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Las regulaciones del trabajo de enseñar Vocación, Estado y Mercado en la configuración de la docencia

Partes: 1, 2, 3, 4

    INTRODUCCIÓN. – Regulación social y enseñanza

    CAPITULO I. La configuración del trabajo de enseñar: De profesión libre a profesión de Estado

    1. Aquí cerca y hace tiempo…

    2. Funcionario/a íntegro/a e integrado/a

    3. Títulos y capitales: luchas sociales en torno a la profesión docente

    4. La construcción de la división sexual del trabajo docente.

    5. Funcionario de Estado y trabajador/a sindicalizado/a

    CAPITULO II. El empleo docente: una mirada desde/hacia un estado que cambia

    1. Las dinámicas del mercado de trabajo y el Estado en la Argentina de hoy

    1.1. Las nuevas condiciones de trabajo y el impacto del desempleo

    1.2. La reforma del Estado y el empleo público

    2. La docencia como empleo público

    2.1. La búsqueda de un empleo estable

    2.2. El salario de los docentes: ¿escaso pero seguro?

    2.3. La intensificación, entre la seguridad y la precarización del empleo

    3. Las mujeres que enseñan: entre el hogar y la escuela

    4. La producción de estrategias frente a la estabilidad amenazada

    4.2. Proyectos se escriben

    CONCLUSIONES

    NOTA

    BIBLIOGRAFIA

    ANEXO

    Descriptores Temáticos: educacion; empleo docente; docentes; trabajo femenino; profesores; empleados publicos; salario

    INTRODUCCION. – Regulación social y enseñanza

    El tema educativo hoy tiene un lugar creciente en las preocupaciones de los ciudadanos, de los padres, de los políticos. Parece un acuerdo generalizado que la escolarización ocupa un lugar central para el desarrollo social e individual y, simultáneamente, casi no se discute que el sistema educativo está en crisis. En la medida en que se avanza en el debate, uno de los nudos polémicos se dirige hacia el lugar del docente en la crisis actual: ¿culpable? ¿mártir? ¿responsable? No se trata de una discusión inocua.

    También es un lugar frecuente afirmar que vivimos tiempos de grandes cambios, de fuertes mutaciones culturales, en los que se dibujan nuevos escenarios para la fuerza de trabajo y donde emerge una "nueva cuestión social" que tiene rasgos específicos en nuestra modernidad periférica.

    En este trabajo nos proponemos recuperar la complejidad del trabajo de enseñanza desde la genealogía moderna de la docencia en nuestro país e inscribirlo en el nudo de las transformaciones políticas, sociales y culturales que hoy vivimos.

    Una rápida mirada a las fotos que ilustran las primeras páginas de este trabajo nos presenta algunos interrogantes: ¿Qué cambió de esa matriz originaria de la docencia hasta ahora? ¿Qué se mantuvo entre los sueños y deseos de aquellas jóvenes estudiantes de escuela Normal con vestidos vaporosos que tapaban sus tobillos y los de los informales estudiantes de hoy, de jean y zapatillas? ¿Qué continuidades y rupturas encontramos entre las maestras cuya misión era la "inclusión" a través de la formación de los sentimientos patrióticos y las que hoy "incluyen" porque dan de comer? ¿Qué tramas se tejieron entre la docencia como un apostolado y la docencia como un trabajo? En fin, ¿qué pasó entre quienes eran portadores y transmisores privilegiados de la cultura letrada a las jóvenes generaciones y los profesores que compiten hoy con la explosión de relatos y tecnologías? ¿Cómo impactan los cambios en el empleo docente, trabajo cuya estructura fue diseñada en el siglo pasado y que se caracterizaba por ser un empleo asalariado y estable? ¿Cómo impactan estos cambios en un trabajo organizado desde la razón y las respuestas ciertas? ¿Cómo impactan las nuevas demandas en estos docentes preocupados severamente por su propia subsistencia? Uno de los rasgos centrales de la modernidad fue la construcción de nuevas relaciones entre las prácticas de un nuevo estado (el Estado-Nación) y las pautas de comportamiento de los individuos: se trata de los sistemas sociales y culturales de regulación. Uno de ellos fue la escolarización, con desarrollos, estrategias y tensiones específicas. Tanto la escolarización como el trabajo docente tal como los conocemos hoy en día son construcciones históricas que, justamente, dan cuenta de modos de gobierno.

    La relevancia del concepto de regulación para el análisis de la historia y la política educativas ha sido abordada por T. Popkewitz (1994, 1996) y en ese sentido su trabajo constituye una referencia fundamental en esta tesis (1). Popkewitz recupera el concepto de regulación social a partir de los trabajos de Foucault quien, al abordar la historia de la gubernamentalidad, plantea que el problema del gobierno (gobernarse y ser gobernado) emerge en Occidente en el siglo XVI bajo múltiples aspectos: como el gobierno del alma y la vida (pastoral católica y protestante), como el gobierno de los niños (la pedagogía), como el gobierno de los Estados (El Príncipe), en un contexto de entrecruzamiento de concentración estatal y dispersión y disidencia religiosa. A partir de allí, el problema de la gubernamentalidad es un fenómeno que signa la modernidad (Foucault, 1981).

    El concepto de regulación social permite, "en el complejo entramado social, interrelacionar dos planos: los modelos institucionales con el encuadre cognitivo de sensibilidades, disposiciones y conciencias que gobiernan lo que es permisible en las prácticas" (Popkewitz, 1995). Ayuda a buscar en "la conducción de la conducta", la acción que actúa sobre las formas de actuar de los individuos para modificar, guiar, corregir los modos en que se conducen a sí mismos.

    Analizar el trabajo docente como una forma/lugar de la regulación social, producto de un desarrollo histórico específico, implica rastrear su genealogía. En el s. XIX, se establecieron nuevas relaciones entre el gobierno de la sociedad y el gobierno de los individuos. En particular con la profesionalización del saber, se produjeron nuevas formas de regulación social: se crearon ocupaciones que comenzaron a controlar la producción y reproducción de conocimientos de áreas delimitadas. Subyacía la confianza en que el saber experto, organizado en torno a las racionalidades de la ciencia y a cargo de comunidades especializadas, lograría liberar a las personas de las limitaciones de la naturaleza y les ofrecería el acceso a un mundo más progresista. Se construyó desde allí una forma de razonar sobre los problemas instrumental, secular y aparentemente objetiva.

    Los sistemas educativos constituyeron una tecnología del estado para la construcción de las naciones y para la regulación de los procesos educativos destinados a la infancia. Analizar la escolarización desde la regulación social supone reconocer que en la sociedad, en las estructuras de gobierno se entrecruzan macro y micro problemas. Por un lado, el Estado comienza a prescribir, supervisar y certificar en forma directa ciertas enseñanzas. Por el otro, la organización social y epistemológica de las escuelas produce la disciplina moral, social y cultural de la población (Popkewitz, 1994). Es así que el desarrollo del sistema escolar aparece como una mixtura entre dos razones autónomas, entre dos tradiciones diferentes: por un lado el aparato de gobierno, por el otro un sistema de disciplina pastoral que procura la autoreflexión y el autodesarrollo ético, tanto de docentes como de estudiantes (Hunter, 1994).

    La organización de la escolarización y la pedagogía configuran un campo social en el que toma forma el gobierno de los individuos. En particular, la regulación de los procesos escolares también implica la regulación del grupo social que tiene a su cargo el trabajo de enseñar; impacta sobre los sujetos como mecanismo de autodisciplina, produciendo una estructura cognitiva, esquemas clasificatorios, opciones y limitaciones acerca de qué es lo bueno, lo normal y lo posible.

    Nos interesa entramar esta perspectiva de la regulación con la de la producción de los sujetos y las instituciones para ocupar creativamente posiciones particulares. Partimos de considerar que los sujetos desarrollan estrategias que no se inscriben necesariamente en el uso institucional previsto para los objetos y bienes simbólicos pero tampoco giran en el vacío endogámico. Sin embargo, los objetos disponibles son los que configuran las posibilidades de acción de los sujetos, porque con ellos se establecen los límites del escenario en el cual ellos desarrollan sus experiencias. No se trata de una generación espontánea de la experiencia sino de la producción de alternativas más o menos condicionadas por el poder simbólico, por las instituciones y por las propias trayectorias (Sarlo, 1996). En este sentido, las estrategias que desarrollan los sujetos se encuentran tan lejos de la creación de una novedad impredecible como de una simple reproducción mecánica de las condiciones iniciales (Bourdieu, 1980).

    Por todo esto, acordamos con Brennan que no hay una relación causal y directa entre los nuevos textos políticos y las prácticas docentes (Brennan, 1996). Por el contrario, las escuelas funcionan como matrices de traducción de las políticas públicas, a las que tamizan por la historia institucional y los habitus incorporados en arduos procesos de negociación, más o menos explícitos.

    Justamente el trabajo docente se construye en las formas cotidianas de la micropolitica institucional, en el entramado de las condiciones materiales y las relaciones sociales. Por eso, cada escuela singular es el espacio en el que lo homogéneo toma cuerpo a partir de formas heterogéneas de existencia institucional (Ezpeleta, 1989). Se trata de procesos de negociación en la red de relaciones (internas y externas) en las que la escuela se inscribe. Es allí donde se abre el espacio de las estrategias individuales e institucionales.

    Entendemos aquí por estrategias los comportamientos que desarrollan los sujetos por medio de los cuales tienden a producirse y reproducirse, buscando mantener o mejorar espacios en diferentes escenarios, tales como el mercado de trabajo, el campo educativo o la institución en la que trabajan. El principio real de las estrategias que desarrollan los sujetos es el sentido práctico, que funciona más acá de la conciencia y el discurso explícito (Bourdieu, 1988) (2).

    Recurrir a la noción de estrategia para comprender el funcionamiento de las instituciones burocráticas, permite superar la oposición ficticia entre una visión que tiende a buscar el fundamento en las características morfológicas y estructurales como mecanismos que plantean sus propios fines y los imponen a los agentes y una visión interaccionista que considera las prácticas burocráticas solo como producto de las estrategias de los agentes, ignorando tanto las condiciones sociales de producción (dentro y fuera de la institución) como las condiciones institucionales de ejercicio de la función (Bourdieu, 1980).

    Nos preocupa abordar el trabajo docente en las escuelas desde las regulaciones que lo constituyen, entendiendo que con este concepto abarcamos tanto los modelos y acciones que desarrolla el estado como la construcción de la subjetividad de los agentes.

    La regulación social y las estrategias toman cuerpo en instituciones, sujetos e historias concretas. Allí se construyen las dinámicas sociales que son las formas de organización social, las estructuras particulares de procesos más generales. Así, la sociedad está atravesada por múltiples dinámicas específicas: del conocimiento, del sistema político, de género, de la organización productiva, de la tecnología, etc. Muchas de ellas se entrecruzan en el espacio escolar.

    Partimos de la hipótesis que, en el contexto del cambio social de fin de siglo, se están desarrollando nuevos (otros) modos de regulación social que se construyen específicamente en diferentes espacios y posiciones sociales, atravesados por dinámicas también en fuerte proceso de mutación. Consideramos que la propia dinámica del sistema educativo se entrecruza con otras dinámicas sociales que no le son ajenas; más aún, que la constituyen produciendo una regulación específica del empleo docente. Sin subestimar la relevancia de las demás dinámicas mencionadas, en este trabajo profundizaremos particularmente lo que sucede con el empleo docente en su entrecruzamiento con las transformaciones de la dinámica estatal (funciones, legitimidad, ajuste), la dinámica de empleo (ocupación, salarización, estabilidad) y la dinámica de género (producción y reproducción, trabajos y familias).

    Ahora bien, para que el análisis de estos actos de construcción adquieran todo su sentido, consideramos necesario recuperar su génesis. Por eso, para interpretar las rupturas y continuidades que supone la práctica actual, en el capítulo I proponemos un análisis del proceso de transformación del trabajo de enseñar de profesión libre a profesión de estado, entendiendo que allí se encuentra la matriz de origen de la regulación del trabajo de enseñar.

    En el segundo capítulo abordamos los cambios en este fin de siglo en la regulación del trabajo de enseñar en el plano de la reforma del Estado y del empleo, particularmente implicados por tratarse de un empleo público mayoritariamente femenino atravesado por el ajuste estructural y por los cambios en el mercado de trabajo. También indagamos el impacto de las nuevas pautas y condiciones del empleo docente en el sentido común a partir de la producción de estrategias individuales e institucionales. Proponemos que la reforma social y educativa en curso construye nuevas tecnologías de regulación del trabajo docente que impactan fuertemente sobre las tradiciones del sistema educativo y sus agentes produciendo rupturas en el imaginario docente vinculadas con la incorporación de nuevas lógicas que hoy despliega el estado: la competitividad y la eficiencia, atravesadas por la presión que implica un mercado de trabajo que, a la vez que se achica, cambia sus reglas de juego (3).

    CAPITULO I. La configuración del trabajo de enseñar: De profesión libre a profesión de Estado (4)

    Un debate muy visitado en la actualidad tanto en ámbitos académicos como políticotécnicos gira alrededor de la tipificación de la docencia como profesión y cuales serían las características por las cuales dicho trabajo se define como tal. En este capítulo adoptamos una posición interesada por comprender como se configuró historicamente la tarea de enseñar en nuestro país, preocupados por las huellas que esta historia ha dejado en la constitución del habitus docente más que por prescribir como debería ser la docencia para acercarse a parámetros preestablecidos. Por eso, se trata de una historia del presente, que procura recobrar el surgimiento de lo contemporáneo mediante la reconstrucción de lo que la situación actual hereda (Castels, 1996).

    No pretendemos aquí construir una historia de la configuración del trabajo docente desde la práctica escolar, sino que buscamos recuperar elementos históricos que permitan analizar las dinámicas que lo conformaron, sus continuidades y rupturas, las capas superpuestas de discurso que van conformando el trabajo docente. Seguramente una mirada desde lo cotidiano y desde las historias de vida de maestras y maestros y profesores y profesoras (todavía no escrita para la Argentina) aportaría mucha otra información que podría tornar nuestro argumento más rico y complejo. Consideramos que el análisis del trabajo docente puede contribuir a repensar la docencia como parte de una historia de los funcionarios del Estado y las dinámicas que los regulan.

    Nos preocupa aportar elementos en dos direcciones no muy exploradas en la investigación: por un lado, en las rupturas que se producen en el trabajo de enseñar antes y después de su formalización como empleo público, con título específico y misión atribuida desde el estado nacional. Por el otro, procurar discriminar la tarea de enseñanza para el nivel primario de la del medio, en la hipótesis que sus matrices se diferencian significativamente.

    El magisterio como grupo social nace con la creación y desarrollo del sistema de educación primario y las escuelas normales (Alliaud, 1993). Sin embargo, el trabajo de enseñar existía previamente, aunque de forma más heterogénea y menos normada. Los maestros y maestras laicas desarrollaban un trabajo más autónomo en la gestión de la enseñanza y en lo pedagógico, donde lo que se controlaba tanto desde los cabildos como desde la sociedad misma era la posesión de una moral recta. Los enseñantes no laicos respondían a las pautas de la Iglesia.

    Con la conformación del magisterio, paralela a la secularización, se normativiza la tarea de enseñanza en las escuelas a la vez que se regula la relación laboral a través de la asalarización de maestras y maestros. Los componentes morales tienen continuidad articulándose fuertemente con elementos vocacionales y redentores así como con los deberes de lealtad y heteronomía que se exigían a los funcionarios públicos.

    Ahora bien: hay diferencias significativas en la matriz histórica entre la tarea de enseñar en las escuelas primarias y en los colegios de enseñanza secundaria. En particular, los fines atribuidos a la tarea desde el Estado en tanto funcionariado son bien diferentes: mientras el magisterio se constituyó alrededor de la delegación de la función de formación de ciudadanos disciplinados (Torres, 1995) para lo que las mujeres fueron la mano de obra más adecuada, el profesorado se constituyó alrededor de la formación de dirigentes.

    Desde estas diferencias en la atribución de funciones, maestros/as y profesores/as construyeron vínculos distintos con la política y con los conocimientos científicos.

    Tendencialmente, el magisterio se vanaglorió de su neutralidad o asepsia política, mientras que por el contrario, el profesorado se enorgulleció de sus vínculos con el poder político tanto desde los sentidos explícitos de su tarea de enseñanza como desde su pertenencia como miembros del poder político. En cuanto al vínculo con los conocimientos científicos, para el magisterio se planteaba la necesidad de "saber lo necesario" propia del funcionario cuyo saber es el procedimiento, la aplicación de la norma. En cambio en los orígenes, los profesores gozaban de una autonomía construida en una estrecha relación con el campo intelectual, siendo muchos de ellos, además, productores de textos escolares y científicos.

    En las páginas siguientes ampliaremos los rasgos de la conformación histórica del campo a partir de las regulaciones que transformaron el trabajo de enseñar en una profesión de estado, analizando luego los elementos que configuraron este funcionariado así como las disputas por las acreditaciones requeridas para ser miembro de la profesión y las improntas de género en la configuración del trabajo de enseñar.

    1. Aquí cerca y hace tiempo…

    En un primer tiempo, la enseñanza de las primeras letras fue una tarea a cargo de la Iglesia o de profesionales libres, que ejercían por propia cuenta, mediante la contratación libre de servicios en espacios urbanos. Luego se transformó en una profesión "de Estado", a la que se ingresaba después de recibir y acreditar una formación específica en escuelas normales creadas para ese fin y sostenidas por el Estado.

    El tiempo de la profesión libre se caracterizó por una relación contractual directa entre maestros y familias o comunidades. Hasta el siglo pasado, la enseñanza en las familias acomodadas se desarrollaba al interior de los hogares, por medio de tutores, sin necesidad de agentes específicamente preparados para ello. También los curas enseñaban las primeras letras en los conventos o en forma libre, concurriendo a los hogares que los contrataban. En el caso de las escuelas públicas, la autorización y control para el ejercicio de la enseñanza dependía de los cabildos que, según C. Newland (1993), por largos períodos no mostraron especial interés en controlar la educación. Si operaban exitosamente las restricciones sobre moralidad, el dominio de conocimientos básicos religiosos y de lectoescritura y la limpieza de sangre, quienes así lo deseaban podían enseñar en cualquier lugar donde obtuvieran autorización. La autorización para enseñar funcionó también en muchos casos como una autorización para instalar escuelas pequeñas privadas. En muchos casos se trataba de enseñantes extranjeros (Newland, 1996).

    Se desarrolló una "pedagogía espontánea" en el marco de relaciones sociales primarias, ejercida por maestros "empíricos", en general dotados de un saber práctico aprendido por medio de la experiencia (Tenti, 1988).

    En el temprano s.XIX se instaló la coordinación vertical y horizontal de la oferta educativa regulada por el Estado a través de la unificación de contenidos considerados básicos.

    Aunque hubo varios proyectos de formación docente y, en particular, de creación de enseñanza normal, no fructificaron. El que más trascendió fue el de Rivadavia, que creó la Universidad de Buenos Aires inspirado en el modelo napoleónico al que incorporó el control y administración de la educación pública. Una escuela normal anexa funcionó desde 1825 por seis años, con el objetivo de capacitar a los docentes en el sistema de enseñanza mutua recién adoptado (Narodowski, 1996).

    Después de Caseros, también hubo intentos frustrados de apertura de escuelas normales en la provincia de Buenos Aires. Se fundó una escuela Normal de varones, a cargo de Marcos Sastre, que solo duró unos meses. En 1855 la Sociedad de Beneficiencia creó su propia escuela normal para mujeres, a cargo del maestro protestante G. Frers que tuvo más de 20 años de vida.

    Estos intentos de organización de la formación docente fueron paralelos y hasta consecuencia del proceso de construcción del Estado Argentino, con el modelo del Estado liberal controlado por la oligarquía y preocupado por conformar la Nación. En ese contexto, desde la segunda mitad del s.XIX se desarrolló un proceso de "estatización" de la educación popular (Braslavsky, 1985). La escuela se constituyó en el espacio social privilegiado para la producción de la homogeneidad requerida para el funcionamiento del estado nacional. Al decir de algunos autores, fue la institución que el estado nacional creó para su propia legitimación (Nuñez, 1985).

    La conformación de este espacio público escolar extendido requirió de una enorme cantidad de docentes. El Estado se constituyó entonces por un lado en empleador de numerosos agentes y por el otro definió y se hizo cargo de su formación.

    El Estado reivindicó para sí el monopolio de la inculcación de un fondo común de verdades a todos los ciudadanos: definió mínimos culturales, cuál era el saber educativo legítimo y cuáles los medios de inculcación (Tenti, 1988). Se desarrolló entonces un proceso de institucionalización y centralización creciente de la actividad sistemática de educar procurando la conformación de un cuerpo de agentes homogéneos. A partir de allí, estos agentes fueron producidos por procedimientos e instituciones especializadas: las escuelas normales, que se proponían regularizar la formación de maestros/as (5), así como nuevos dispositivos de control de la tarea escolar (6). Se homogeneizaron las calificaciones mediante la uniformidad de los modos de aprendizaje y los títulos. A la vez, se desarrolló una tecnología pedagógica apta para esa homogeneización: la pedagogía científica surgió en este contexto como la encargada de proponer las soluciones adecuadas, las soluciones racionales. El discurso normalista reescribió en clave educativa la propuesta estatal de finales del siglo XIX (7).

    En el mismo proceso en que creció la intervención del Estado en la educación, se desarrolló la tendencia a la transformación del magisterio en una profesión de Estado en tanto estrategia que legitimó las pautas construidas desde ese mismo Estado para el trabajo de enseñar. En particular, en la medida en que el Estado por un lado se reservó el monopolio de los títulos y por el otro se convirtió en la principal fuente de contratación para el empleo, impuso los criterios de reclutamiento y se consolidó como institución reguladora del ingreso a la profesión (Arnaut Salgado, 1993). Así, la difusión del normalismo y la centralización educativa fueron de la mano. A la par, el Estado estableció la obligatoriedad de la educación básica que se difundió rápidamente, para lo cual se expandió un grupo ocupacional específico (8) y se desarrolló su formación. En este proceso se visualiza la presencia activa del Estado en la regulación del trabajo docente, pasando de una posición periférica a una posición de mediación central (Novoa, 1987).

    En un artículo publicado en El Mercurio, en marzo de 1842 ya sostenía Sarmiento: "La formación de la Escuela Normal para la instrucción primaria importa, pues, un primer eslabón en una serie larga de mejoras, que apoyándose recíprocamente entre si e impulsándose unas a otras den por resultado final echar en todas las poblaciones un fecundo germen de civilización y prodigar a todas las clases de la sociedad aquella instrucción indispensable para formar la razón de los que están llamados a influir más tarde, con sus luces o su ignorancia, en la suerte futura del país. Formar preceptores para la enseñanza primaria y uniformar ésta en toda la extensión de la república, importa tanto como adoptar, después de maduramente examinados, los sistemas de enseñanza más ventajosamente concebidos y que en otros países se hallan en práctica…".

    Ahora bien, la creciente demanda de enseñantes se podría haber resuelto de otro modo; en Europa, EE.UU. y también en nuestro país, de la mano del proyecto de construcción de la Nación, la tecnología disponible fue un sistema formador del magisterio a partir de las escuelas normales. La expansión temprana y amplia de estas escuelas fue un rasgo que diferenció a la Argentina de la mayoría de los países de la región.

    El magisterio se transformó en una profesión de Estado signada por la oposición sarmientina civilización o barbarie, progreso o tradición como un deber y necesidad del Estado para la conformación de la nación. Así, se constituyó una pedagogía basada en el docente como representante/funcionario del Estado. Se conformó una mística del servidor público preocupado por las necesidades del Estado, debilitando los esfuerzos por legitimar cientificamente la enseñanza y consolidando el camino hacia la burocratización. La formación hizo hincapie en la transmisión de una tecnología formalizada con eje en la aplicación de métodos afirmando una relación estandarizada con el conocimiento, poco reflexiva y contextualizada.

    Justamente una interesante discusión que desarrolla Weber refiere al combate entre el especialista y el hombre culto, estrechamente ligado al proceso de desarrollo de la burocracia escolar y a la importancia creciente del saber especializado (Lerena, 1983). Weber hace de los docentes, en tanto versión de expertos burócratas, simples instructores de los que exalta su comportamiento neutral y a la vez su aceptación de su deber específico de fidelidad a la administración (en este caso, al proyecto de construcción de la Nación). Desde aquí, en la división del trabajo intelectual, la relación de los docentes/funcionarios con los intelectuales/pedagogos es semejante a la establecida en la tradición medieval entre el lector que comenta el discurso ya establecido y el auctor que produce discurso nuevo. Una de las ilusiones del lector consiste en olvidar las propias condiciones de posibilidad de su lectura (Bourdieu, 1988).

    En el caso de la docencia, los procesos de profesionalización y funcionariado eran casi sinónimos: tornarse docente profesional significaba, en general, tener un puesto en la administración pública (Novoa, 1991). Así, ambas dinámicas se yuxtaponen e impregnan el habitus docente.

    La intervención estatal provocó una unificación, una ampliación y a la vez una jerarquización del trabajo de enseñar: desde sus orígenes en Argentina, lo que constituye a los docentes en cuerpo profesional es la iniciativa y el control del Estado (donde la sanción y el control son externos) y no una concepción corporativa del oficio (Novoa, 1991).

    Indudablemente, este elemento tiene un peso muy significativo en la potencial construcción de la autonomía de la tarea.

    Los intentos reglamentarios del Estado en el nivel nacional buscan legitimar un tipo particular de aprendizaje y de saber. Se construyó una administración escolar con fuerte acento estatista/centralizador como una manifestación particular del proceso de conformación del Estado (Tedesco, 1988). Esta centralización permitió la concentración del manejo de los mecanismos de control (del nombramiento de docentes en la enseñanza superior, de las autoridades del Consejo de Educación, entre otros). La organización centralizada permitió la vigilancia sobre cada institución educativa: la inspección escolar fue uno de los instrumentos administrativos para cumplir esa función, encargado del cumplimiento de las disposiciones legales y de las orientaciones pedagógicas. Abundaron las reglamentaciones, los informes puntuales y minuciosos, los registros estadísticos, etc.

    Así, junto con el rápido crecimiento de las escuelas normales se desarrollaron formas crecientemente heterónomas del trabajo de enseñar: el ámbito, la organización de la tarea, el cómo se enseña fueron normativizados. El lugar de los inspectores fue crecientemente más significativo en este sentido: control controlado, técnicos subordinados a las decisiones políticas, empiezan a vigilar a los maestros como los potenciales "desviados" (Dussel, 1995a).

    2. Funcionario/a íntegro/a e integrado/a

    Como ya hemos señalado, hasta la constitución del sistema educativo moderno la enseñanza de las primeras letras estaba a cargo de la Iglesia y de otros agentes heterogéneos, articulados a partir de iniciativas parciales (particulares, comunitarias, etc). En el proceso de secularización que se desarrolló con la construcción del Estado, la escuela sustituyó al templo como institución inculcadora. Al maestro se le atribuyó una misión sagrada, vocacional, de entrega, equivalente a la del sacerdote. Se trataba de una tarea redentora, en la que la escuela era el templo del saber y trabajar en ella, un apostolado.

    En relación con este período, Tenti sostiene para México (y se podría extender a la Argentina) que se realizó una división del trabajo de inculcación moral: la escuela proporcionaba los fundamentos generales y universales de la moral para formar al ciudadano a partir de la enseñanza del común denominador: la moral laica, que aparecía como neutral y más allá de las morales particulares (Tenti, 1988).

    Pero moral y religión no se excluían. Como señala A. Puiggrós (1990), la derrota de las posiciones católicas antiestatistas más conservadoras no significó su ausencia del ámbito público sino que estuvieron presentes en el discurso escolar a través del discurso estatista.

    También los normalizadores laicos, que proponían la educación laica y estatal para controlar la irrupción de inmigrantes, consideraron la religión como sustento del orden moral para transformar la barbarie.

    El proyecto normalista triunfante tomó las preocupaciones de Sarmiento y formó egresados que lucharían contra el enemigo interno: la ignorancia. Para ello, se debía librar batalla contra el maestro espontáneo, contra el que no poseía títulos ni estudios sitemáticos, contra los curas, contra los educadores con ideas anarquistas. Los normalistas se sintieron "apóstoles del saber" y conservaron su fe inquebrantable en las fuerzas espirituales del magisterio normalista (Puiggrós, 1990).

    La mística apostólica constituyó una ruptura con la constitución anterior del trabajo de enseñar. Los otros enseñantes (no titulados y no religiosos) que, con el desarrollo del sistema, fueron reemplazados progresivamente por los titulados o habilitados, estaban alejados del apostolado y la entrega: por el contrario, la enseñanza era un trabajo a veces a tiempo parcial, con calendario flexible, que se constituía en un medio modesto de vida, en muchos casos una alternativa de trabajo para extranjeros. Se trataba de una tarea poco articulada, con bajo control e iniciativa del Estado, de alcance limitado (no obligatorio) y, por el contrario, fuerte presencia de la demanda comunitaria. No tenía pretensiones de universalidad, ni igualadoras y homogeneizadoras. Carecía de un sentido atribuido compartido.

    En las escuelas no pertenecientes a la Iglesia, de la posibilidad (de algunos padres) de demandar y hasta secuenciar contenidos o de la de algunos maestros para diseñar determinadas propuestas de enseñanza, se pasó a un plan de estudios preestablecido, homogéneo para las diferentes comunidades (9). Se produjo una regulación del trabajo de enseñar que empezó a incluir fuertes pautas burocráticas, jerárquicas y de producción técnica. Con la escolaridad obligatoria, hubo también un ordenamiento específico de las relaciones Estado-Familia (Querrien, 1979) en la que el magisterio (fundamentalmente femenino) pasó a ser mediador o representante del Estado. Justamente, el comportamiento de los burócratas se caracteriza por la subordinación de sus principios al ethos de la oficina (Hunter, 1994).

    Se demandaba entonces a los maestros y maestras a la vez que el cumplimiento de los deberes del funcionario que implicaba la profesión, una moralidad íntegra (que ya era exigida en el trabajo de enseñar las primeras letras) y una vocación innata. Vocación, abnegación, servicio.

    Ser maestro/a respondía a un llamado interior, a una predisposición, a una elección vinculada con las gratificaciones interiores que se recibían. Por eso, algunos autores sostienen que cuando la formación de docentes se institucionalizó, los objetivos religiosos se secularizaron sin perder el fervor moral. El vínculo pastor-rebaño migró de la Iglesia hacia la educación elemental moralmente administrada (Popkewitz, 1990; Hunter, 1994).

    La formación normalista que abonó la tradición triunfante de este grupo de funcionarios no estaba preocupada por la formación intelectual: el eje de la instrucción pasó de la repetición memorística hacia el despliegue de una actitud pastoral secularizada atravesada por una carrera burocrática (Popkewitz, 1994). Desde allí se instala la presencia de lo asistencial que retomaremos más adelante.

    Se dibujó una imagen de maestro/a como sujeto público, con fuertes prescripciones morales, expuesto siempre a la mirada y al juicio de la sociedad, "objeto de rigurosa vigilancia y control" (Martinez Boon, 1986).

    En síntesis, el magisterio se definió en los tiempos de construcción del Estado-Nación en la articulación compleja entre lo moral, lo vocacional y la misión de funcionario de estado.

    Estos elementos se condensaron en la construcción de un lugar redentor para el magisterio: proporcionar la salvación a los bárbaros y transformarlos en ciudadanos de esta Nación. La dinámica de género, como se verá más adelante, tuvo un lugar central.

    Esta hibridación, que se construyó desde lo históricamente disponible, permite pensar de otro modo lo que ha sido planteado como oposiciones fijas, en las que queda oculto que lo opuesto es interdependiente (Scott, 1994). Alejándonos de lecturas que enfatizan oposiciones binarias en la matriz de origen (pares vocación/profesión, moral/conocimiento), aquí proponemos, por el contrario, poner junto lo que habitualmente se pensaba como nocoexistente.

    Los maestros y maestras asignaron diferentes sentidos a su tarea de enseñanza y particularmente, a los elementos vocacionales: mientras para los grupos mayoritarios la vocación estaba asociada con la entrega amorosa e incondicional en pos de un fin supremo, para otras maestras, como H. Brumana, "lo importante es la autonomía intelectual que la vocación crea a las mujeres" (1932).

    Desde la lealtad (y neutralidad) moderna como funcionarios, los maestros y maestras adhirieron a finalidades funcionales e impersonales del Estado del que eran servidores (10). La capacidad ética del burócrata consistía justamente en subordinar la autoreflexión a la expertez impersonal y neutra de las obligaciones de su oficio.

    Quizás una anécdota narrada por Alice Houston Luiggi en su libro "Sesenta y cinco valientes" sirva de muestra: se trata de una situación vivida por Frances Armstrong, maestra norteamericana que trabajaba en la Escuela Normal de Córdoba, en la que había disminuido enormemente la matrícula porque el obispo cordobés había resuelto excomulgar a todo niño que concurriese a una escuela dirigida por protestantes (11). Por ello F. Armstrong decidió entrevistarse con el Legado Papal y luego transmitirle sus inquietudes al ministro de Instrucción Pública, suplicándole que le permita cumplir las condiciones reclamadas por el obispo. El ministro le respondió con una reprimenda: "Ella era empleada del gobierno sólo para enseñar y no para entrometerse en asuntos de política. Lo que debía hacer era obedecer las instrucciones del ministro de Instrucción Pública…" (Houston, 1959).

    A la par del ejercicio de subordinación de la funcionaria a su deber como representante del Estado, también se observa en esta anécdota la competencia entre las morales laica y religiosa. De hecho, para Armstrong resultaba más importante que los chicos concurran a la escuela pública que el "credo" que se fuera a transmitir. En este sentido, mientras la autoridad le demanda obediencia, la maestra sostiene que su mayor obediencia es "educar": allí es donde la funcionaria aporta su carácter específico.

    Los rasgos del funcionariado que caracterizarían a la docencia primaria son diferentes en los profesores de enseñanza media. Estos, en sus orígenes, son funcionarios activamente articulados al proyecto nacional, preocupados por formar la elite política local. En muchos casos se trata de magistrados, profesionales, personal jerárquico del sistema de educación primaria donde lo vocacional adquiere otro sentido, más vinculado con el aporte al desarrollo de la clase política, de la cual muchos de ellos son miembros.

    Pero para todos ellos, maestros/as y profesores/as, la condición de funcionario/a de Estado también conlleva la condición salarial. Aunque su cobro fuera irregular y su monto escaso (12), el sector docente pasó a tener un salario fijo, como parte de una escala preestablecida en la que el Estado tenía una obligación contractual que cumplir.

    3. Títulos y capitales: luchas sociales en torno a la profesión docente

    En este apartado nos interesa abordar los conflictos en la constitución de la profesión docente en relación con la distribución específica del capital cultural. Estos conflictos se desarrollan alrededor de la titulación exigida para el ejercicio (capital institucionalizado) y la intervención del estado para regular la actividad laboral. Aunque aquí haremos referencia a las disputas alrededor de la titulación y acreditación para enseñar, no se trata de un debate exclusivo de este campo. Por el contrario, con la profesionalización del saber que se construye en la modernidad, éste es un conflicto que atraviesa distintas profesiones y distintas geografías occidentales.

    Así, las profesiones se desarrollan en el contexto de un proceso de racionalización del conjunto de las prácticas sociales y del saber, en la búsqueda de los medios más adecuados para el logro de ciertos fines. La burocracia sería la forma racional de ejercicio de la dominación en las sociedades actuales: se trata de la dominación gracias al saber especializado (Weber, 1979).

    Bourdieu plantea la profesionalización como una dinámica del mundo del trabajo en que se especializan y fragmentan el conocimiento y las tareas. Por ello, las profesiones pueden pensarse como casos del desarrollo de campos estructurados de producción de bienes simbólicos. Los campos son "espacios estructurados de posiciones (o de funciones) donde las propiedades dependen de la posición en esos espacios y que pueden ser analizados independientemente de sus ocupantes" (Bourdieu, 1976). La estructura del campo manifiesta un estado de relación de fuerzas entre los agentes o instituciones comprometidas en la lucha por la distribución del capital específico. Los campos no son espacios homogéneos sino que están organizados jerárquicamente en estructuras de prestigio y poder. Al recuperar los aportes de Bourdieu, no ignoramos que requieren ser traducidos a las constituciones y desarrollo de los campos en América Latina, donde la tradición en la relación entre Estado e intelectuales es muy distinta a la francesa. Como señalan Altamirano y Sarlo, en sociedades como las nuestras donde no se consolidaron democracias liberales al estilo europeo, los campos deben considerarse como "sistemas intelectuales precarios", dependientes en mayor grado de otras instancias de legitimación (Altamirano y Sarlo, 1983).

    Una de las mayores luchas en la organización de un campo se libra alrededor de la definición de sus límites. Implica una delimitación de qué incluye y qué excluye, así como la defensa de cualquier forma de intrusión. Las luchas en el campo tienen como meta la conservación o la subversión de la estructura de la distribución del capital específico. Implican monopolización y reconocimiento externo. Nuevos agentes de producción de bienes simbólicos desplazarán a los tradicionales, nuevas reglas, principios, teorías: hay lucha entre agentes tradicionales y nuevos, entre saber popular y ciencia, entre saber acreditado y saber práctico, entre profanos y especialistas, articulaciones entre lo epistemológico y lo político (Gomez Campo y Tenti, 1989) Justamente la creación de diplomas o títulos se halla al servicio de la conformación de una capa privilegiada que cuenta con el monopolio de los puestos social y económicamente ventajosos (Weber, 1979). El conocimiento profesional se sirve de "definiciones" que son propiedad de comunidades de expertos; la posesión de una credencial garantizaría el conocimiento profesional requerido para una tarea específica. Por eso las disputas se desarrollan alrededor de la posesión de la credencial y quien las otorga. Así se construye la legitimidad de los agentes.

    En la conformación del campo de la enseñanza, se fue diferenciando magisterio de profesorado y creando una estratificación interna, estrechamente ligada al vínculo establecido con el conocimiento y con la masividad (Hoyle, 1992).

    Para los funcionarios de Estado, la certificación institucional/ legal da cuenta de la posesión del saber legítimo para la tarea de enseñanza y, en el contexto de constitución del sistema educativo, es uno de los ejes alrededor de los cuales se organiza la polémica en el campo. Por eso, junto con la expansión de las escuelas primarias, los esfuerzos educativos de la época se concentraron en la creación de las escuelas normales, siendo éstas 38 a fines del siglo pasado.

    En el caso del magisterio, la preocupación por regular la tarea abarcó por un lado a los futuros y numerosos nuevos maestros y maestras a través de las escuelas normales. Por el otro, a los docentes no titulados pero ya en ejercicio. En Argentina, la disputa entre maestros no titulados y maestros titulados se resolvió más rápido que en otros países de América Latina por un desarrollo masivo y temprano del sistema formador (13). Quizás éste sea uno de los indicadores de la peculiaridad del sistema educativo argentino en el marco de América Latina.

    Pero esto no sucedió sin debate: en su Crónica del Congreso Pedagógico de 1882, R. Cucuzza da cuenta de las resistencias que recibió la disertación de J. M. Torres al sostener que el oficio requería una formación específica en las escuelas normales. Y esta resistencia tuvo argumentos ideológicos (la constitución garantiza la libertad de enseñar) que ocultaban resistencias gremiales (el Congreso se divide entre normalistas y preceptores) (Cucuzza, 1986).

    La transición de una mayoría de maestros/as no titulados a titulados adquirió formas variables. En principio, los egresados de las normales no alcanzaron para cubrir los cargos docentes de base sino que ocuparon cargos jerárquicos (Alliaud, 1993). En la provincia de Buenos Aires y otras del interior del país, se conformó paralelamente un sistema de exámenes que otorgaba títulos habilitantes a quienes dominaban los contenidos básicos de la escuela primaria. Inicialmente, de las mesas examinadoras formaban parte los maestros diplomados, composición que fue variando. En general aprobaba menos del 50% de los examinados. Las condiciones de contratación no eran las mismas para los titulados y los no titulados, sus sueldos eran diferentes (14). Si no eran diplomados, a partir de 1897, no tenían estabilidad en el cargo y podían ser removidos. Pero se reconocía como equivalentes a los maestros diplomados a quienes hayan ejercido más de 10 años, y éstos eran los únicos que podían ascender en el escalafón. Sin embargo, el Reglamento de Títulos de Maestros (de la Provincia de Buenos Aires) disponía en su capítulo 1: "art.8: En la provisión de puestos que se haga en el futuro, si concurren maestros diplomados por el Consejo General antes, y diplomados después del 1 de enero de 1895, serán preferidos estos si sus títulos son de clase igual o superior y aquellos, si son de clase superior.

    Si concurriesen también maestros titulados en escuelas normales de la Nación o de las provincias, serán preferidos a todos los demás." 4-12-1894 (extraído de Disposiciones legales y constitucionales de la Administración escolar de la Provincia de Buenos Aires, 1897).

    De esta manera, el Estado provincial programó la renovación del cuerpo docente por personal formado en las instituciones que diseñó para tal fin.

    La titulación de los maestros/as también se relacionaba con sus circuitos de trabajo: en 1915 y para el conjunto del país, el 66,2% de los que trabajaban en las escuelas fiscales era personal titulado. En cambio, en las escuelas particulares, donde trabajaba el 20% de los docentes primarios, la relación se invertía: el 67,6% era personal no titulado, muchos de ellos extranjeros. Recuérdese que las escuelas particulares eran las promovidas por las comunidades de inmigrantes, los grupos políticos más radicalizados y la Iglesia Católica (Gandulfo, 1991).

    Podría pensarse la no titulación docente en estos sectores no sólo como una consecuencia de los criterios de selección por parte del estado, sino como una resistencia al circuito normalizado.

    El magisterio, entonces, es una actividad en la que el proceso de profesionalización se confunde con el de estatización. Pero otra es la situación de quienes enseñan en los colegios secundarios. Se trata de un debate más intenso y más tardío (a partir de 1910), donde desde diferentes capitales incorporados e institucionalizados se disputan modos de legitimación, así como una definición profesional respecto del lugar de la ciencia/disciplina y la pedagogía. Más adelante, cuando se amplía el mercado de trabajo para la enseñanza en el nivel medio, lo que está en disputa es el monopolio ocupacional. Como se verá en el apartado siguiente, las dinámicas de género tampoco eran indiferentes en este proceso.

    Los colegios nacionales eran los encargados de la formación de las elites locales. Para la época eran el paso obligado para el acceso a la universidad, y ésta, a su vez, la que otorgaba títulos legítimos para el ejercicio de la política (Canton, 1966). Los profesores de los colegios nacionales eran naturalmente egresados universitarios o intelectuales sin título. Pertenecían al mismo sector social que sus estudiantes y para él los formaban. Probablemente por eso en principio no fue una preocupación del estado la regulación explícita de quienes estaban habilitados para enseñar en ellos.

    Sólo algunos tenían los medios económicos y culturales para realizar estudios o formarse más allá del mínimo necesario para la reproducción de la fuerza de trabajo. La lógica simbólica de la distinción, que le asegura provecho a los poseedores de un fuerte capital cultural, recibe un valor de (por) escasez, según la posición de los sujetos en la estructura de distribución del capital cultural (Bourdieu, 1987). Allí se ubican, por ejemplo los primeros y escasos profesores de enseñanza media.

    Hombres extranjeros contratados, inmigrantes perseguidos, políticos reconocidos, de profesión geógrafos, ingenieros, astrónomos o abogados tenían, como parte de su trabajo específico, la enseñanza en los colegios. Más aún, en las biografías públicas de intelectuales y políticos prestigiosos se reivindicaba su pasaje como profesores por los colegios nacionales. Ser profesor secundario era una etapa en el "curso de honores" en la función pública, era un ámbito de prestigio simbólico para el hombre público (Gagliano, R., 1997) (15).

    El modelo era el del intelectual erudito, al estilo Amadeo Jacques o Paul Groussac, bien diferente de quienes sólo enseñaban en las normales. Tanto para docentes como para directivos, se fueron conformando dos circuitos diferenciados: en los colegios nacionales predominaban los titulados universitarios y en las normales trabajaban prioritariamente los egresados del mismo circuito (maestros y profesores normales). Más aún, hasta 1916, la formación para maestro/a era una carrera de formación profesional, terminal que no habilitaba para el ingreso a la universidad (Dussel, 1996; Gvirtz, 1991).

    CUADRO N° 1: TITULACION DE DOCENTES DE LOS COLEGIOS NACIONALES Y ESCUELAS NORMALES EN 1902 (en porcentajes)

    Fuente: Elaboración propia en base a Dussel (1996): Los debates curriculares en la enseñanza media 1863-1920, Tesis de Maestría, FLACSO (mimeo).

    Pero en las primeras décadas del s. XX, a medida que se expandió la educación secundaria, el modelo empezó a resquebrajarse y los colegios perdieron la función exclusiva de formación de élites (16). Es en ese contexto en que aparecieron los profesorados para el nivel secundario que dieron origen a un "profesorado diplomado" y la disputa se constituyó alrededor de qué institución tenía la legitimidad para otorgar el título de profesor. Mientras a la docencia primaria se le exigían saberes pedagógicos desde su formación normalista, no había sucedido lo mismo hasta aquí con quienes trabajaban como profesores: bastaba su reconocimiento como intelectuales o especialistas en una disciplina.

    Pero en esta etapa se institucionalizó la formación de profesores para la escuela media con la creación de un Seminario Pedagógico (1904) para capacitar a los graduados universitarios para desempeñarse como profesores (INSP). Al año siguiente ya se organizó como Instituto Nacional de Profesorado Secundario. Convivía con otras dos instituciones de formación de profesores: las escuelas normales que ofrecían para sus graduados un curso posterior al magisterio de dos años en el mismo establecimiento (sin especialización disciplinaria) y las Universidades de Buenos Aires y La Plata, que desde 1907 y 1902 respectivamente asumieron la función de formar profesores de Enseñanza Secundaria en Filosofía y Letras.

    A los pocos años se produjeron intentos de fusión de INSP con los profesorados universitarios a los que se opuso terminantemente el primer rector del Instituto (Hillert, 1989).

    Finalmente, y a diferencia de lo que ocurre en otros países, donde la universidad fue desplazando paulatinamente a los terciarios en la formación de profesores (Schneider, 1987; Popkewitz, 1994), los Institutos se mantuvieron y fueron ganando terreno.

    Mientras para el magisterio, el capital simbólico incorporado en las familias de origen (Bourdieu, 1987) no habilitaba para la enseñanza que demandaba el Estado Nación, en los colegios secundarios inicialmente pesaba más el capital incorporado (en tanto proveniente de un sector social) que el institucionalizado. Por eso, cuando se inició la disputa con y entre los diplomados, se trató de un conflicto entre dos sujetos sociales que detentaban diferentes capitales y que entraron en conflicto por la hegemonía del campo a través de disputar la legitimidad del ejercicio de la docencia en el nivel medio (Pinkasz, 1992).

    Como sostiene Pinkasz, en rigor, un determinado capital incorporado había sido el requisito fundamental para el cargo de profesor secundario hasta entonces. Lo que se discute es una nueva legitimidad apoyada en una formación específica que reemplaza el origen de clase.

    Por un lado los profesores diplomados, por el otro los antiguos profesores universitarios, los "doctores" de la política nacional (Pinkasz, 1992).

    Fue una disputa entre sujetos con capitales culturales diferentes (17). Pero también fue una disputa alrededor de la formación específica: qué vínculo se prescribía entre los docentes y la producción del conocimiento científico, entre la didáctica y el conocimiento disciplinar. La resolución ubicó a los profesores como los encargados de vulgarizar el conocimiento científico, de difundirlo. Los circuitos de producción científica del conocimiento (disciplinar y también pedagógico) quedarían fuera de los institutos que formaban docentes.

    Las polémicas por la delimitación de un campo procuran negarle existencia legítima a determinado grupo. Esta exclusión simbólica es parte del mismo movimiento por imponer una definición de práctica legítima (Bourdieu, 1988). En este caso, los representantes de la tradición normalista defiendieron su pertenencia al campo y revalorizaron su capital simbólico específico: la competencia técnico-didáctica. Este sería el saber específicamente pedagógico que habilitaría para la labor docente, punto clave en la construcción del discurso normalista: la educación muchas veces se redujo a un problema didáctico (De Miguel, 1996).

    Como plantea Dussel, aunque el normalismo perdió la batalla por el monopolio de los títulos, su influencia no fue menor. Atravesada por la expansión del nivel y su ampliación hacia nuevos sectores sociales, cada vez más el cuerpo docente fue conformado por egresados de las escuelas normales (18). A la vez, poco a poco los reglamentos y rituales de los colegios mostraron la adopción de la "táctica escolar" propuesta por los normalizadores. Cuestiones tales como la organización de la entrada y salida de los colegios, los recreos, la disciplina, la disposición del aula fueron elementos que el colegio secundario tomó de la cultura normalista y no de los púlpitos universitarios de los cuales formaba parte en la estructura tradicional (Dussel, 1996).

    Esta brecha se vio más acentuada aún cuando la lógica universitaria fue radicalmente modificada por la Reforma Universitaria de 1918 planteando una renovada gramática institucional, mientras que la formación de profesores se fue asimilando crecientemente a la cultura escolarizada. Como veremos más adelante, este es uno de los elementos que irá acortando la brecha inicial entre profesorado y magisterio en la configuración de su trabajo.

    4. La construcción de la división sexual del trabajo docente.

    El trabajo de enseñar y las dinámicas de género se imbricaron de modos particulares desde sus configuraciones iniciales. A diferencia de otras profesiones, la presencia de mujeres y hombres se asocia de modo ineludible y a la vez diferenciado con la configuración del lugar de los que enseñan.

    Justamente para el imaginario social del siglo pasado, el ideal femenino prevaleciente era la maternidad y la familia y su ámbito privilegiado, el hogar. Se suponía la existencia de una diferencia fundante entre varones y mujeres que no sólo pasaba por lo anatómico o fisiológico.

    Las mujeres madres debían ser "ángeles del hogar", único lugar simbólico y material de existencia natural y feliz (Nari, 1995). Así lo decía J. B. Alberdi en las "Bases" (1974): "En cuanto a la mujer, artífice modesto y poderoso, que desde su rincón hace las costumbres privadas y públicas, organiza la familia, prepara el ciudadano, echa las bases del Estado. Su instrucción no debe ser brillante. No debe consistir en talentos de ornato y lujo exterior, como la música, el baile, la pintura, según lo sucedido hasta aquí. Necesitamos señoras y no artistas. La mujer debe brillar con el brillo del honor, de la dignidad, de la modestia de su vida. Sus destinos son serios; no ha venido al mundo para ornar el salón sino para hermosear la soledad fecunda del hogar".

    La compatibilidad entre femineidad y trabajo asalariado fue planteada en términos morales. El trabajo asalariado femenino fuera del hogar era cuestionado porque ponía en peligro la supuesta naturaleza maternal de las mujeres (desatención del hogar, baja natalidad, etc.). Las opciones de salida "decentes" para las mujeres eran pocas y todas ellas se vinculaban con el cuidado de los "otros": la beneficencia, la docencia y la atención de enfermos eran consideradas una prolongación del ámbito doméstico y por lo tanto estaban permitidas. En particular, en América Latina en la segunda mitad del siglo XIX no sólo se toleró sino que se fomentó la salida de algunas mujeres hacia un trabajo considerado decente y necesario en manos femeninas: la enseñanza a niños pequeños (Yannoulas, 1996). También hacia la beneficencia, constituyéndose aquí uno de los sistemas más desarrollados del mundo (Ciafardo, 1990).

    En el caso del magisterio, se trata de un proceso de incorporación temprana: en 1822 el 75% de la docencia primaria era femenina, profesión de más alto rango que podían ejercer las mujeres además de la religiosa. En dicho período las docentes mujeres en la enseñanza pública cobraban aproximadamente dos tercios que los varones por igual función (Newland, 1992).

    La presencia femenina también se fue transformando con los cambios políticos y educativos, albergando "otras" mujeres. Refiere Newland que durante el rosismo, período de gran crecimiento de las escuelas privadas ante el desmantelamiento del sistema público, la mayoría de los empresarios escolares que instalaron escuelas propias fueron mujeres: ellas llegaron a administrar más de las 2/3 partes de los establecimientos (muchas, además, eran extranjeras) (19).

    Con la construcción de un sistema educativo público masivo y de propuesta homogénea, se regula el espacio de estas escuelas también ocupado por iniciativas femeninas: de mujeres que gestionaban su propio ámbito de trabajo (incluidos los recursos) a más mujeres que pasan a desarrollar su tarea bajo la normativa de un sistema centralizado.

    Pero pensar la inclusión femenina en el mercado laboral requiere pensar en las mujeres, en lógicas contradictorias explicables en función del patrón dual de moralidad que regulaba las relaciones de los sexos y de los grupos sociales (Mesquita Samara, 1991). Las mujeres adineradas y las de sectores pobres desarrollaron distintos patrones de moralidad, de vida familiar y de inserción en el mercado laboral.

    Alrededor de 1860 los índices de actividad laboral femenina eran elevados: las mujeres representaban el 40% de la población activa, aunque se concentraban en escasas ocupaciones de bajo nivel de calificación (costureras, cigarreras, artesanas). Se trataba entonces de mujeres trabajadoras de sectores sociales bajos que, en gran parte, desarrollaban una actividad productiva en su hogar.

    A fin del siglo pasado y comienzos de éste, se desarrolló una etapa de gran crecimiento de la economía; se incrementaron, diversificaron y complejizaron las ocupaciones. Sin embargo, este cambio tuvo como protagonistas fundamentalmente a los hombres: en 1914 el peso de las mujeres en la población activa había disminuido al 21,5% (20). Esta disminución requiere ser analizada en su diversidad: por región, por tipo de actividad, por nacionalidad de las trabajadoras, por su estado civil, por su ciclo vital, etc.

    CUADRO Nº 2: PRINCIPALES OCUPACIONES FEMENINAS. PORCENTAJE RESPECTO DEL TOTAL DE LA POBLACION ECONOMICAMENTE ACTIVA. AÑOS 1869, 1895 Y 1914.

    OCUPACIONES 1869 (1) 1895 1914

    (1) El censo de 1869 no diferencia las ocupaciones por sexo. Por ese motivo, es posible que en algunas ocupaciones identificadas como predominantemente femeninas haya algunos hombres; en particular ese puede ser el caso de servicio doméstico (los mucamos) y cocineras (que en la denominación censal se llama "cocineros y cocineras"). Por otro lado, ocupaciones que en los censos siguientes incluyen un número importante de mujeres (todas las que en el cuadro aparecen después de planchadoras) se anotaron con la abreviatura "n.d." por desconocerse la cantidad de ellas en ese año.

    (2) Corresponde al Gran Grupo 6 de la CIUO, Rev. 1. Incluye hacendados y estancieras.

    (3) Se refiere al total censal. Incluye ocupaciones no listadas en el cuadro.

    Fuente: Elaboración propia en base a Kritz, E. (1985): La formación de la fuerza de trabajo en la Argentina: 1869-1914, CENEP, Cuaderno nro. 30, Buenos Aires, en base a censos nacionales de 1869, 1895 y 1914..

    Nos interesa aquí focalizar la mirada en el tipo de actividad que desarrollaban las mujeres. La irrupción del proceso modernizador eliminó la sobrevivencia de las formas atrasadas de producción (como la tejeduría), produciendo la caída de las tasas de participación femenina. Con muy pocas excepciones, las mujeres quedaron ausentes del proceso de modernización de la estructura ocupacional, limitándose en su mayoría a los empleos tradicionales (Kritz, 1985).

    Entre las modificaciones producidas por el proceso de urbanización e industrialización creciente, se desarrolló la condición salarial. En este período la fuerza laboral se fue transformando progresivamente en fuerza asalariada activa, en un proceso económico y también sociopolítico sólo posible con políticas estatales que se proponían incorporar la fuerza de trabajo a un mercado de trabajo (Offe, 1988). Fue también un período de organización del aparato del Estado en la Argentina que se hizo casi exclusivamente en base a hombres: sólo el 1% de los empleados administrativos que se contrataron fueron mujeres. Ese tipo de burocracia, pareciera, era patrimonio masculino.

    Pero la docencia constituyó la excepción: de 1895 a 1914 el número de mujeres en ella se incrementó 5 veces (Malgesini, 1993). Por un lado, fue la única ocupación femenina que creció como parte del proceso de expansión educativa y del estímulo del Estado (21). Por otro, el magisterio fue una posibilidad para mujeres de sectores medios que habían tenido acceso a la educación y hasta entonces habían estado ausentes del mercado de trabajo. Es decir que implicó una ampliación del mercado laboral femenino hacia nuevos sectores sociales así como una oportunidad de apertura hacia el espacio público. Para las mujeres de sectores sociales más bajos, se constituyó en una oportunidad de ascenso social en un contexto de alternativas escasas.

    A la vez, en la medida en que se incrementaron los requisitos para el ejercicio de la docencia y se normativizó más la tarea y el sistema de contratación (horarios, calendario más extendido, etc.), también los hombres empezaron a abandonar la tarea de enseñar. Ya en ese entonces el mayor caudal de matrícula masculina de las escuelas normales estaba en el interior del país, ante la falta de otras perspectivas laborales (Tedesco, 1988). En el capítulo siguiente analizaremos cómo algunas de estas tendencias reaparecen en el actual contexto.

    Se podría señalar entonces desde la docencia, que la entrada de las mujeres al mercado de trabajo en la condición de asalariadas fue, en la Argentina, parcialmente promovida desde el Estado. Pero se estaba constituyendo entonces un mercado de trabajo sexualmente segregado que fue considerado como una prueba de la existencia previa de una división sexual "natural" del trabajo. Maternidad y domesticidad eran sinónimos de femineidad y explicaban las oportunidades y los salarios de las mujeres en el mercado laboral (Scott, 1993). Esta argumentación fue funcional para un contexto en que el trabajo de enseñar crecía rápidamente y por lo tanto demandaba cada vez más fondos públicos para la cobertura de los cargos no jerárquicos y para un trabajo que se distinguía por tratar con niños pequeños.

    La expansión de la educación básica implicó un incremento presupuestario significativo en tiempos en que el salario femenino era significativamente menor al masculino. Respecto a este punto, señalaba Sarmiento: "…Creemos importante (…) estudiar los resultados económicos que ofrece la introducción de mujeres en la enseñanza pública… Las proporciones en que están los salarios de hombres y mujeres, y el número que se emplea de cada sexo, muestran el partido que puede sacarse preparando a las mujeres para dedicarse con ventaja del público a la enseñanza primaria (…) La educación de las mujeres es un tema favorito de todos los filántropos; pero la educación de mujeres para la noble profesión de la enseñanza es cuestión de industria y economía. La educación pública se haría con su auxilio más barata…"(Sarmiento, 1858).

    El salario inferior para las mujeres fue una constante en los diferentes ámbitos laborales que se abrían para ellas (fábricas, servicios, etc.). Dicha asimetría se fundamentaba, históricamente, en que los salarios de varones incluian los costos de subsistencia y reproducción, mientras que los de las mujeres eran suplementos familiares. No olvidemos , además, que los salarios no solo eran bajos sino que se pagaban irregularmente, en un trabajo que era inestable y con alta arbitrariedad en las designaciones y ascensos.

    En cuanto a las posiciones en el campo de la enseñanza, en ese tiempo se inició una división y estratificación en las actividades a la que no fueron ajenas las cuestiones de género: quienes estaban en el nivel superior se preocuparon por la producción del saber y la administración de las ocupaciones, mientras que los de los niveles inferiores (generalmente mujeres) por el saber instrumental de la tarea (implementación y ejecución de prácticas pedagógicas).

    Esto tuvo manifestaciones concretas: al menos hasta 1930, ninguna mujer había llegado a ocupar un cargo de inspección ni una banca en el Consejo General de Educación de la Provincia de Buenos Aires (Pineau, 1996). En el Consejo Nacional de Educación se registra entre los 63 nombramientos de inspectores técnicos para la Capital Federal realizados entre 1884 y 1899 a la primera mujer, Ursula Lapuente, en 1896 (Marengo, 1991). Este tampoco es un rasgo distintivo del sistema escolar, sino que refiere al conjunto de la dinámica ocupacional: en el grupo de profesionales relevados por el censo de 1895, el 30% eran mujeres ubicadas en ocupaciones del último peldaño de la calificación de los profesionales (maestras, parteras, enfermeras). En los rangos superiores casi no había mujeres, y de los 10.687 universitarios registrados, solo 78 eran mujeres.

    Ahora bien, la presencia de mujeres en las aulas no obedeció solo a razones económicas y de jerarquías. Los discursos fundadores del sistema escolar enaltecieron la presencia femenina en la enseñanza de niños pequeños e intentaron para ello construir justificaciones de carácter científico: la mujer como "maestra natural" (22) (Tedesco, 1988). En este sentido, podría señalarse que el concepto de maestra es un concepto generificado, construido desde la oposición binaria masculino-femenino y esto se tradujo en políticas concretas (Scott, 1990).

    Las mujeres, en su condición de madres, no sólo eran responsables de sus hijos sino que su responsabilidad también se extendía a la sociedad a partir de la idea de "maternidad social".

    La femineidad sana se definió por la domesticidad y la maternidad entendida como prácticas, saberes, capacidades y cualidades éticas imprescindibles para la regeneración de la sociedad (Nari, 1995). Así, el discurso de la época interpelaba estos elementos redentores que constituyen la identidad de género desde distintas posiciones: como maestras, como damas de beneficencia, etc.

    Otro lugar interesante para analizar las dinámicas ocupacionales y de género a fines del siglo pasado y principios de éste es la asistencia social, nudo que nos remite nuevamente al magisterio. La caridad, antiguo deber de las cristianas, también había sacado de sus casas a las mujeres adineradas: las visitas a pobres y enfermos eran itinerarios permitidos por la ciudad. En la filantropía, gestión privada de lo social, estas mujeres ocuparon un lugar privilegiado (Perrot, 1993) desde la actividad de la Sociedad de Beneficencia de Buenos Aires, reservada para las damas de la aristocracia.

    Es a partir de 1880 que crecen las instituciones caritativas en todo el país: asilos para niños y mujeres jóvenes, para menesterosos y enfermos, comedores gratuitos, orfanatos, etc. Se abrió allí un espacio de mayor participación de las mujeres que, a través de la caridad, poco a poco se transformó en una empresa de moralización e higiene. Fue un sistema que desarrolló no sólo una tarea asistencial sino funciones de disciplinamiento social entre los sectores populares urbanos en aumento (Ciafardo, 1990).

    Es así que la beneficencia, espacio de la elite femenina porteña, se transforma en un lugar para la participación de mujeres de clase media y capas altas de los sectores populares a partir de la multiplicación de las sociedades benéficas. En la lógica del discurso benéfico, la vida pública quedaba dividida en dos grandes esferas: la política y la moral; la primera era coto masculino, la segunda de las mujeres. La enseñanza normal y la escuela primaria no fueron ajenas a ella.

    Señala E. Ciafardo que el ámbito en que se buscó reclutar y "construir" adherentes a la beneficencia de forma masiva fue la escuela pública. Para las diversas asociaciones, las maestras eran el agente ideal para ser captado por ser mujeres de sectores populares en ascenso que tenían contacto cotidiano no solo con las alumnas sino con sus madres. En ese marco se crean las Ligas de la Bondad, que encuentran en las maestras de escuelas de barrios populares el vehículo perfecto para llegar a los hogares. Así, la mujer que ejercita la caridad está presente en los libros de lectura de la época y también en las prácticas escolares tales como la participación en colectas callejeras multitudinarias (Ciafardo, 1990).

    Pero lejos de considerar que se trate de un discurso monolítico, sería interesante indagar otros discursos, otras construcciones y experiencias respecto del lugar de las mujeres, la enseñanza y la caridad.

    Quizás una de ellas fue el impacto de las maestras norteamericanas que trajo Sarmiento para estimular y fortalecer las escuelas normales. Nos preguntamos aquí por lo que generaron como mujeres diferentes que, además de traer su experiencia como enseñantes, mostraban otra construcción posible de género. Se atrevían a elegir un proyecto profesional propio para el cual debían realizar un largo viaje solas, vivir solas, en un país con una religión diferente. Eran mujeres que usaban faldas cortas (al tobillo), manejaban varios idiomas, conocían distintos países y se atrevían a discusiones como la siguiente: "Clara J. Armstrong y las profesoras de la escuela normal de La Plata hacía meses que no cobraban sus sueldos. Al fin, Clara se instaló en el Ministerio y después de una espera de cinco horas sin ser atendida, empezó a golpear con su sombrilla sobre el piso de mosaico con ritmo enérgico e incesante. Cuando un empleado, nervioso, le aseguró que sería imposible buscar sus papeles ese día, ella le anunció que sólo se retiraría si se le pagaba. Al llegar la hora de cerrar, los porteros se lo hicieron notar haciendo rechinar el cerrojo, pero ella les dijo con calma: "Prosigan. Pero me quedaré aquí sentada hasta que me paguen los sueldos de mi personal y el mío". Impresionado, tal vez, por su corpulencia y determinación, el pálido joven realizó las gestiones necesarias…"(Houston, 1959).

    Las norteamericanas mostraban otras maneras de ser mujer, donde la noción de trabajo y servicio público incorporaba esferas de decisión y poder. Muchas de estas maestras discutían los patrones de género vigentes desde las voces del feminismo doméstico norteamericano (como el de Catherine Beecher), al que adherían también muchas escritoras argentinas de la época. Estas escritoras, a partir de la defensa de la educación de la mujer, reclamaban un lugar para sí en los proyectos de nación. Pero lejos de pensarse en posiciones públicas prominentes, insistían en una mejor educación como modo de destacar el espíritu del hogar; afirmaban que la educación femenina no deviene abdicación de los roles femeninos sino que la obligación principal de la mujer se encuentra en la formación e instrucción de los futuros ciudadanos (Masiello, 1989). De allí, su lugar tanto en el hogar como en la escuela.

    También son "otras" maestras y "otras" mujeres las maestras de la capital que no se retiran del Congreso Pedagógico de 1882 con los sectores eclesiásticos, permitiendo con su permanencia el quorum para su funcionamiento. O las maestras huelguistas de la Escuela Normal de San Luis, allá por 1881. O las mujeres socialistas y anarquistas (23) que construían sus propios programas para integrar el ámbito doméstico y el ámbito político.

    Otros rasgos en las construcciones de género pueden rastrearse en la literatura de principios de este siglo. En la maestra como personaje ficcional, también se manifestaban distintos patrones de género. A la versión paradigmática de Galvez en "La maestra Normal" (1914), que posiciona a las mujeres en los espacios públicos para denunciar su incompetencia y culpabilizarla, se opone, por ejemplo, la literatura de H. Brumana (24) que incorporó el rol de la "maestra" como una plataforma desde la cual convocó a la participación de las mujeres en el conocimiento y en los debates sobre el futuro de la Nación. En "Tizas de colores", respondiendo a una carta de una maestra normalista que le pide consejos, H. Brumana le escribe:

    "–Ande por la calle y mire viendo (La calle es fuente de toda vida. Recórrala y aprenderá cosas que no traen los libros. Vaya al teatro, al cine, a oír conferencias, músicas, al circo).

    –Coquetee y tenga novio cuando pueda (Una maestrita con ilusión trabaja con más gusto).

    –Cuide su físico y su manera de vestir (Es deber de toda maestra ser lo menos fea posible y dar siempre una nota de buen gusto en su vestir).

    –Cultive un arte (música, pintura) y si no puede, aprenda idiomas.

    –Lea, lea todo lo que pueda, lo que caiga en sus manos." (Brumana, 1932).

    Otra de las manifestaciones de la polémica en la época se expresa en la postura sostenida en la Conferencia del Consejo Nacional de Mujeres de 1910 donde se sostuvo que las mujeres ejercerían mayor influencia en el mundo mediante la educación de las futuras generaciones hacia la conciencia cívica que mediante el voto en las elecciones o el desempeño de cargos públicos, en fuerte debate con las tendencias del 1er. congreso Feminista Internacional de Bs. Aires, desarrollado en paralelo (Little, 1985).

    Aunque no hemos registrado investigaciones que trabajen género y profesorado de los colegios secundarios, pareciera que el vínculo fue muy diferente al del magisterio. Se podría señalar la bajísima presencia femenina en los orígenes de la tarea de enseñar en el nivel medio.

    Mientras para los hombres se trataba de un lugar más en su carrera pública, para las mujeres podía representar una culminación más que exitosa a la que pocas llegaban. Se requería alto prestigio intelectual, o de una carrera más prolongada que exigía una alta autonomía o transgresión femenina: había pocas mujeres políticas y pocas mujeres universitarias.

    Los procesos de feminilización y de feminización (25) de la docencia fueron diferentes en el caso de maestras y profesoras en su origen: como se observa en el Cuadro Nro. 3, mientras el magisterio rapidamente se transformó no sólo en un trabajo para mujeres sino de mujeres (Morgade, 1992), el profesorado se feminiliza más tarde y la tarea no tiene rasgos de género marcados (26)

    CUADRO N° 3: MAESTROS Y PROFESORES VARONES EGRESADOS DE ESCUELAS NORMALES 1876- 1920, SEGUN EL TÍTULO OBTENIDO

    Fuente: Elaboración propia en base a Feldfeber, M. (1990): Génesis de las representaciones acerca del maestro. Argentina 1870-1930, Facultad de Filosofía y Letras, UBA, Buenos Aires (mimeo).

    Pero fundamentalmente, si llegaban a trabajar en el nivel medio, los caminos habilitados para las mujeres que enseñaban se orientaban hacia la formación de maestros (cada vez más maestras), no hacia los bachilleratos.

    Aunque fueron pocas, en las carreras de conocidas feministas socialistas de la época como Elvira Lopez, Ernestina Noble de Nelson y Elvira Rawson de Dellepiane había un tiempo dedicado a la enseñanza en una escuela secundaria, desde donde también incentivaron a las estudiantes a continuar con los estudios y a engrosar las filas del feminismo (Little, 1985).

    Otras mujeres, como Leonilda Barrancos y Florencia Fosatti, a la vez que introductoras de las ideas de pedagogos escolanovistas, encabezaron la actividad sindical docente que fue creciendo en la primera década del siglo, nacida del corazón del mutualismo y vinculada al anarquismo y al socialismo (Puiggrós, 1996).

    CUADRO N° 4: PROFESORES VARONES DE ENSEÑANZA MEDIA EN BACHILLERATOS Y NORMALES, PARA LOS AÑOS 1917, 1921, 1926, 1931 Y 1936 (en porcentajes)

    Fuente: Elaboración propia en base a Pinkasz (1992): "Orígenes del profesorado secundario en la Argentina: tensiones y conflictos", en Braslavsky, C. y Birgin, A. (comp.): Formación de Profesores: Impacto, pasado y presente, Edit. Miño y Dávila, Buenos Aires.

    Ni al interior del magisterio ni en el profesorado se manifestaron tendencias homogéneas: hubo una división sexual del trabajo al interior de cada nivel marcado por la edad de los alumnos que se atendían en primaria, por las modalidades y asignaturas en secundaria. A la vez, como señala Apple, hubo una división vertical del trabajo que privilegió para los cargos de conducción a los varones (Apple, 1988). Todas estas tendencias serán recuperadas en el Capítulo II por su vigencia hoy en el sistema escolar.

    El nudo en que el magisterio se entrecruza con la dinámica de género es particularmente complejo y admite múltiples perspectivas de lectura. Se trata de un tiempo en que el Estado, para controlar la moral y los cuerpos, promovió el trabajo de la mujer de sectores bajos, regulando qué trabajo: para unas la docencia, para otras el servicio doméstico (el conchabo). A la vez, sancionó la legislación que garantizaba el control (del Estado, de los maridos, de los padres) sobre su vida familiar, su moral y su conducta (Guy, 1993). El fantasma que acechaba era el de la prostitución (tanto Galvez como Lugones azuzan el fantasma de la corrupción moral en su literatura).

    Pero desde la perspectiva de muchas mujeres que se hicieron maestras, se trataba de la posibilidad de una mayor inclusión en la esfera pública y, en particular, en el mundo laboral.

    Esas mujeres construyeron a la vez para sí y para sus alumnos el tránsito entre lo privado y lo público, en una superposición que las hizo al mismo tiempo infantiles y adultas (en tanto responsables de otros). Es desde ahí que en las escuelas conviven la lógica de lo doméstico con la lógica de lo público. Por eso, la escuela pudo ser tanto para los niños y niñas, como para ellas, el "segundo hogar".

    Finalmente, el normalismo significó también una ampliación considerable del campo intelectual (Dussel, 1996) y a la vez, a través de una escolaridad más prolongada, una oportunidad de acceso al mismo para las mujeres (como ya vimos, no para todas). La beneficencia, la educación o alguno de los escasos movimientos feministas fueron los ámbitos en que algunos grupos de mujeres argentinas rompieron con la tradición hispana de la femineidad protegida y se abrieron camino hacia el espacio público (Little, 1995). En todos los casos, se trató de un "acceso señalizado", con límites claramente marcados por razones de género, que distintas mujeres y distintos contextos hicieron más o menos flexibles.

    Como veremos en el apartado siguiente, ya avanzado este siglo las dinámicas de género se entraman con las del estado y del empleo para dar lugar a otras construcciones del trabajo docente. Nos referiremos en particular al tránsito del/la funcionario/a de estado a trabajador/a sindicalizado/a.

    Partes: 1, 2, 3, 4
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