«—Yo había visto como los dos Sea Harrier venían encerrándolo al Pucará—. Yo me pregunté: ¿habla de Malvinas? ¿Es un veterano?
«— ¿Estuviste en las Islas?—»
«—Si — dijo.»
Entonces volvió de donde estaba contando y me miró fijo, pero tranquilo.
«— Contáme — agregué.»
«—Pensé que el radar no los había detectado porque venían volando bajo. El Pucará los volvía locos porque volaba en ese… subía y bajaba… no permitía que le apuntaran bien, sino ya lo habrían tumbado hacía rato. Cuando pareció que lo tenían encerrado… que le podían tirar, el del Pucará bajó casi a ras del agua, hizo una curva larguísima hacia un costado, describió todo un círculo… se les puso atrás. Comenzó a hacer fuego… le acertó a uno en el ala. El otro Sea Harrier se dio cuenta, ascendió rápido… con un viraje enorme hacia arriba se colocó atrás del Pucará,… le disparó una andanada que impactó en el depósito de combustible. El Pucará voló en mil pedazos. Pero no les salió barata la cosa…, el que tenía el ala averiada se fue a pique contra el agua. »
Lo miraba como hipnotizada, como si en sus ojos azules estuviera viendo lo que contaba; mi vida era como ese mar adonde se estrellaban sus aviones. Recordé mi propio pasado: ilusiones ahogadas en algún lugar olvidado del corazón. El hombre que pensé que me amaba, también me ametralló; quemó hasta el último de mis sentimientos.
Calló por un momento, pareció darse cuenta de mi tristeza.
«— Disculpame, me distraje, seguí por favor— le dije. »
«—Entonces, otros dos colimbas y yo, que cerca de la torreta estábamos observando todo, esperábamos, con el corazón en la boca, que el otro Sea Harrier se pusiera a tiro. »
El aburrimiento y la soledad que llenaron mi alma durante tanto tiempo se derrumbaban ante su voz apagada y triste.
«Cuando el oficial artillero lo tuvo en la mira, le disparó un cañonazo que acertó justo en la cabina del piloto. Después de una explosión, el avión, en llamas, fue cayendo en barrena hasta que se estrelló en el mar.»
Se quedó callado, con los ojos perdidos, como buscando en algún lugar olvidado de su memoria. Después, después de un rato, volvió a hablar. Ahora tenía distinto el tono de voz, parecía que hablaba de otra cosa.
«—Entonces vino la orden de abandonar la cubierta y todos bajamos a las bodegas. Estábamos como sardinas ahí abajo, era un infierno del calor, y nos faltaba el aire. Nos quedamos así durante toda la mañana. Todos apretujados, oficiales nuevitos y nosotros, conscriptos recién salidos del cascarón, casi todos infantes de marina sin ninguna experiencia; alguno hacia chistes con la hermana de otro y jorobábamos y los zumbos se retobaban y nos gritaban «silencio«, entonces nos quedábamos callados hasta que se iban y entonces volvíamos a charlar, a joder, a hablar de la baja y de cuando se iba a terminar todo.»
Yo, sin darme cuenta, me había sacado un aro y lo puse sobre la mesa; tenía el cabello despeinado porque con una mano me tocaba la cabeza sin darme cuenta, con la mirada clavada en su cara de niño, escuchando aquello que contaba y pensando en su pierna; con la otra mano le acaricié la espalda.
Aunque a veces me miraba a los ojos era como si no me viera, tenía los ojos húmedos y le costaba hablar. Tomó dos tragos largos de whisky y suspiró. Cuando se tranquilizó siguió contando.
«—Un oficial me cargó al hombro y me llevó, en medio del humo, a cubierta. El portaaviones estaba agujereado en dos partes y una de las torres de cubierta totalmente en llamas. Los oficiales gritaban y daban órdenes y los infantes comenzaron el salvataje. Me bajaron entre dos y me pusieron acostado en una de las primeras balsas. Me desvanecí del dolor.»
«Cuando me desperté, estábamos lejos y mirábamos como el portaaviones se iba hundiendo despacio, hasta que vimos como la ultima parte del mástil mayor desaparecía debajo del agua.
Lo abracé fuerte, muy fuerte, le puse la cabeza contra mi pecho, y le dije «pobrecito». Me miró raro, sin verme, tomó un trago y se quedó en silencio. Después me sonrió, como si hubiera vuelto de otra parte. Me dijo que tenía lindos los ojos y me tocó la mejilla con suavidad.
Ya se habían ido todos, y estaban apagando las luces. La vitrola hacía rato que estaba callada. Nancy me hizo una seña desde la barra, como diciéndome que estás haciendo que no te vas. Lo dejé y me fui a cambiar. Se quedó solo, con los codos sobre la mesa, la cara apoyada en las manos.
Al volver lo encontré dormido. Lo desperté, y lo ayudé a incorporarse. Rengueaba y estaba un poco tomado. Le acomodé uno de los brazos en mi hombro. Sin darme vuelta, saludé a Nancy con una mano en alto, y salimos a la calle.
En la vereda nos miramos a los ojos, los dos estábamos tristes. Me apretó fuerte, y sentí una ternura dulce que me cerró la garganta. Nos abrazamos un largo rato, como dos colegiales. Pensé que mi cara se vería bastante mal, con el rimel todo corrido. Paré un taxi y subimos.
Íbamos con las cabezas juntas mirando como el amanecer crecía entre las casas y las calles. En alguna frenada nos mirábamos a los ojos y sonreíamos.
En casa lo llevé a la cama de la mano. Me recosté a su lado y apoyé mi cabeza contra su hombro. Nos quedamos un rato en silencio, mirándonos a los ojos. Enredó de sus dedos entre mi pelo y habló, ahora despacito:
«Botábamos a la deriva, con el viento helado que cortaba la piel y la marejada zarandeaba la balsa. Mi pierna era un amasijo de sangre y carne pegada a los pantalones. Me desvanecía del dolor, y de a ratos volvía a tener conciencia. Seguimos en el mar hasta que un avión nos avistó y después de unas horas nos rescataron.
Se durmió, con mi cabeza en su pecho. Durante el sueño parecía delirar y repetía:
«No puedo más del dolor. Pónganme más morfina…, soy oficial artillero, carajo».
Trataba de tranquilizarlo, le acariciaba la cabeza, entonces se callaba y seguía durmiendo.
No podía conciliar el sueño. Ya se había hecho de mañana y hacía demasiado calor. Me levanté y me fui a dar un baño.
Autor:
José Carlos Celaya
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