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El tobogán de la locura

Enviado por miguel_giron


    Jorge era –y digo era porque acabó en forma poco satisfactoria- un muchachón de 35 años, de buen comer y vestir (actividades que paulatinamente fueron decreciendo), aficionado a las chicas menores que él por diez años y con harto billete. Lo único malo es que a partir de los 30 se volvió un maniático.

    Salimos –él, yo, Martín, Jorge Dos, Juan Carlos y el Gordo- del Inmaculada saboreando las glorias de mejor equipo de fulbito, integrantes del equipo fútbol de Adecore (Asociación Deportiva de Colegios Religiosos) por nuestro colegio y también del grupo más expulsado de las aulas. La verdad es que no sabemos como nunca nos sacaron del cole. En 5to. de media, hicimos llorar a un profe, y por ello, castigaron a toda el aula. Toda el aula nos echó la culpa. Y los seis pagamos el pato. Jorge lideraba al grupo y potencialmente él realizó la labor de hacer llorar al profesor, pero nunca lo echamos. O todos moríamos o todos nos salvábamos.

    Cuando nos autoinvitábamos a las casas de cada uno de nosotros, siempre era muestra de cariño de parte del papá y la mamá. Pero las pocas veces –y fueron muy, muy pocas- que llegábamos a la casa de Jorge, sabíamos que la pasaríamos en grande, pues el viejo nos daba cerveza y a veces whisky, mientras que la señora nos besuqueaba y abrazaba hasta el hastío. Lo que me parecía raro es que, cuando llegaba a mi casa y les decía a mis papás que estuve en casa de Jorge invariablemente, cambiaban de cara, fruncían el ceño, y exclamaban "¡Ah!" por toda respuesta, dejándome a mí extrañado y dolido, considerando que ni Jorge ni su familia les caían bien.

    Cada uno ingreso a la universidad y por lo tanto nos dejamos de ver seguido, salvo los días del colegio y del exalumno. En esos momentos de reunión, recordábamos los momentos gloriosos, o de lo contrario conversábamos con el profesor al que hicimos llorar una vez. Cinco de nosotros seguíamos siendo los mismos podridos de siempre, fregando a todos, ganando partidos de fulbito y lo demás, pero Jorge estaba cambiando. No era tan expansivo y jaranero, sino que se estaba volviendo reposado y nervioso. Tanto que nos hacía recordar a su madre.

    Al salir a libar, la primera muestra de su cambio ocurrió cuando teníamos 25 años. Ni el anteaño ni el año pasado fue al día del colegio ni a la reunión de exalumnos. Pero ahora que estábamos todos juntos, lo notamos raro, flemático, taciturno, ido. En el hueco donde nos reuníamos los seis desde que salimos del cole para tomar, cuando a Jorge le pasaban el vaso, lo miraba con aprensión y temor, como si una amenaza invisible estuviera ahí, pero venciendo su repugnancia tomaba las aguas. Ese fue el inicio de un tobogán muy empinado por donde Jorge caería y que llegaría a su fin no esperado.

    A los 27 años, cuando llegué de trabajar, mi mamá me dijo que llamó Jorge Dos para informar que los papás de su tocayo habían fallecido y que los estaban velando en su casa. Me quedé de una pieza y procedí a bañarme, cambiarme y salir disparado a su casa. La pandilla estaba alrededor de Jorge que estaba extrañamente tranquilo, soltando una que otra lágrima. Permanecimos juntos como en todas las ocasiones difíciles, formando una unidad que nada ni nadie disolvería (que lejos estaba de la realidad). Cuando me acerqué a los féretros, la señora presentaba costurones en la cara hinchada y un esparadrapo gigantesco en el costado del cuello. Extrañado, me acerqué al otro ataúd, y con horror observé que el señor tenía otro esparadrapo gigantesco tapándole la parte frontal de la garganta. Intuí que pasó, creyendo que el autor de tales atrocidades, (quizá de forma inconsciente) era Jorge, por verlo tan tranquilo. Me acerqué al grupo y jalé a Juan Carlos del brazo para preguntarle que había pasado. Él me explicó que en un arranque de locura, el señor atacó a su esposa con un cuchillo de cocina, cortándole la cara, la yugular y el resto del cuerpo. Luego, todo indica que él se cortó la garganta.

    El entierro fue al día siguiente. Estuvimos con Jorge un rato y la pandilla se dirigió a mi casa a tomar un trago. Le contamos a mi mamá lo que vimos y ella no se sorprendió gran cosa. En ese momento descubrí la causa de sus "¡Ah!" cuando venía de su casa: -Tanto Jorge papá como Elda tenían alteraciones mentales. Creo que Jorge era esquizofrénico o algo así y Elda epiléptica. Ambos tomaban medicinas para tener controlada su enfermedad. A veces nos salía con cada cosa en las reuniones desde que estuvieron en primeros grados, que la verdad, nos daba risa. Una vez en una reunión, a Elda le dio tal ataque, que tuvimos que contenerla entre varios. Fuimos a visitarla al hospital y ella nos dio la noticia. Desde ahí empezó el distanciamiento de parte de ellos porque nos ofrecimos para ayudarles en lo que sea, pero no se porque se negaron en redondo. Se perdió contacto salvo en las reuniones del colegio.

    Nos quedamos asombrados. En ese tiempo, visitamos a Jorge un poco seguido. Lo encontramos más raro, viendo ahora, con insistencia, las paredes, la silla, y cuanto le rodeaba. Ese comportamiento resultaba muy extraño. Él nos contó –nosotros no le dijimos que sabíamos- sobre su historia clínica familiar. Nos lo tuvo oculto todo este tiempo. Siempre pensamos que su familia era el modelo perfecto, con un papá amigo y una madre cariñosa. Siguiendo con su relato, nos dijo que había mucha bronca con el papá, al grado que este le acusó a Jorge de tener relaciones con su madre, que querían su dinero y una serie de disparates más. Como resultado, Jorge se unió más a ella, que con todo y ataques epilépticos, lo defendía a capa y espada. Luego de dos décadas y pico, conocimos algo más de nuestro amigo, que apesadumbrado, llevaba una carga sobre sus espaldas, de un par de padres patológicos que tenía que soportar por necesidad.

    Tenía 30 años. Llegué de Madrid, terminando mi post-grado en Psicología Clínica. Luego de saludarme con los míos, llamé a la pandilla para hacer ver que estaba ahí y que contaran conmigo para lo que fuera. Un domingo fuimos a jugar fulbito con el primer equipo que encontráramos por ahí. Jorge no llegaba. Sin él, la defensa estaría incompleta. -¿Qué es de Jorge? –interrogué a Martín- ¿Por qué no llega? – La verdad no sé. Está raro. Sólo habla que le duele esto y aquello y que cuando va al doctor lo cura de una cosa, pero que le sale otra. -¿Franco? – Sí. A todos nos tiene con ese cuento. Para que veas, pregúntale a los demás.

    Hablamos antes que llegara el aludido. El Gordo refirió que una noche le llamó para decirle que no sentía su pierna, que le dolía horrores y que necesitaba ayuda. Gordo acudió y le ayudó. En una reunión, Jorge se quejó del dolor de espalda, y que le salía un líquido terriblemente maloliente de un grano, que apestaba toda la casa. En otra ocasión, al caerle Juan Carlos en su hogar, lo sorprendió lavando furiosamente su ropa. Juan Carlos, atónito, escuchó algo sobre hongos y bacterias y que éstas "le comerían vivo" y "le causaban las enfermedades y dolores".

    En esos momentos Jorge llegó. Nos juntamos como otras tantas veces, pero esta vez el recién llegado dijo que ocuparía el puesto del Gordo, es decir, de arquero. Aceptamos extrañados, no sin antes discutirlo, pero el recién llegado mantuvo estoicamente su posición y dio a entender que no daría su brazo a torcer.

    Fue el peor partido de nuestra vida futbitolística. Nos ganaron diez a dos, no por culpa de la defensa, sino del arquero, que no rechazaba con los puños sino con los antebrazos, dejando la pelota ahí nomás, viniendo un pícaro a puntearla y meter gol. En otras le dábamos pase para que agarre la bola, pero Jorge se negaba a cogerla y otro adversario se la colaba entre las piernas. Al cuarto gol lo sacamos por la fuerza y pusimos al invencible Gordo, que confiaba en su defensa. Si no, él resolvía todo con una volada espectacular. Por mi lado, nadie pasaba, cual Muralla China, pero por el otro decir coladera era poco. Jorge no metía la pierna como antes, quedándose parado, dejando que cada ataque del rival sea peligroso o mortal.

    Cuando al noveno gol le dije que mierda le pasaba, me dijo algo que me puso en alerta: – No quiero que me peguen sus microbios. El partido fue el inicio del fin del grupo inseparable. Jorge arreció en sus quejas y obsesiones. Le dolía el cuerpo echado pero cuando se paraba, le dolía la cabeza. Cuando iba al doctor le recetaba pastillas, pero éstas no le quitaban el dolor, sino que se lo acrecentaban. Y en una ocasión salió furioso de la consulta vociferando que el doctor no sabía nada de nada. Nos llamaba constantemente para contarnos sus aventuras con el doc y sus molestias corporales.

    El primero en cambiar de número telefónico fue Martín, harto ya de las llamadas de 9 a 11 de la noche; luego los demás, quienes tenían sus propios problemas que resolver y no tenían ya paciencia para escuchar a un quejoso que no resolvía sus propios líos. Solamente yo, por mi entrenamiento de psicólogo le escuchaba, le recomendaba, le relajaba, sabiendo de antemano que sería algo inútil con un hipocondríaco que comenzaba a tener obsesiones e ideas con delirio y lo peor, que no se dejaba medicar.

    Jorge se fue aislando más y más. No salía ni siquiera a las festividades colegiales o universitarias, ni visitaba a ninguna chica, quienes huían de él por sus ideas y actitudes extrañas. Al final, él huía de ellas, pues no vaya a pegársele algún virus de fulanita o sutanita por medio de los besos o por agarrarse de las manos. Se sintió triste al ver que los otros no le llamen ya, ni que él se pudiera comunicar. Le dije visítalos pues, sal y agarra tu carro, cáeles un domingo, pero me contestó que no, que en la calle hay mucha contaminación, los microbios, hongos, bacilos, virus, etc., lo esperaban afuera para atacarlo y él los evitaría a toda costa.

    Lo visité un día en su casa. Todo estaba con plástico, todo. A mí me recibió con una mascarilla y me saludó con un guante descartable puesto, mismo del que se deshizo al momento y se enfundó otro. Conversé una media hora y me fui, acortando mi entrevista porque el olor a aerosol era penetrante. No es de extrañar. Jorge lo esparcía cada cinco minutos con precisión castrense. No me quedó duda. Su hipocondría derivó en una obsesión-compulsión por la limpieza. Jorge estaba en la parte final del tobogán de la locura. Una noche llegué a mi casa cansado. Sonó el teléfono cuando ya me estaba acostando, saboreando de antemano el placer del descanso. Molesto, decidí que si era Jorge lo mandaría al diablo. – Aló-. -¡Alo, Miguel! –gritó Jorge- ¡Me están atacando, me cercan, tengo miedo, ven por favor… -¡Jorge! ¿Qué pasa? –respondí asustado- ¿Quién te ataca? – ¡Los microbios!, me cercan, el hongo cuelga de mi pared, me cae sobre la cabeza –siguió gritando- me suben por el cuerpo ¡Ayuda…! -¡Espera, espera, ya voy! –pedí- resiste, voy para tu casa.

    Antes de colgar escuche gritos, insultos y súplicas. Corriendo hacia el carro, llamé por celular a los otros y les dije que nos encontraríamos en la casa de Jorge, que algo pasaba. Todos, como antes, respondimos a la antigua unidad de ayuda, misma que Jorge se había encargado de desmontar. Casi al unísono llegamos y tocamos frenéticamente el timbre. Nadie abría. Tocamos la puerta, la pateamos, pero ésta no cedía. Era una hoja muy gruesa. Desesperados, rodeamos la casa y rompimos el vidrio de una ventana, la que daba al cuarto de sus padres. El cuarto estaba abandonado, con telas de arañas y polvo. Fuimos hacia la sala y todo seguía con plástico, todo seguía igual, inalterable, salvo que Jorge ya había saltado del tobogán y estaba en la arenilla de la muerte. Por tratar de matar a los "visibles" virus, hongos y bichos, se cortó con un cuchillo en todo el cuerpo. Se desangró y murió. Ya no le molestarían más los microbios.

     

     

    Autor:

    Miguel Angel Girón Salas