Era aquel dorado, lejano tiempo, cuando en la escuela nos hacían leer Recuerdos de provincia y nos decían que Sarmiento era el padre del aula, cuando todavía existían los gigantescos colectivos Leyland grises, y se podía ir a pescar al puerto o ir a bañarse a la Costanera en los días de mucho calor, cuando los cinco días de colegio eran apenas un entretiempo entre uno y otro fin de semana que se nos ocurría eterno.
Era el tiempo de los picados en algún baldío, o sobre la avenida Bonorino, que por aquel entonces, entre la avenida Castañares y la avenida Riestra, era apenas una franja de tierra, que a las primeras cuatro gotas se transformaba en un barrial. En el medio de la villa estaba la 25 de Mayo, la cancha que habían construido nuestros viejos y nuestros hermanos mayores, y el día de la inauguración había venido a bendecirla, desde la villa de Retiro, el Padre Mugica.
Y los fines de semana abandonábamos nuestra pelota de trapo, hecha con una media de nylon y retazos de tela viejos, y nos íbamos a ver jugar a Los Camaleones, el equipo de la villa. Y los Cama nos deleitaban con las asombrosas parábolas aéreas que ejecutaba la pelota de cuero, impulsada por los rápidos puntapiés, las habilidosas gambetas o los imprevistos cabezazos de los jugadores.
Algunas veces, cuando conseguíamos colarnos por algún agujero del alambrado y entrar a la cancha, nos dejaban tocarla, y en ocasiones excepcionales, patearla, y entonces era como tocar el cielo con las manos.
Siempre la mirábamos extasiados: a veces era de gajos largos, blancos y negros, otras de gajos hexagonales, pero siempre de cuero, redonda, lejana, inalcanzable como un barrilete sin hilo.
Más tarde, cuando regresábamos de la 25 de Mayo, la vida volvía a la normalidad, a la rutina, a nuestros picados sobre la Bonorino.
En ese entonces teníamos ocho, y nueve y diez años, y jugábamos a la pelota en verano, en vacaciones, porque en invierno la Bonorino era un desastre, y porque además era época de clases, y los sábados y domingos, que eran los días libres, no los íbamos a desperdiciar jugando entre nosotros, cuando en la 25 de Mayo se hacían campeonatos de fútbol de ocho o diez equipos; eso sin contar que no nos íbamos a perder la oportunidad de hinchar por Los Camaleones.
Cuando llegaba el verano empezaban los picados y armábamos nuestros equipos y le poníamos nombres de clubes de verdad y jugábamos pequeños campeonatos con una pelota de trapo. Pero siempre nos hacíamos la ilusión de que jugábamos con una pelota de cuero.
Al atardecer, a la vuelta del colegio, después de la merienda y los deberes, mientras se iba poniendo el sol la Villa comenzaba a llenarse de sombras. Del barrio de casitas de enfrente apenas si se divisaban los contornos: entonces, nos juntábamos en una esquina y, conversábamos y fantaseábamos sobre lo lindo que sería tener una pelota de verdad como la que tenían Los Camaleones los domingos, en la 25 de Mayo.
Hablábamos y hablábamos, incansables, la acariciábamos con nuestros sueños hasta que nos quedábamos callados y la cabeza nos quedaba retumbando con los rebotes de una pelota de cuero; hasta que nos llamaban para la cena y nos separábamos, cada uno con la ilusión llena de goles hechos por una pelota de verdad.
Todos los sábados, después del cinco o el veinte de cada mes, nuestros viejos nos daban un barquito o un caballito: le decíamos barquito a las de cinco porque en una de las caras estaba grabada la imagen de la fragata Sarmiento, y a las de diez caballito, porque tenían la estatua de El Resero. Y con eso comprábamos bolitas, o a veces, cuando conseguíamos juntar varios caballitos, comprábamos un trompo, y las bolitas o el trompo eran sucedáneos de la pelota.
Hasta que un día, uno de los pibes, creo que fue Juan, vino con la noticia. Había pasado por una casa de deportes y vio una pelota de cuero y preguntó el precio y el precio era, para nosotros, una fortuna. Entonces, durante una semana, acariciamos el sueño de comprar una pelota de cuero.
Nos juntábamos, cuando caía el sol, en algún patio, mirando los villeros que regresaban de trabajar, y nos poníamos a hablar de cuantos caballitos tendríamos que juntar para comprar una pelota. Hasta que nos dimos cuenta que los caballitos eran muchos, demasiados; para cuando los tuviéramos ya estaríamos haciendo la colimba.
Entonces se nos ocurrió lo de las figuritas: juntarlas, llenar un álbum y conseguir la pelota que daban de premio. En las primeras páginas del álbum estaban todos los jugadores de Boca, River, San Lorenzo y los de todos los demás equipos de primera; después venían las páginas con los distintivos de los clubes, y al final la ultima página, donde estaban los mejores jugadores del mundo.
La idea nos gustó, así que empezamos a juntar figuritas. Ahora con los barquitos y los caballitos comprábamos figuritas. Un paquete se podía conseguir con un barquito, de modo que todos, hasta el más pobre, podían comprarse uno.
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