Tenían fotos de Artime, Roma, San Filippo, y tantos otros cracks del fútbol nacional e internacional. A los tres meses el álbum estaba casi lleno, sólo faltaban algunas, eran las difíciles, y en la escuela nos enteramos de que ésas eran las más difíciles de conseguir, mucho más que cualquiera de las otras. Las conseguíamos en los recreos; valían tres, cuatro, o a veces diez de las fáciles.
Hasta que el álbum estuvo casi lleno: faltaba una sola, la de Pelé, que en aquel entonces era el mejor jugador del mundo. Teníamos montones de figuritas repetidas, que guardábamos, con la ilusión de cambiarlas por la única que nos faltaba.
Dejamos de comprar en los quioscos del barrio o de cerca del colegio, y comprábamos en otros negocios, con la esperanza de obtener la figurita difícil.
Hasta que un día, en el colegio, nos contaron que la figurita difícil no existía, que la empresa que vendía las figuritas, nunca la ponía en un paquete, de modo que nadie podía ganar la pelota. Al principio, no creímos que la empresa que vendía las figuritas fuera tan deshonesta, aunque después, cuando teníamos montones de figuritas fáciles, empezamos a creer que era verdad; que la figurita difícil no existía. Y si la ésa no existía, se evaporaban nuestros sueños de tener una pelota de verdad
Ese primer álbum quedó sin completar, nos faltó apenas una sola: la de Pelé.
Y terminó el año escolar y volvimos a los picados en la Bonorino, con nuestra pelota de trapo, y los domingos nos amontonábamos ante el alambre que rodeaba la 25 de Mayo, y veíamos nuevamente la pelota de cuero, maravillosa, desplazándose por el aire, impulsada por gambetas habilidosas que nos arrancaban silbidos o vítores de admiración. Hasta que la pelota entraba en uno de los dos arcos, y el gol era la emoción máxima.
Y terminó el verano y volvimos a la escuela y apareció un nuevo álbum, siempre de jugadores, de equipos y de astros del fútbol internacional. Pero no quisimos volver a comprar, hasta que nos enteramos que en otro barrio habían llenado un álbum, porque ahora la empresa, debido a las quejas, vendía la figurita difícil.
Y entonces volvimos a juntar figuritas, y a pegarlas en un nuevo álbum, que como el anterior, tenía completos los equipos, hasta con los suplentes, y comenzamos a juntar pilas de figuritas fáciles y las íbamos cambiando por las difíciles, hasta que el álbum estuvo casi completo, solo que este año la figurita difícil era la de Beckembauer, y por mas que compráramos en diferentes quioscos, y ofreciéramos como señuelo pilas de figuritas fáciles, la de Beckembauer no aparecía.
Hasta que un día, uno de nuestros padres, compró unos paquetes cerca del trabajo y se produjo el milagro.
En uno de los sobres estaba la de Beckembauer. Y entonces circuló de mano en mano y cada vez que la mirábamos se nos llenaba la cara con la alegría de tener una pelota de cuero, grande como nuestra ilusión. Y la pegamos en el casillero correspondiente, el ultimo que quedaba vacío, y al otro día fuimos al quiosco de la escuela con el álbum completo y se lo mostramos al quiosquero y nos dijo que sí, que nos habíamos ganado una pelota, pero para pedirla tendríamos que venir con un mayor.
Y uno de nuestros viejos se costeó con nosotros hasta el colegio y la ilusión de la pelota dejó de ser un sueño para convertirse en una realidad. El quiosquero nos dijo que dentro de una semana tendríamos nuestra pelota. De todas formas pasábamos todos los días y preguntábamos si no había venido la pelota y el comerciante nos decía que todavía no había llegado.
Hasta que un jueves, estaba nuestra pelota: una maravillosa pelota de cuero, de gajos hexagonales blancos y negros. Y el viernes fuimos con uno de nuestros viejos a buscarla. Veníamos del colegio, y el viaje a pie de la escuela hasta la villa nos pareció corto con la pelota en nuestras manos. La teníamos un rato cada uno, y la mirábamos y la tocábamos y la apretábamos y no lo podíamos creer, pero era cierto, teníamos nuestra pelota de cuero.
Quedamos todos de acuerdo en estrenarla el domingo próximo, en el parque. Ese fin de semana llovió, así que tuvimos que esperar hasta el próximo fin de semana. Alguien sugirió que jugáramos un picado en la Bonorino, pero nos pareció un sacrilegio. No, la estrenaríamos en el parque Chacabuco, sobre el césped verde, como en las canchas de verdad.
Y llegó el domingo esperado, y le pedimos prestado al papá de Ernesto el bolso de cuerina que usaba para llevar su ropa de trabajo, y nos encaminamos al parque. Entonces, el que llevaba el bolso lo pateaba, saboreando por anticipado el placer de un partido con una pelota de verdad.
Cuando llegamos al parque, estaba lleno. Solo quedaba vacío un pequeño espacio, en una esquina que daba a Avenida del Trabajo. No nos importó. Con un trozo de rama delineamos la cancha, y con ropa que no usaríamos en el partido hicimos los arcos. Después sorteamos los equipos, y los nombres y empezó el partido.
Era con una pelota de cuero, una de verdad: el corazón no nos cabía en el pecho. Naturalmente los equipos eran Boca y River.
Sacó Boca y en un rápido avance una patada larga marcó un gol. Era un tiro alto para el arquero, que no consiguió atajarlo y la pelota siguió por el aire, sin detenerse y cayó en medio de la avenida, delante de un Falcon que venía a toda marcha. Pasó por debajo del automóvil.
Todos, con el corazón en la boca, esperábamos un milagro, cuando escuchamos el estallido. Una de las gomas de atrás le pasó por encima. Nos quedamos duros, inmóviles en nuestros lugares, sin poder articular palabra, ni grito, ni nada.
Allí estaba nuestro sueño, nuestra pelota, reventada en medio de la calle.
Se nos hizo un nudo en la garganta. Estábamos tan tristes que ni siquiera pudimos llorar.
Autor:
José Carlos Celaya
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