decurso de los acontecimientos que llevaron a desencadenar la ocupación estadounidense y la imposición de la paz por parte de los aliados, tras los ataques nucleares.
"Nosotros, el pueblo japonés, actuando por medio de nuestros representantes de la Dieta Nacional (…) determinamos que aseguraremos para nosotros y para nuestra posteridad los frutos de la pacífica cooperación con todas las naciones y las bendiciones de la libertad en este país, resolviendo que merced a la acción gubernamental, jamás volveremos a sufrir los horrores de la guerra…".
(Comienzo del Preámbulo de la Constitución del Japón de 1947)
Este documento, impensable en los tiempos previos a la Segunda Guerra Mundial, demuestra a las claras la nueva cosmovisión del pueblo japonés tras la derrota sufrida, la primera ciertamente en toda su historia y de tan alta envergadura y contundencia.
Ahora bien, a Hiroshima y Nagasaki se arriba por un camino tortuoso y complejo pletórico de múltiples factores, entre los que se destacan principalmente, el "modo de ser" japonés y el "militarismo" triunfante en la primera mitad del siglo XX, que dominó la escena política del país casi sin oposición, con la salvedad de los partidos de izquierda proscritos.
Y en definitiva, "¿Cómo son los japoneses?". Idéntica pregunta se formulaban los norteamericanos, luego de Pearl Harbour. La guerra en el Pacífico no daba respiro y los japoneses jaqueaban a las fuerzas coligadas en todos los frentes. Para desentrañar el misterio del Imperio del Sol Naciente, se le encomendó a una de las más brillantes antropólogas de entonces, Ruth Benedict, la realización de un estudio pormenorizado de los patrones de conducta de este fascinante y aparentemente contradictorio pueblo del Extremo Oriente. Como resultado de esta investigación, salió a la luz "El crisantemo y la espada", obra ya clásica para introducirse en el mundo nipón, con el mérito adicional de haber sido escrito durante 1944, no pudiendo Benedict efectuar su estudio de campo por razones obvias.
Para esta antropóloga, no existe mejor imagen que refleje tan cabalmente a los hijos del Sol Naciente, pues son una amalgama exótica entre el sutil arte del cultivo del crisantemo (la flor imperial) y el culto a la espada y el supremo prestigio del guerrero. Agrega la misma:
"Los japoneses son, a la vez y en sumo grado agresivos y apacibles, militaristas y estetas, insolentes y corteses, rígidos y adaptables, dóciles y propensos al resentimiento cuando se les hostiga, leales y traicioneros, valientes y tímidos, conservadores y abiertos a nuevas formas (…)". (1)
Era pues, de trascendental importancia llegar a comprender esta desconcertante sumatoria de contradicciones que constituyen la esencia del Japón, teniendo en cuenta la inminencia del final de la contienda y la posterior ocupación de postguerra.
¿Y el militarismo? Para explicarnos este proceso deberemos retroceder al nacimiento del Japón moderno en la denominada "Era Meiji", que significa "Restauración". Asimismo deberemos abandonar por un momento la tentación de atenazar a la historia japonesa bajo los auspicios de la cuadripartición eurocéntrica en Edades y admitir implícitamente que otras culturas han pasado por una evolución política, social y económica muy diferente al modelo europeo. Es así como vemos a nuestro país objeto de este análisis, que hacia mediados del siglo XIX aún vivía sumergido en lo que podríamos su Medioevo, aunque cabe mejor el concepto de "shogunato Tokugawa". Recordemos que desde 1603 hasta 1867 gobernaron los shogunes, jefes militares con alto poder político, de facto, mayor al del mismo emperador. Pertenecían a la familia o Clan Tokugawa y habían mantenido al Japón en un casi completo aislamiento del resto del orbe.
Hasta que un buen día, en la mañana del 8 de Julio de 1853, día que se conoce como "Kuro-Fune Raikou" y que literalmente significa "la llegada de los barcos negros", hicieron su entrada en la bahía de Tokio cuatro naves de guerra de los Estados Unidos, al mando del comodoro Matthew Perry, dejando una carta inquietante al shogun de parte del presidente Filmore, para que en el término de un año Japón abriera sus puertos al comercio con su país. Era el principio del fin de la era Tokugawa. Menos de un año después, Perry regresó por la respuesta y ocho navíos de batalla. Japón accedió firmando el Tratado de Kanagawa. Tan sólo trece años después, caía el shogunato y daba comienzo al Japón moderno con la entronización de Mutsu Hito.
Durante este período que se extiende desde 1868 hasta 1912, Japón adopta las formas occidentales adaptándolas a la idiosincrasia autóctona (2). Gracias a estas formidables reformas, Japón se inserta cómodamente junto a las potencias mundiales de esos momentos. Incluso llega a vencer a una de ellas en la guerra como sucedió en 1905, derrotando al gigante Ruso.
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