- La otra
- Mi gato quiere ser poeta
- Auge y caída de un mito
- Voces del jardín
- Bajo amenaza de vida
- El mundo es un pesebre imaginario
- Persona no grata
- Han vuelto los tambores
- El sueño de las lanzas
La otra
Caperucita nunca imaginó que El Lobo la dejaría por otra. Nunca hizo caso de los consejos que en materia amorosa le daba La Abuelita. Por lo que una mañana El Lobo le dijo: "Caperucita, quiero terminar contigo. Ya no me excita perseguirte por el bosque; ya no me agrada disfrazarme de abuelita para que tú me digas tus tonterías de siempre, que si tengo las orejas grandes y esos colmillos tan filudos, y yo, como un estúpido, responda que son para oírte, olerte y verte mejor. No, Caperucita, lo nuestro ya no tiene remedio".
Entonces Caperucita, desconcertada por aquella confesión, se echó a correr tan lejos como pudo pensando en la clase de mujer que había conquistado el corazón de su amante. "Es ella, tiene que ser ella", repetía la niña, mientras buscaba desesperadamente la casa de la anciana. "Abuelita", gritó al fin, cuando hubo contemplado la figura que yacía en el lecho, "¿cómo pudiste hacerme esto? tú, la amiga en quien yo más confiaba". "Lo siento", dijo la otra, "nunca pensé quedar embarazada a mi edad, y menos de alguien tan poco inteligente e imaginativo.
No obstante, él es un lobo responsable, que no dudó por un minuto en ofrecerme matrimonio al conocer la noticia. Lo siento, Caperucita, tendrás que buscarte otro. Después de todo, no es éste el único lobo en el mundo, ¿o no?".
Mi gato quiere ser poeta
Mi gato quiere ser poeta, y para ello revisa todos los días mis originales y los libros que tengo en casa. Él cree que no me doy cuenta, es demasiado orgulloso para dejar que le ayude. Lleva consigo unos borradores en los que anota con cuidado cada cosa que hago y que digo. Ayer no más, en uno de mis recitales, apareció de incógnito entre la gente; vestía camisa a cuadros y mis viejos zapatos rojos que no veía hace tiempo.
Al terminar la función, se acercó con mi libro en la mano, quería que lo autografiara, y para ello me dio un nombre falso, un tal Silvestre Gatica. Yo le reconocí de inmediato por sus grandes bigotes y su cola peluda, pero no dije nada, y preferí seguirle la corriente. Luego me deslizó bajo el brazo uno de sus manuscritos: "Léalos cuando pueda, Maestro", me dijo, y se despidió entre elogios y parabienes. Y sucedió que anoche, y como no lograba dormir, levanté con desgano aquel obsequio para darle una mirada.
Era un poema de amor, un hermoso poema de amor dedicado a Susana, la gatita siamés que vivía a los pies del sitio. Parecía un texto perfecto, tenía fuerza y ritmo e imaginación, y todos los elementos necesarios para decir que era un gran poema, y sin duda era un gran poema, un poema como pocas veces había leído. Entonces me entró la rabia y la envidia y la cólera, y me pilló la madrugada con el texto entre las manos sin atreverme a romperlo o hacerle correcciones.
Que Dios me perdone por esto pero no veo otra salida, mañana echaré mi gato a la calle y publicaré el poema bajo mi nombre.
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