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Lo mantenían cautivo con el engaño (El otoño del patriarca de Gabriel García Marquéz)


  1. Último mando supremo de su régimen decrépito
  2. Los autores de la muerte de Leticia Nazareno y el niño
  3. Los ministros del nuevo gobierno
  4. Su desguarnecido reino de pesadumbre
  5. Lo mantenían engañado
  6. Hasta que pudo comprobar
  7. Lo mantenían cautivo con el engaño
  8. Trataba de reconciliarse con la realidad
  9. El recado al embajador Roxbury
  10. Tantaleaba en las nieblas ilusorias del poder
  11. Su regreso
  12. El recuerdo de la declaración del estado de peste por decreto
  13. Apareció una epidemia de peste
  14. Apareció el soplo helado de la majestad del poder
  15. En una carroza sin insignias
  16. Se enfrentó a las razones de los ministros
  17. La réplica de embajador Mac Queen
  18. Fuente

Gabriel José de la Concordia García Márquez (1927 – ) es un escritor, novelista, cuentista, guionista y periodista colombiano. En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura. Es conocido familiarmente y por sus amigos como Gabo.

Último mando supremo de su régimen decrépito

  • y en aquella réplica efímera de los tiempos de gloria él hizo reunir en el patio a los oficiales de escuela

  • que habían ayudado a quitarse sus propias cadenas de galeote del poder y señalándonos con el dedo según los impulsos de su inspiración

  • completó con nosotros el último mando supremo de su régimen decrépito

Los autores de la muerte de Leticia Nazareno y el niño

  • en reemplazo de los autores de la muerte de Leticia Nazareno y el niño

  • que fueron capturados en ropas de dormir cuando trataban de encontrar asilo en las embajadas,

  • pero él apenas si los reconoció, había olvidado los nombres, buscó en el corazón la carga de odio que había tratado de mantener viva hasta la muerte

  • y sólo encontró las cenizas de un orgullo herido que ya no valía la pena entretener,

  • que se larguen, ordenó, los metieron en el primer barco que zarpó para donde nadie volviera a acordarse de ellos, pobres cabrones,

Los ministros del nuevo gobierno

  • presidió el primer consejo del nuevo gobierno con la impresión nítida

  • de que aquellos ejemplares selectos de una generación nueva de un siglo nuevo

  • eran otra vez los ministros civiles de siempre de levitas polvorientas y entrañas débiles,

  • sólo que éstos estaban más ávidos de honores que de poder,

  • más asustadizos y serviles y más inútiles que todos los anteriores

Su desguarnecido reino de pesadumbre

  • ante una deuda externa más costosa que cuanto se pudiera vender en su desguarnecido reino de pesadumbre,

  • pues no había nada que hacer mi general:

  • el último tren de los páramos se había desbarrancado por precipicios de orquídeas,

  • los leopardos dormían en poltronas de terciopelo,

  • las carcachas de los buques de rueda estaban varadas en los pantanos de los arrozales,

  • las noticias podridas en los sacos del correo,

  • las parejas de manatíes engañadas con la ilusión de engendrar sirenas

  • entre los lirios tenebrosos de los espejos de luna del camarote presidencial,

Lo mantenían engañado

  • y sólo él lo ignoraba, por supuesto, había creído en el progreso dentro del orden

  • porque entonces no tenía más contactos con la vida real que la lectura del periódico del gobierno que imprimían sólo para usted mi general,

  • una edición completa de una sola copia con las noticias que a usted le gustaba leer,

  • con el servicio gráfico que usted esperaba encontrar,

  • con los anuncios de propaganda que lo hicieron soñar con un mundo distinto del que le habían prestado para la siesta,

Hasta que pudo comprobar

  • hasta que yo mismo pude comprobar con estos mis ojos incrédulos

  • que detrás de los edificios de vidrios solares de los ministerios

  • continuaban intactas las barracas de colores de los negros en las colinas del puerto,

  • habían construido las avenidas de palmeras hasta el mar

  • para que yo no viera que detrás de las quintas romanas de pórticos iguales

  • continuaban los barrios miserables devastados por uno de nuestros tantos huracanes,

  • habían sembrado hierbas de olor a ambos lados de la vía

  • para que él viera desde el vagón presidencial

  • que el mundo parecía magnificado por las aguas venales de pintar oropéndolas de su madre de mis entrañas Bendición Alvarado,

Lo mantenían cautivo con el engaño

  • y no lo engañaban para complacerlo como lo hizo en los últimos tiempos de sus glorias el general Rodrigo de Aguilar,

  • ni para evitarle contrariedades inútiles como lo hacía Leticia Nazareno más por compasión que por amor,

  • sino para mantenerlo cautivo de su propio poder en el marasmo senil de la hamaca bajo la ceiba del patio

  • donde al final de sus años no había de ser verdad ni siquiera el coro de escuela de la pajarita pinta paradita en el verde limón, qué vaina,

Trataba de reconciliarse con la realidad

  • y sin embargo no lo afectó la burla sino que trataba de reconciliarse con la realidad

  • mediante la recuperación por decreto del monopolio de la quina y otras pócimas esenciales para la felicidad del estado,

  • pero la realidad lo volvió a sorprender con la advertencia de que el mundo cambiaba y la vida seguía aún a espaldas de su poder,

  • pues ya no hay quina, general, ya no hay cacao, no hay añil, general, no había nada,

  • salvo su fortuna personal que era incontable y estéril y estaba amenazada por la ociosidad,

El recado al embajador Roxbury

  • y sin embargo no se alteró con tan infaustas nuevas sino que mandó un recado de desafío al viejo embajador Roxbury por si acaso encontraban alguna fórmula de alivio en la mesa de dominó,

  • pero el embajador le contestó con su propio estilo que ni de vainas excelencia, este país no vale un rábano, a excepción del mar, por supuesto,

  • que era diáfano y suculento y habría bastado con meterle candela por debajo para cocinar en su propio cráter la gran sopa de mariscos del universo,

  • así que piénselo, excelencia, se lo aceptamos a buena cuenta de los servicios de esa deuda atrasada

  • que no han de redimir ni cien generaciones de próceres tan diligentes como su excelencia,

  • pero él ni siquiera lo tomó en serio esa primera vez, lo acompañó hasta las escaleras pensando madre mía Bendición Alvarado mira qué gringos tan bárbaros,

  • cómo es posible que sólo piensen en el mar para comérselo,

  • lo despidió con la palmadita habitual en el hombro y volvió a quedar solo consigo mismo

Tantaleaba en las nieblas ilusorias del poder

  • tantaleando en las franjas de nieblas ilusorias de los páramos del poder,

  • pues las muchedumbres habían abandonado la Plaza de Armas,

  • se llevaron las pancartas de repetición y se guardaron las consignas de alquiler para otras fiestas iguales del futuro

  • tan pronto como se les acabó el estímulo de las cosas de comer y beber que la tropa repartía en las pausas de las ovaciones,

  • habían vuelto a dejar los salones desiertos y tristes a pesar de su orden de no cerrar los portones a ninguna hora para que entre quien quiera,

  • como antes, cuando ésta no era una casa de difuntos sino un palacio de vecindad,

  • y sin embargo los únicos que se quedaron fueron los leprosos, mi general, y los ciegos y los paralíticos

  • que habían permanecido años y años frente a la casa como los viera Demetrio Aldous

  • dorándose al sol en las puertas de Jerusalén,

  • destruidos e invencibles,

  • seguros de que más temprano que tarde volverían a entrar para recibir de sus manos la sal de la salud

  • porque él había de sobrevivir a todos los embates de la adversidad y a las pasiones más inclementes y a los peores asechos del olvido, pues era eterno,

Su regreso

  • y así fue, él los volvió a encontrar de regreso del ordeño hirviendo las latas de sobras de cocina en los fogones de ladrillo improvisados en el patio,

  • los vio tendidos con los brazos en cruz en las esteras maceradas por el sudor de las úlceras a la sombra fragante de los rosales,

  • les hizo construir una hornilla común,

  • les compraba esteras nuevas y les mandó a edificar un cobertizo de palmas en el fondo del patio para que no tuvieran que guarecerse dentro de la casa,

  • pero no pasaban cuatro días sin que encontrara una pareja de leprosos durmiendo en las alfombras árabes de la sala de fiestas

  • o encontraba un ciego perdido en las oficinas o un paralítico fracturado en las escaleras,

  • hacía cerrar las puertas para que no dejaran un rastro de llagas vivas en las paredes

  • ni apestaran el aire de la casa con el tufo del ácido fénico con que los fumigaban los servicios de sanidad,

  • aunque no bien los quitaban de un lado aparecían por el otro,

  • tenaces, indestructibles, aferrados a su vieja esperanza feroz

  • cuando ya nadie esperaba nada de aquel anciano inválido que escondía recuerdos escritos en las grietas de las paredes

  • y se orientaba con tanteos de sonámbulo a través de los vientos encontrados de las ciénagas de brumas de su memoria,

El recuerdo de la declaración del estado de peste por decreto

  • pasaba horas insomnes en la hamaca preguntándose cómo carajo me voy a escabullir del nuevo embajador Fischer

  • que me había propuesto denunciar la existencia de un flagelo de fiebre amarilla

  • para justificar un desembarco de infantes de marina de acuerdo con el tratado de asistencia recíproca

  • por tantos años cuantos fueran necesarios para infundir un aliento nuevo a la patria moribunda,

  • y él replicó de inmediato que ni de vainas, fascinado por la evidencia de que estaba viviendo de nuevo en los orígenes de su régimen

  • cuando se había valido de un recurso igual para disponer de los poderes de excepción de la ley marcial

  • ante una grave amenaza de sublevación civil,

  • había declarado el estado de peste por decreto,

  • se plantó la bandera amarilla en el asta del faro,

  • se cerró el puerto, se suprimieron los domingos,

  • se prohibió llorar a los muertos en público y tocar músicas que los recordaran

  • y se facultó a las fuerzas armadas para velar por el cumplimiento del decreto y disponer de los pestíferos según su albedrío,

  • de modo que las tropas con brazales sanitarios ejecutaban en público a las gentes de la más diversa condición,

  • señalaban con un círculo rojo la puerta de las casas sospechosas de inconformidad con el régimen,

  • marcaban con un hierro de vaca en la frente a los infractores simples, a los marimachos y a los floripondios

  • mientras una misión sanitaria solicitada de urgencia a su gobierno por el embajador Mitchell

  • se ocupaba de preservar del contagio a los habitantes de la casa presidencial,

  • recogían del suelo la caca de los sietemesinos para analizarla con vidrios de aumento,

  • echaban píldoras desinfectantes en las tinajas,

  • les daban de comer gusarapos a los animales de sus laboratorios de ciencias,

  • y él les decía muerto de risa a través del intérprete que no sean tan pendejos, místeres,

  • aquí no hay más peste que ustedes, pero ellos insistían que sí, que tenían órdenes superiores de que hubiera,

  • prepararon una miel de virtud preventiva, espesa y verde, con la cual barnizaban de cuerpo entero a los visitantes sin distinción de credenciales desde los más ordinarios hasta los más ilustres,

  • los obligaban a mantener la distancia en las audiencias, ellos de pie en el umbral y él sentado en el fondo donde lo alcanzara la voz pero no el aliento,

  • parlamentando a gritos con denuedos de alcurnia que accionaban con una mano, excelencia,

  • y con la otra se tapaban la escuálida paloma pintorreteada,

  • y todo aquello para preservar del contagio a quien había concebido en el enervamiento de la vigilia hasta los pormenores más banales de la falsa calamidad,

  • que había inventado infundios telúricos

  • y difundido pronósticos de apocalipsis

  • de acuerdo con su criterio de que la gente tendrá más miedo cuanto menos entienda,

Apareció una epidemia de peste

  • y que apenas si parpadeó cuando uno de sus edecanes, lívido de pavor, se cuadró frente a él con la novedad mi general de que la peste está causando una mortandad tremenda entre la población civil,

  • de modo que a través de los vidrios nublados de la carroza presidencial había visto el tiempo interrumpido por orden suya en las calles abandonadas, vio:

  • el aire tónico en las banderas amarillas,

  • las puertas cerradas inclusive en las casas omitidas por el círculo rojo,

  • los gallinazos ahítos en los balcones,

  • y los muertos, los muertos, los muertos, había tantos por todas partes que era imposible contarlos:

  • en los barrizales,

  • amontonados en el sol de las terrazas,

  • tendidos en las legumbres del mercado,

  • muertos de carne y hueso mi general,

  • quién sabe cuántos, pues eran muchos más de los que él hubiera querido ver entre las huestes de sus enemigos

  • tirados como perros muertos en los cajones de la basura,

Apareció el soplo helado de la majestad del poder

  • y por encima de la podredumbre de los cuerpos y la fetidez familiar de las calles reconoció el olor de la sarna de la peste,

  • pero no se inmutó, no cedió a ninguna súplica hasta que no volvió a sentirse dueño absoluto de todo su poder,

  • y sólo cuando no parecía haber recurso humano ni divino capaz de poner término a la mortandad

  • vimos aparecer en las calles una carroza sin insignias en la que nadie percibió a primera vista el soplo helado de la majestad del poder,

En una carroza sin insignias

  • pero en el interior de terciopelo fúnebre vimos:

  • los ojos letales, los labios trémulos, el guante nupcial que iba echando puñados de sal en los portales,

  • el tren pintado con los colores de la bandera trepándose con las uñas a través de las gardenias y los leopardos despavoridos hasta las cornisas de niebla de las provincias más escarpadas,

  • los ojos turbios a través de los visillos del vagón solitario, el semblante afligido,

  • la mano de doncella desairada que iba dejando un reguero de sal por los páramos lúgubres de su niñez,

  • el buque de vapor con rueda de madera y rollos de mazurcas de pianolas quiméricas

  • que navegaba tropezando por entre los escollos y los bancos de arena

  • y los escombros de las catástrofes causadas en la selva por los paseos primaverales del dragón,

  • los ojos de atardecer en la ventana del camarote presidencial,

  • los labios pálidos, la mano sin origen que arrojaba puñados de sal en las aldeas entorpecidas de calor,

  • y quienes comían de aquella sal y lamían el suelo donde había estado

  • recuperaban la salud al instante y quedaban inmunizados por largo tiempo contra los malos presagios y las ventoleras de la ilusión,

Se enfrentó a las razones de los ministros

  • así que él no había de sorprenderse en las postrimerías de su otoño cuando le propusieron un nuevo régimen de desembarco

  • sustentado en el mismo infundio de una epidemia política de fiebre amarilla

  • sino que se enfrentó a las razones de los ministros estériles que clamaban que vuelvan los infantes, general,

  • que vuelvan con sus máquinas de fumigar pestíferos a cambio de lo que ellos quieran,

  • que vuelvan con sus hospitales blancos,

  • sus prados azules,

  • los surtidores de aguas giratorias que completan los años bisiestos con siglos de buena salud,

  • pero él golpeó la mesa y decidió que no, bajo su responsabilidad suprema,

La réplica de embajador Mac Queen

  • hasta que el rudo embajador Mac Queen le replicó que ya no estamos en condiciones de discutir, excelencia,

  • el régimen no estaba sostenido por la esperanza ni por el conformismo,

  • ni siquiera por el terror, sino por la pura inercia de una desilusión antigua e irreparable,

  • salga a la calle y mírele la cara a la verdad, excelencia, estamos en la curva final,

  • o vienen los infantes o nos apoderamos del mar, no hay otra, excelencia, no había otra, madre,

Fuente

El otoño del patriarca de Gabriel García Marqués

Texto adecuado para facilitar su lectura.

 

 

Autor:

Rafael Bolívar Grimaldos