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El oficial artillero

Enviado por José Carlos Celaya


Partes: 1, 2

    A veces pienso que no se gana para sorpresas en mi trabajo que es pura rutina y aburrimiento. Digo esto por lo que me pasó ayer:

    Serían las once de la noche. Aburrida, miraba como daba vueltas la bola de espejos que gira en el centro de El Gato Rojo, y oía sin escuchar los temas que los clientes, o mis compañeras, ponían en la vitrola. Miraba el brillo de la luz sobre los trozos de vidrio, como el humo de los cigarrillos se enredaba entre las lámparas, para finalmente quedarse debajo del techo como una niebla. Había olor a alcohol, a sudor, a perfume barato. Los tipos hablaban a los gritos, tratando de imponerse a los ritmos pegajosos, que se sucedían, uno tras otro, llenando el salón. Quien iba a decir que justo ahí, donde una mira a todos los tipos como clientes, iba a conocer a uno diferente, que me hiciera sentir mujer de nuevo.

    A esa hora, todavía no había empezado el trabajo fuerte y había pocos clientes. La mayoría ya había pasado a los cuartos y ya habían hecho lo que se viene a hacer a un lugar como ése. Ya más tranquilos y relajados, hombres al fin, miraban videos porno o jugaban al pool.

    Estaba sentada, tranquila, tomando gaseosa con las otras chicas en la barra. Miraba a los tipos y pensaba lo mismo que pienso siempre: ellos se sienten solos, aunque muchos tengan novia o estén casados. Cansados de su vida hecha de días y noches iguales, necesitan la fantasía de otra mujer para seguir viviendo, para seguir tirando del carro. Me hace gracia filosofar sobre mi trabajo. Es una feria: ellos vienen, miran la mercadería, eligen lo que les gusta y pagan: necesitan afecto y un rato de placer, nosotras dinero. Un intercambio comercial; al fin de cuentas, así es como funciona el mundo ¿no?

    Se escuchaban cumbias o algunos temas de rock, que no me gustaban. Alguien los cambió por un lento.

    … entonces yo daré la media vuelta

    y me iré con el sol

    cuando muera la tarde…

    cantaba Luis Miguel, con esa vocecita de nene grande. Fue en ese momento cuando me fijé en él.

    No lo había visto nunca por El Gato Rojo, aunque lo que más me llamó la atención era que no se parecía a los otros, que nos miran una por una, desde los pechos a las piernas, para ver la que más le gusta, y cuando ya eligieron, hacen una seña para pasar al fondo, que es donde están las camas. Este no, éste era distinto.

    Era un hombre rubio, casi joven, que en una de las mesas de atrás tomaba un whisky, con la mirada ausente, extraviada.

    Algo vi en sus ojos azules. Algo triste y duro. Algo que me trajo a la memoria una parte de mi vida que no me gusta recordar. Una historia donde hubo sueños, un amor, un niño que murió a poco de nacer, y un tipo que me abandonó: la voz de Luis Miguel desenterrando todo eso, y las lágrimas que trataban de salir, queriéndome estropear el rimel.

    Me acerqué y le pregunté si me invitaba un trago. Me contestó que sí y me senté a su mesa. Lo invité a pasar a los cuartos, de pura costumbre nomás, porque lo que yo quería era hablar. Pero se quedó callado. No dijo nada.

    Cuando terminó la canción de Luismi volvió a sonar una cumbia.

    Será que todas las mujeres tenemos una madre adentro o que sé yo, pero me enterneció su mirada triste, perdida, como si mirara el mar. Al rato pidió otro whisky. El lugar empezó a llenarse. Lo dejé solo y me fui con las otras chicas. De tanto en tanto lo miraba desde la barra y empecé a sentir una cosa linda en el pecho que hacía mucho que no sentía.

    Pasaron tres o cuatro clientes. Guardé aparte las propinas, y me volví a sentar a su lado. Estaba por su cuarto whisky, cuando Nancy, desde la barra, me hizo una seña, como diciendo tené cuidado con ése. Pero no le di bolilla y seguí conversando. Se estaban yendo casi todos. Quedaban los últimos, los de siempre.

    Lo miraba a los ojos y volvía a sentir esa cosa en el pecho.

    Le pregunté si tenía novia o familia. No tenía a nadie; estaba solo, como un cachorro abandonado. Me dio mucha lástima. Sentí que se me humedecían los ojos. Me hubiera gustado acariciarle el pelo y la nuca. Tomé lo que quedaba de gaseosa.

    De pronto, en la vitrola comenzó a sonar el himno en la versión de Charly. Entonces, dejó el vaso sobre la mesa, y con la mano izquierda se sostuvo la muñeca derecha. Cerró los dedos y con el índice y el pulgar, como si fueran una pistola, apuntó hacia arriba de la barra, donde estaban las botellas, y con la boca hizo unos ruidos, como si disparara: «pah… pah… pah…». Eso me sobresaltó.

    De tan nerviosa que me puse, sacudí sin querer uno de mis pies que chocó contra algo duro. Era su pierna. No podía creerlo. ¿Era lisiado? ¿Sería ortopédica?

    Bajó la mano y se quedó un rato como pensando, como si no estuviera en El Gato Rojo. Después comenzó a hablar.

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