La inversión como elemento constructivo en dos cuentos de Borges: "Hombre de la esquina rosada" y "Las ruinas circulares"
Quizás junto a los recursos de la abismación y el texto en el texto, la inversión -tanto a nivel temático como constructivo- sea el procedimiento que más puede encontrarse en los cuentos de Borges. Consciente o inconscientemente asociada a la paradoja y al oxímoron, la inversión es también el sello distintivo de una narrativa empeñada en demostrar la esencial irrealidad del mundo en que vivimos.
Así, no es infrecuente asociar la narrativa de Borges con esas dicotomías intercambiables y finalmente confundidas del traidor y del héroe, de los teólogos contendientes que son uno solo, del perseguidor perseguido, del valeroso y el cobarde, del soñador soñado, del razonador atrapado y destruido por su propia razón. Sin embargo, y a pesar de su abundancia, la inversión constituye muchas veces sólo un elemento temático y no -como algunos críticos han señalado- un procedimiento formal, constructivo.[1]
Fácilmente reconocible en su función temática, por su alta incidencia en los cuentos de Borges, la inversión constituye -al igual que el Enigma- un armador sintagmático y un elemento base de la narratividad, ya que también contribuye a dinamizar y figurativizar la componente ensayística de los textos. Desde la perspectiva de su función constructiva, la inversión constituye en sí misma -como proceso y finalidad- un potente dislocador semántico que ayuda a reconocer -auxiliado por procedimientos de base- los desplazamientos del sentido operados en el cuerpo de un mismo texto.
A dos relatos que tienen como base constructiva estos procedimientos -suspensión, ocultamiento, reificación y manipulación- que en su conjunto denominaremos «inversión», van dedicadas las páginas que siguen, aclarando, desde luego, que los textos escogidos son una muestra -por representativos- y no todos los relatos de Borges que por su naturaleza pudieran incluirse en este apartado.
Un necesario y tal vez obligatorio complemento de los cuentos que ficcionalizan el universo, la personalidad y el tiempo mediante narraciones intercaladas lo constituyen aquellos que denomina Ana María Barrenechea los «relatos con clave». Nos referimos a los relatos que «narran unos hechos y van dejando indicios de otra posible interpretación descubierta en su transcurso por lectores perspicaces, pero sólo develada plenamente al final».[2]
Esta paridad o complementariedad puede ser ubicada desde el mismo comienzo en la obra narrativa de Borges. No está de más recordar que si «El acercamiento a Almotásim» -ese cuento reseña que prefigura todas las futuras destrezas de Borges para intercalar y abismar textos en otros textos- es de 1935; también data de la misma fecha la versión definitiva de «Hombre de la esquina rosada», un relato que inaugura todo lo que hará el autor de Ficciones en cuanto a procedimientos de suspensión, ocultamiento y manipulación (a cuenta de los personajes y a cuenta del lector).
Uno de los recursos estilísticos que mejor definen la narrativa de Borges es el de la suspensión. Este recurso, que tiene siempre una implicación estructural y va unido indefectiblemente al ocultamiento, es definido por Marchese y Forradellas como «una figura que se produce cuando se espera hasta el final de la frase o de un período para presentar un rasgo o elemento que da una luz nueva, aclara o completa el sentido del texto».[3] Para José Valles Calatrava, el «suspense» o «suspensión» (del latín «suspendere»), al que también se ha denominado con términos más vinculados a sus efectos sintagmáticos «dilación» o «retardación», es un fenómeno que actúa en un doble nivel: textualmente, organizando una expansión y amplificación sintagmática, un alargamiento discursivo que se vincula, en el plano secuencial de la lógica narrativa, a la generación de un retraso o posposición en el proceso secuencial activado, fundamentalmente dilatando la conclusión posible del proceso; pragmáticamente, y en relación con lo anterior, el suspense produce efectos diversos (inquietud, tensión, miedo, angustia, interés) en el lector/espectador. Se trata, pues, de una estrategia discursiva de alargamiento sintagmático y dilación del proceso secuencial destinada a crear determinados efectos pragmáticos en el destinatario.[4] En tanto, para Greimas y Courtés, la suspensión «consiste en crear una desviación entre el tópico del enunciado -desplazado al final de este-y su enunciado alusivo, situado al comienzo». Más adelante se afirma que «para la semiótica, la suspensión aparece como uno de los resortes dramáticos del discurso narrativo».[5]
Precisamente en su función de «resorte dramático», analizaremos el uso de la suspensión y el ocultamiento en el primer relato de Borges. «Hombre de la esquina rosada», texto de entonación orillera y que inaugura en la narrativa borgiana lo que podría llamarse el «culto del coraje», se encarga de narrar -básicamente- un inexplicable acto de cobardía, y la reparación de ese acto.
El compadre Francisco Real llega de otros predios y reta a duelo a Rosendo Juárez con la única razón de saber quién será más valiente. Pero este último -vergonzosa e inexplicablemente- se niega a aceptar el duelo y abandona el lugar. El compadre retador, que había quedado «dueño» del salón, sale después -triunfante- con la que fuera mujer de Juárez, pero al rato regresa agonizando de una cuchillada que alguien le había inferido. Hasta aquí, y de manera sintética, el argumento del relato.
Desde el punto de vista semiótico, el programa narrativo (PN)[6] fundamental está claramente delineado. El sujeto Francisco Real tiene un programa cuyo objeto de valor podría denominarse «obtención o reafirmación del valor, de la hombría», y la forma de obtener dicho fin es retando a Rosendo Juárez. Este último, al no aceptar el duelo, crea un estado de suspensión narrativa. El lector espera -lógicamente- que los valores en disjunción con el sujeto retado -valentía, coraje, habilidad en la pelea- vuelvan a ser recuperados en algún momento (quizás haya un duelo posterior que sí sea aceptado y en el cual Rosendo pueda redimirse; quizás Rosendo no aceptó por alguna razón muy poderosa -por ejemplo, que el retador fuera su hermano-, etc., etc.). En fin, la expectativa de una «explicación» o de una «solución» es creada y sostenida a partir de ese momento, y el lector -con un grado mayor o menor de habilidad- interpreta los datos del texto para justificar su expectativa. (Al final descubriremos que Borges, al igual que Poe en «El pozo y el péndulo», escamotea la explicación y opta por una solución narrativa que difumina -en su carácter sorpresivo- cualquier expectativa del receptor.)
La forma superior de la estructura polémica -el duelo- se ha resuelto inesperadamente, y el programa narrativo del retador se ha cumplido sin necesidad del enfrentamiento. Pero la provocación y la afrenta a Juárez llevan implícito algo más. La «afrenta» al «honor individual», lleva consigo la afrenta al «honor colectivo», al «honor marginal» del barrio. Después de haber sido retado y ante su inexplicable indiferencia, el sujeto de la enunciación se pregunta:
¿Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese balaquero? […] Volvió Francisco Real a desafiarlo y él a negarse.[7]
El final de esta pequeña y dramática secuencia llega cuando la Lujanera conmina a Juárez para que acepte el duelo y este desiste: arroja por una ventana el cuchillo que le extiende su mujer. Aquí, el sujeto de la enunciación, que asiste como testigo y está rememorando la historia en tercera persona, interviene con una performativa primera persona: «Yo sentí como un frío», seguida de otras que van marcando el grado en que esta situación va involucrándolo:
Debí ponerme colorao de vergüenza. […] Linda la noche, ¿para quién? […] Me dio coraje sentir que no éramos naides. […] Yo hubiera querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche.[8]
La tensión dramática que genera el conflicto entre una ética colectiva (un código del honor grupal) que ha sido «mancillada» y el honor personal que quizás podría sustraerse (sin menoscabo) del deber de resolver esa afrenta, queda explícita en la voz del narrador:
¿Qué iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y atropellada no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto más aporriao, más obligación de ser guapo. […] Yo forcejiaba por sentir que a mí no me representaba nada el asunto, pero la cobardía de Rosendo y el coraje insufrible del forastero no me querían dejar.[9]
Ante la ausencia de un PN que salve el honor personal de Rosendo, se impone otro programa mediante el cual se repare la afrenta inferida al «honor colectivo» del barrio. La conformidad con dicha reparación queda enunciada por el narrador después de la muerte de Francisco Real a manos de un desconocido:
¿Quién iba a soñar que el finao, que asegún dicen, era malo en su barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan enteramente muerto como éste, ande no pasa nada, cuando no cae alguno de ajuera para distrairnos y queda para la escupida después?[10]
La falta ha sido reparada. Sin embargo, esto no explica lo característico de este relato, la solución narrativa que le da un relieve especial y por la que es recordado en primer término. En semiótica narrativa se designa como ocultamiento «la expulsión, fuera del texto, de toda marca de presencia del PN del sujeto S1, mientras que el programa correlativo de S2 es ampliamente manifestado, o viceversa».[11] Quien ajusta cuentas a Francisco Real, quien restituye a su lugar el honor colectivo afrentado, es un personaje que ha mantenido oculta su condición de sujeto actuante, amparado en el estado que detenta:
Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre.[12]
Así, junto con la identidad del narrador, se ha mantenido oculta -durante todo el tiempo- la realización de su PN correspondiente, aunque una lectura retrospectiva del relato permita reconstruir los pasos y la formulación explícita de dicho programa: la reparación, por mano de un «justiciero anónimo», del honor colectivo.
Las narraciones construidas a base de la recurrencia alternativa del ocultamiento/focalización de PN diferentes o del total ocultamiento de un PN por parte del narrador, aparecerán dos veces más en la obra de Borges con «La forma de la espada» (1942) y «La casa de Asterión» (1947).
Sin embargo, ya desde 1940 -con «Las ruinas circulares»- Borges incorporará a las usuales estrategias de ocultamiento y suspensión otro recurso que convertirá el final de sus relatos en algo más que el simple develamiento de una identidad o un PN alternativo. El recurso a que hacemos referencia es la reificación. Esta -para Greimas y Courtés- es «un procedimiento narrativo consistente en transformar un sujeto humano en objeto, al inscribirlo en la posición sintáctica de objeto dentro del programa narrativo de otro sujeto».[13]
La historia superficial de «Las ruinas circulares» puede dividirse, tentativamente, en dos grandes segmentos. En el primero se nos cuentan -con lujo de detalles- las acciones de un mago para ejecutar su PN. Este es enunciado desde las primeras secuencias:
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad.[14]
El texto narra -paso a paso- todo el proceso del mago para cumplir su propósito. Primeramente sueña con una especie de academia y un grupo de alumnos a los que va dictando lecciones de anatomía, de cosmografía y de magia:
Los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real.[15]
Finalmente, el mago se queda con un único alumno, pero este no puede ser «redimido» de su condición de «vana apariencia», ya que sobreviene el insomnio. Ante este fracaso el mago «juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo». La duplicación del PN auxiliar, es decir, la repetición dentro del esquema narrativo, de un mismo PN con manifestaciones figurativas eventualmente diferentes señala un elemento de énfasis; el primer fracaso marca la dificultad de la prueba y subraya la importancia del éxito.[16] Un éxito que -como veremos más adelante- es totalmente vano e irónico para el final del cuento.
A una tentativa seguida del fracaso, sucedió otra, coronada por el éxito. El mago soñó a su hijo-discípulo, órgano por órgano, y -después de un aprendizaje de dos años- lo impuso a la realidad.
El segundo segmento de este relato comienza cuando el mago ya ha realizado su PN: «Su victoria y su paz quedaron empañadas por el hastío. […] El propósito de su vida estaba colmado […]». A partir de este momento comienza una larga suspensión narrativa cuyo propósito de catalizador dramático es evidente. En esta, el narrador utiliza o completa información anterior del texto con una finalidad que sólo será comprendida al final. De este modo, aquí es explotado el hecho de que el mago no podía cumplimentar sus propósitos sin recurrir a un PN auxiliar, pues el hijo soñado en «mil y una noches secretas» no despertaba ni daba señales de vida.
La ayuda es proporcionada por el Dios del Fuego, quien le dice al mago que «mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran de carne y hueso».[17] En esta secuencia se refuerza hábilmente el recurso de la suspensión, ya que al PN original que tenía el mago, se adiciona -ahora- otro impuesto por el Dios del Fuego a cambio de su ayuda. Este le ordenó al mago que «una vez instruido en sus ritos» enviara a su hijo «al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto». Estas informaciones y el cumplimiento de este PN adicional son desarrollados en la parte final del relato.
Al cabo de un tiempo indeterminado, dos remeros, a medianoche, le cuentan al mago acerca de «un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse», y este recordó que de todas las criaturas del universo, sólo el Fuego sabía que su hijo era un fantasma. De la seguridad que deparaba esta certeza, el mago pasó a la intranquilidad y después, al franco temor:
Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre, ¡qué humillación incomparable, qué vértigo![18]
En la última secuencia del relato -un relato cuyo título, personajes y desarrollo argumental han sido puestos en función de esta única secuencia- asistimos al incendio concéntrico de las ruinas del santuario del Dios del Fuego; y asistimos a la previsible muerte del mago y -con ella- al previsible fin de la historia. El mago:
Caminó contra los jirones de fuego. Estos no mordieron su carne, estos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.[19]
El mago soñador es a la vez un mago soñado; el sujeto de un PN es también -simultáneamente- objeto de un PN similar, pero ajeno. Estábamos -sin saberlo- accediendo a dos historias rigurosamente simultáneas, donde una había sido enmascarada en detrimento de la otra. Por primera vez en un relato de Borges, la inversión -mediante los recursos de la suspensión, el ocultamiento y la reificación- «duplica» el texto narrativo. Por primera vez -además- la duplicación del relato no es el resultado de la perspectiva narrativa. El narrador recurre al ocultamiento y a la suspensión, pero el develamiento final convierte a la reificación en una especie de anillo de moebius que transparenta y resemantiza las zonas oscuras del texto, otorgándole un sentido a secuencias que parecían responder únicamente al efecto retórico de la suspensión narrativa.
Autor:
Modesto Milanés
[1] Cfr: Jaime Alazraki: Versiones. Inversiones. Reversiones. El espejo como modelo estructural del relato en los cuentos de Borges, Madrid, Gredos, 1977.
[2] Ana María Barrenechea: La expresión de la irrealidad en la obra de Jorge Luis Borges, México, El Colegio de México, 1957, p. 72.
[3] Angelo Marchese y Joaquín Forradellas: Diccionario de retórica, crítica y terminología literaria, Barcelona, Editorial Ariel, 1989, p. 394.
[4] José Valles Calatrava: Diccionario de teoría de la narrativa, Granada, Editorial Alhulia, 2002, p. 564.
[5] A. J. Greimas y J. Courtés: Semiótica. Diccionario razonado de la teoría del lenguaje, Madrid, Gredos, 1990, p. 398.
[6] Definiremos como programa narrativo (PN) al relato mínimo que constituye la realización de la performance del sujeto (la conjunción o la disjunción con el objeto de valor, sea de él mismo o de otro sujeto). Un PN simple se transformará en un PN complejo cuando exija previamente la realización de otro PN. El PN general será entonces llamado PN principal o de base, mientras que los PN presupuestos y necesarios serán llamados PN auxiliares o de uso. Ya se trate de un PN simple o de una serie ordenada de PN simples y complejos, el conjunto sintagmático así reconocido corresponde a la performance del sujeto. El PN llamado performance presupone otro PN, el de la adquisición de las competencias.
[7] Jorge Luis Borges: Historia universal de la infamia, Madrid, Alianza Editorial, 1998, p. 96.
[8] Ibidem: pp. 97-98.
[9] Ibidem: pp. 98-99.
[10] Ibidem: p. 102.
[11] A. J. Greimas y J. Courtés: Op. cit., p. 290.
[12] Jorge Luis Borges: Op. cit., p. 103.
[13] A. J. Greimas y J. Courtés: Op. cit., p. 339.
[14] Jorge Luis Borges: Ficciones, Madrid, Alianza Editorial, 1995, p. 62.
[15] Ibidem: p. 63.
[16] A. J. Greimas y J. Courtés: Op. cit., p. 134.
[17] Jorge Luis Borges: Ficciones, Madrid, Alianza Editorial, 1995, p. 66.
[18] Ibidem: p. 68.
[19] Ibidem: p. 69.