Huxley menciona repetidamente a Crane, cuyos experimentos sobre hibridación son conocidos, pero incomparablemente más reducidos que los llevados a cabo por Gluchenko en la URSS. Pero Huxley tampoco menciona a Gluchenko, como si las hibridaciones vegetativas fueran obra de Michurin y Lysenko exclusivamente. Entre 1940 y 1980 I. E. Gluchenko se especializó en la URSS en probar injertos, especialmente con tomates, publicando una copiosa colección de artículos. No fue el único. En aquel país, sólo entre 1950 y 1958 se publicaron más de 500 estudios científicos acerca de la hibridación vegetativa en los que participaron una ingente cantidad de botánicos, entre los que, además de Gluchenko, cabe destacar a C. F. Kuschner, P. M. Sopikov, N. V. Tsitsin, A. A. Avakian y N. I. Feiginson, entre otros. Esta ingente tarea científica sólo merece el desprecio de los mendelistas. Según Huxley muchos de esos experimentos fueron llevados a cabo por aficionados y estudiantes, mientras que "los investigadores de otros países no han podido obtener los mismos resultados". De ese modo, presenta la hibridación vegetativa como si se tratara de una experiencia originaria de la URSS, cuando los injertos vegetales son una práctica milenaria en la agricultura de todos los países del mundo. Sin embargo, Huxley trata de aparentar algo distinto, asegurando que las hibridaciones vegetativas únicamente las han podido comprobar los "jardineros" soviéticos, los cuales no estudian las obras científicas mendelianas, ya que las repudian, lo que les conduce a cometer muchos errores en sus investigaciones y, en particular, no toman precauciones a la hora de realizarlas, no utilizan ejemplares genéticamente puros, no elaboran estadísticas y no utilizan testigos de contraste. Por el contrario, el mendelismo "incorpora numerosos hechos y leyes que han sido verificados repetida e independientemente por los hombres de ciencia de todo el mundo". Las tesis soviéticas no son de fiar, por lo que hay que someterlas a un doble filtro: la confirmación por parte de terceros y la interpretación a la luz "de los conocimientos existentes, y no meramente interpretados según las burdas teorías de Michurin y Lysenko".
Cuando resulta ya imposible cerrar los ojos, en los casos en los que no se puede negar la evidencia, la hibridación vegetativa se presenta como un fenómeno excepcional. Por consiguiente, dice Huxley, la diferencia no está en los hechos sino en la interpretación de los mismos. El fenómeno puede ser "igualmente bien explicado" o incluso "mejor explicado" en términos estrictamente mendelianos porque un híbrido "debe producir" nuevas combinaciones de genes en vasta escala, de los cuales la selección natural recluta a los mejores. La tesis de Huxley se podría resumir, pues, diciendo que o bien los hechos son falsos o, cuando no lo son, se pueden interpretar al modo mendelista (434). La banca siempre gana.
En las críticas a Michurin y Lysenko hay una ocultación reiterativa que tampoco es ninguna casualidad: la de que fue Darwin el primero que prestó atención a la hibridación vegetativa, defendiendo exactamente las mismas conclusiones que Michurin y Lysenko, es decir, que los injertos crean verdaderos híbridos vegetales: "la unión de tejido celular de dos especies distintas" capaz de producir un individuo nuevo, diferente a los dos anteriores, aunque a menudo los caracteres aparecen segregados y la mezcla no es tan homogénea como en la reproducción sexual. Esto, concluye Darwin, "es un hecho muy importante que cambiará más pronto o más tarde las opiniones sostenidas por los fisiólogos respecto a la reproducción sexual" (435). El naturalista británico se apoyó en sus propios experimentos al respecto que, al mismo tiempo, le sirven para fundamentar su teoría de la pan génesis y su defensa de la herencia de los caracteres adquiridos.
Después de Darwin, no fue Michurin el único en apoyar las tesis darwinistas, hasta el punto de que la hibridación vegetativa se ha podido confirmar por una amplia experimentación realizada en países muy diversos, como China, Japón (K. Hazama, Y. Sinoto, N. Ygishita), Alemania (I. Schilowa y W. Merfert), Bulgaria (R. Gueorgueva), Rumanía (C. T. Popescu), Yugoeslavia (R. Glavnic). Se ha ensayado con numerosas especies vegetales: frutales, hortalizas, flores ornamentales y otros. En México, el biólogo Isaac Ochoterena también defendió las hibridaciones vegetativas de los soviéticos: "Los agrónomos y biólogos soviéticos han obtenido asombrosos resultados en los últimos años […] Han llegado incluso a la obtención de especies nuevas hibridando las existentes por el procedimiento del injerto de plantas pertenecientes no sólo a diversas especies, sino a diversos géneros" (436).
El suizo Maurice Stroun, profesor de bioquímica en la Universidad de Ginebra, también defendió la hibridación vegetativa, publicando numerosos artículos y libros en los que resumía sus experimentos, tanto con injertos vegetales (solanáceas) como con transfusiones de sangre en animales (pollos). Para las hibridaciones dentro de una misma especie, las conclusiones de Stroun eran tres:
a) mediante injertos es posible influenciar los caracteres hereditarios
b) las modificaciones introducidas son a menudo diferentes de las obtenidas mediante cruce sexual ya que presentan una segregación en la primera generación, la transmisión de una parte únicamente de los caracteres y la aparición de nuevos caracteres
c) las modificaciones están orientadas: los caracteres introducidos en la variedad influenciada se aproximan a menudo a las del mentor
Por el contrario, concluye también Stroun, en las hibraciones entre especies diferentes las modificaciones no se orientan.
A mediados del pasado siglo se llevaron a cabo en Francia ensayos de hibridación vegetativa, cuyos primeros resultados fueron publicados en 1957 por Benoit y sus colaboradores, entre los que se encontraba el biólogo jesuita Pierre Leroy. El interés de estos experimentos es que extienden el campo de la hibridación vegetativa a los animales. En una estación experimental del Instituto Nacional de Investigación Agronómica, perteneciente al CNRS, inyectaron por vía intraperitoneal sangre de una variedad de gallinas Roder Island Real en la sangre de otras gallinas. Este tipo de inyecciones provocan perturbaciones irregulares en la pigmentación de las plumas de los descendientes de la primera, segunda y tercera generación. De ahí concluían que las inyecciones actuaron sobre los caracteres hereditarios, ya que solo los descendientes de tres generaciones sucesivas presentaban alteraciones, mientras que los progenitores inyectados no experimentaban ninguna modificación. Los descendentes de los sujetos nacidos de padres inyectados estaban afectados, lo que demostraba que este fenómeno afectó a la línea germinal y no se fijó en el citoplasma. Este experimento fue un choque que abrió un debate, otro más, el 24 de noviembre de 1962 en el Collège de France, luego reproducido por la revista Biologie médicale. Naturalmente el debate derivó hacia la herencia de los caracteres adquiridos.
Según Benoit, que abrió la sesión con una introducción muy breve, las hibridaciones vegetativas "en la actualidad no parecen poder explicarse por medio de los datos de la genética clásica y de hecho incitan a buscar nuevas explicaciones". Leroy confiesa que comenzó sus investigaciones intrigado por los avances logrados por los botánicos soviéticos y se defiende de los ataques que había comenzado a padecer como consecuencia de su interés por el asunto. Acusado de emplear "procedimientos medievales", describe minuciosamente las precauciones adoptadas en el laboratorio para impedir la acción de factores imprevistos u ocultos: pureza génica, alimentación, estabilidad de los ejemplares utilizados, etc. Su conclusión es que la sangre incide sobre los caracteres hereditarios y se ve obligado a disculparse por tener que dar la razón a los investigadores soviéticos:
Sería abusivo ver en el tipo de investigaciones que nosotros emprendemos un objetivo diferente del científico. Nada podrá frenar las conquistas definitivas de la ciencia de la herencia. La genética de Mendel, Morgan y de sus sucesores ha transformado la biología; sería pueril pensar que nuestro trabajo es contrario al mendelismo. ¿No es más exacto ver ahí un enriquecimiento y un complemento? Sinceramente, ¿tiene alguien derecho a decir que nosotros no tenemos nada que aprender en un dominio tan complejo, tan vasto y donde la ingeniosidad de los mecanismos no cesa de sorprendernos? El hombre ciertamente no ha agotado todos los recursos que le reservan el estudio y la observación (437).
Lo que se presentaba como un "descubrimiento" sorprendente también fue convenientemente enterrado. El paso del tiempo fue ocultando las huellas de tal forma que no sólo las investigaciones soviéticas debían figurar sin respaldo fuera de las fronteras de aquel país sino aisladas, extrañas, únicas. Una de las conclusiones del coloquio de París era que se habían identificado los efectos de la hibridación vegetativa pero se ignoraban las causas, agentes y mecanismos que operaban en ellas, de las cuales sólo se podían avanzar hipótesis. Jean, el hermano de Maurice Stroun, participante en el debate, sostenía que el ADN ocupaba un lugar central en la transmisión hereditaria, pero que no era el único factor, indicando ya entonces la posibilidad de que también participaran el ARN y algunas proteínas nucleares. En plena ola de furor de la doble hélice aquello aguaba la fiesta de la teoría sintética.
Pero las sorpresas del debate de 1962 no acababan ahí. En su exposición Leroy mencionaba las investigaciones llevadas a cabo por el biólogo Milan Hasek (1925-1984) en Praga con embriones de pollo varios años antes y, por su parte, Jean Stroun también mencionó las reacciones inmunológicas como una de las cuestiones relacionadas con las hibridaciones. Lo mismo que Leroy en Francia, por influencia de la botánica soviética, Hasek había iniciado sus propios experimentos de hibridación en Checoslovaquia, publicando en 1953 su obra "La hibridación vegetativa de las plantas" en ruso. Después de los investigadores soviéticos fue uno de los primeros en trasladar las hibridaciones desde los vegetales a los animales, poniendo en comunicación los vasos sanguíneos de embriones de pollo. Observó que después de nacer los pollos eran quimeras ya que tenían células de los dos tipos genómicos y su descubrimiento le condujo al terreno de la inmunología, convirtiéndose en uno de los más reputados científicos en ese dominio. A diferencia de los vegetales, los animales más evolucionados tienen un sistema inmunitario muy desarrollado que rechaza cualquier injerto, transfusión o trasplante. Apoyándose en la teoría fásica de Lysenko, Hasek descubrió que los organismos quiméricos eran tolerantes a las transfusiones de sangre e injertos de piel. También quedaba claro que el sistema inmunitario no era estable sino que se desarrollaba a partir de las primeras fases embrionarias de modo que en ellas se puede lograr la tolerancia hacia cuerpos extraños y, por tanto, evitar el rechazo, una característica adquirida que se conserva para las etapas maduras.
Este descubrimiento de Hasek, que posibilitó en la década siguiente los primeros trasplantes de órganos en seres humanos, es el que se atribuye a Medawar y el que le valió a éste la obtención del Premio Nobel de Medicina en 1960, una de esas características vergüenzas de la historia de la ciencia en el siglo XX. Frente a Medawar, Hasek padecía cuatro lacras imperdonables en la guerra fría: no era anglosajón, escribía en ruso, era lysenkista y militante del partido comunista de su país. El Premio Nobel no podía tener un destinatario así en 1960. Se sabía que los trasplantes eran una de las técnicas con futuro de la medicina cuyo verdadero origen había que encubrir.
Hoy la hibridación se ha convertido en una práctica rutinaria en los laboratorios. En 1965 Henry Harris fusionó células de dos especies distintas, que pasaban así a disponer de dos núcleos distintos. Según Harris no sólo el citoplasma identificaba los mensajes procedentes de ambos núcleos sino que ambos núcleos identificaban los mensajes procedentes del citoplasma (438). Desde 1975 se logran fusionar células distintas (hibridomas) por el método de César Milstein, Niels Kaj Jerne y Georges J. F. Köhler, es decir, mediante campos eléctricos, aunque también es posible utilizar otros procedimientos. Se engendra así un híbrido de un linfocito B con una célula tumoral (mieloma) que reúne las características de ambas: el linfocito produce anticuerpos y el tumor se reproduce muy rápidamente, con lo cual se obtiene una célula mixta capaz de producir anticuerpos en cantidades importantes (439). Un genetista español, Lacadena, ha expuesto recientemente los últimos avances en hibridación de plantas, a las que da otra denominación, considerándolas como una "nueva" técnica experimental que disimula sus orígenes teóricos y prácticos. Lo resume de una forma que podría rubricar el mismo Lysenko:
A partir de la década de los setenta se han desarrollado nuevas técnicas experimentales de hibridación somática producida por fusión de protoplastos de especies diferentes y posterior diferenciación de plantas adultas que, evidentemente, llevan las dotaciones cromosómicas completas de ambas especies […]
La regeneración de plantas adultas a partir de cultivo de protoplastos es una técnica de especial utilidad dentro de la biotecnología vegetal actual; por ello los intentos que se están haciendo en las especies cultivadas son numerosos […]
Las perspectivas que ofrece esta nueva técnica de hibridación parasexual son de extraordinaria importancia al poder salvar la barrera de la reproducción sexual en combinaciones híbridas entre especies más o menos alejadas en la escala evolutiva […] Merece la pena destacar la obtención de híbridos somáticos de patata y tomate por regeneración a partir de la fusión de protoplastos por si en un futuro pudiera llegarse a obtener una nueva forma vegetal con un doble aprovechamiento agronómico: serían los tomatotatas (topatoes) o patamates (pomatoes) si bien en principio diversos problemas citogenéticas como los de inestabilidad cromosómica, interacciones genéticas, etc., impidieron augurar su posible utilización práctica. Algunos años más tarde, Jacobsen y colaboradores obtuvieron de nuevo los híbridos somáticos de patata y tomate y las descendencias de dos generaciones de retro cruzamientos con patata (440).
Pero en este punto -como en otros- el mendelismo está condenado a sufrir un descalabro detrás de otro, especialmente contundentes en su tesis fuerte, a saber, que en la hibridación vegetativa no hay intercambio génico. En 2003 varios investigadores japoneses demostraron lo contrario e indicaron la vía probable a través de la cual se produce ese intercambio génico: los transposones. Expusieron literalmente lo siguiente:
Durante 50 años hemos analizado las variaciones genéticas inducidas mediante injerto en variantes del pimiento. Hemos encontrado e informado sobre varios tipos de variaciones con conductas genéticas irregulares en las progenies derivadas de injertos repetidos. Basándonos en nuestros experimentos, sugerimos particularmente que la transformación es el mecanismo probable de los cambios genéticos inducidos. Para comprobar la hipótesis, supervisamos la transferencia de ADN de la púa al patrón utilizando técnicas moleculares. Encontramos varias secuencias específicas comunes entre el ADN de la púa, el del patrón y variaciones inducidas por el injerto similares a las secuencias de los transposones del tomate. Es probable que la transferencia de genes y el mecanismo integrado de las plantas injertadas se establezca a través del sistema de retrotransposones" (441).
En materia de hibridación vegetativa los investigadores orientales están muy por delante de los occidentales. Un año después del descubrimiento de los japoneses, hubo una nueva defensa de la hibridación vegetativa por parte de Yongsheng Liu, del Departamento de Horticultura del Instituto de Ciencia y Tecnología de Henan (China) quien ha publicado varios artículos en los que confirma que por medio de injertos se pueden obtener auténticos híbridos vegetativos, no quimeras, y que se trata de variedades estables. El investigador chino confirma que en las hibridaciones existe intercambio génico, que califica como transgénesis bidireccional: del patrón hacia la púa y a la inversa. Según Liu el intercambio génico se produce a través del ARN mensajero, el cual se transfiere entre el patrón y el injerto, luego la transcriptasa inversa lo transcribe a ADN capaz de integrarse en el genoma de uno o de otro y de sus células embrionarias (442). Tanto Darwin, como Lysenko y Liu coinciden en dar una importancia máxima a la hibridación vegetativa. El británico la relacionó con otros fenómenos biológicos, como la regeneración, la reversión o la gemación, afirmando que debían ser comprendidos "desde un punto de vista único". Según Liu la hibridación vegetativa es, además, una prueba de que la teoría de la pan génesis de Darwin es una teoría genética correcta. Considera que la detección de ácidos nucleicos circulantes y priones en la savia de la planta y en la sangre de los animales demuestra que la función de las gémulas en la pan génesis de Darwin la desempeño el ARN mensajero. Es al británico (y no a Mendel) a quien hay que atribuir la paternidad de la genética, concluye Liu.
Pero el golpe de gracia llegó en mayo de 2009 cuando la revista Science informaba que investigadores del Instituto Max Plank de Postdam-Golm (Alemania) habían comprobado que entre las células que forman parte de un injerto existe intercambio génico (443). Los experimentos se llevaron a cabo con dos plantas transgénicas de tabaco que contenían secuencias genómicas de resistencia a distintos antibióticos, determinando dos limitaciones al descubrimiento:
a) sólo hay transferencia de los genes insertos en los cloroplastos, no de los que forman parte del núcleo b) la transferencia se produce únicamente en la zona de contacto, por lo que sólo afecta a los brotes allí formados
Como se observa es una tesis muy matizada y como también es habitual en el ágora neo darwinista, Science nada decía de la prehistoria de los injertos, como tampoco del alcance teórico de los mismos, aunque los neo darwinistas se guardaban expresamente de las posibles acusaciones de lysenkismo diciendo que las hibridaciones vegetativas no son análogas a las sexuales: Excusatio non petita acusatio manifesta, decían los latinos, o dicho en palabras de Liu: las hibridaciones vegetativas están inextricablemente unidas al nombre de Lysenko. No hay manera de ocultar más tiempo un fraude científico que dura ya más de medio siglo. Pero que después de este tiempo se esté demostrando que Michurin y Lysenko tenían razón, también ha suavizado los posicionamientos de los lysenkistas de antaño. Es el caso de Maurice Stroun, quien pasa del lysenkismo inicial a un criterio más matizado en 2006:
A finales de los 50 y principios de los 60 del siglo pasado, tuvo lugar una lucha teórica entre los científicos occidentales y los rusos acerca de la teoría que explica el mecanismo de la evolución. De acuerdo con el neo-darwinismo, la evolución era el resultado del azar y de la necesidad, es decir, de las mutaciones que llegan por casualidad favoreciendo la supervivencia del más apto. Para los genetistas de Rusia, los caracteres adquiridos eran la base de la evolución, es decir, el medio ambiente modifica las características de los genes. Uno de los principales experimentos en que los genetistas de Rusia basaban su teoría era la transmisión de los caracteres hereditarios mediante una técnica especial de injerto entre dos variedades de plantas, una planta mentor y una planta pupilo. En su desarrollo la variedad pupilo depende por completo de su planta mentor, cuyas características hereditarias se modifican correlativamente. En el mundo occidental estos experimentos fueron contemplados con dudas. Nosotros fuimos de los pocos que trataron de repetir este tipo de experimentos. Después de tres generaciones de injertos entre dos variedades de berenjena, tuvimos éxito en la obtención de modificaciones hereditarias de las plantas pupilo, que adquirieron algunas de las características de la variedad mentor. La vinculación entre algunas de las características hereditarias de la planta mentor se rompieron, la segregación de la descendencia fue anormal y las características dominantes aparecen como recesivas en las plantas descendientes. En lugar de adoptar las opiniones de los científicos rusos acerca de los caracteres adquiridos, sugerimos que el ADN circulaba entre la planta mentor y la pupilo y supusimos que algunas moléculas de ácido nucleico que transportan la información genética podrían penetrar en las células somáticas y reproductivas de la planta pupilo en un momento propicio y permanecer activas (444).
Por lo tanto, en los injertos no sólo hay comunicación fisiológica, sino incluso intercambio génico entre las dos variedades que se unen. Las hibridaciones vegetativas ocasionan una transgénesis natural, lo cual supone la formación de algo distinto, como siempre sostuvo la genética de Darwin, Michurin y Lysenko.
Por sí misma, la discusión sobre las hibridaciones vegetativas resume la polémica lysenkista. Es un punto en el que la demagogia no ha ahorrado descalificaciones, a cada cual más insultante. En los países capitalistas algunos críticos decían que no habían podido corroborar los experimentos de hibridación, pero los más atrevidos hablan sencillamente de manipulación y de fraude. Experimentadores como Gluchenko debían estar tan obcecados con sus absurdos tomates que dedicaron 40 años de su vida, casi toda ella, a practicar injertos que -supuestamente- nadie más era capaz de reproducir. Quizá la ineptitud corría por cuenta de quienes jamás lograron ninguna clase de hibridación o, simplemente, cerraron los ojos ante la evidencia, no sólo de Michurin o Gluchenko sino de 6.000 años de prácticas agrícolas que se han propuesto borrar de la historia para mantener en pie una ideología tambaleante.
Es sólo una parte del estilo de la campaña propagandística de la guerra fría. Sin embargo, lo más significativo es que ninguno de los feroces críticos de Lysenko extiende sus insultos contra Darwin porque éste es el fetiche intocable. Además, el agrónomo soviético tiene que aparecer aislado, como el bicho raro, la nota discordante que de ninguna manera se puede poner en relación con Darwin. Finalmente, hay que rescatar a Darwin de sus propios desvaríos. Por eso su obra de madurez "Variación de los animales y las plantas bajo domesticación" no se tradujo al castellano hasta 2008. Sólo mediante la censura y la mutilación del pensamiento darwinista -y de otras corrientes de la biología- la teoría sintética ha podido infiltrar sus postulados entre la ciencia.
La cuestión sigue hoy planteada en los mismos términos que en 1948: un amplio consenso mayoritario de botánicos que se niega a reconocer las hibridaciones vegetativas y un reducido número de excéntricos que afirma todo lo contrario. Los primeros hacen bien en cerrar los ojos porque están en juego todos y cada uno de los fundamentos que han venido manteniendo desde 1883. Afortunadamente para la humanidad la ciencia nunca ha resuelto sus dilemas a mano alzada; mientras queden herejes podemos tener confianza en el progreso del pensamiento.
Los genes se sirven a la carta
Los vergonzosos ataques contra Lysenko prostituyen hasta el ridículo sus tesis, que tratan de presentar como si fueran incompatibles con los descubrimientos de la genética. Por ejemplo, Medvedev afirma que hubo una "negación integral de la genética" (445), y según Ayala, para Lysenko la genética era una ciencia capitalista (446). Este es el tópico usual al que recurren los intoxicadores. La postura de Lysenko acerca de la genética la expuso él mismo en varias ocasiones, otorgándole una importancia capital puesto que la selección artificial debía fundamentarse en ella. Entre otras, en la sesión de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas de 23 de diciembre de 1936 dijo lo siguiente:
Nuestros contradictores declaran que Lysenko repudia la genética, es decir, la ciencia de la herencia y de la variabilidad. Es falso. Nosotros luchamos por la ciencia de la herencia y de la variabilidad, lejos de repudiarla.
Nosotros combatimos diversas tesis de la genética, tesis erróneas y totalmente imaginarias. Nosotros luchamos para que la genética se desarrolle sobre la base y sobre el plan de la teoría darwiniana de la evolución. Nosotros debemos asimilar la genética, que es una de las ramas más importantes de la agrobiología, debemos reconducirla con la ayuda de nuestros métodos soviéticos a lo más alto y lo más completamente posible, en lugar de adoptar pura y simplemente numerosos principios anti darwinistas que están en la base de las tesis fundamentales de la genética.
Nadie entre nosotros sueña con negar los brillantes trabajos de la citología que han hecho progresar nuestro conocimiento de la morfología de la célula, y sobre todo el núcleo; nosotros estimulamos sin reservas esos trabajos […] Son ramas del saber indispensables que acrecientan nuestros conocimientos.
Es, pues, obvio que la lucha de Lysenko no se entabló contra la genética sino contra toda la amalgama de concepciones oscurantistas que pretendían introducirse junto con ella, como reconoció Haldane. Según el británico, muchos genetistas y la mayoría de los vulgarizadores soviéticos "se habían dejado engañar" por su propio vocabulario, y Lysenko se basó en ello "para desprestigiar a la teoría genética en general y para proponer una tarea con mucha menos base científica que el mendelismo" (447). Por lo menos a partir de aquí podemos empezar a sospechar que no se trataba de una guerra contra la genética sino contra el mendelismo, si bien los formalistas no conciben la genética sin las leyes de Mendel. Pero éste es otro problema distinto. No obstante, ni siquiera la crítica del mendelismo es una crítica de Mendel, por lo que las versiones difundidas en los países capitalistas acerca de Lysenko no pueden calificarse más que de una manipulación vergonzosa.
Si el lysenkismo era tan contrario al progreso de la ciencia, si retardó tanto el avance de la genética, alguien debería explicar cómo es posible entonces que el biólogo británico J. D. Bernal, un defensor de Lysenko, esté considerado como el fundador de la genética molecular en su país. Cabe reseñar también que, lo mismo que en la URSS, mientras un militante del Partido Comunista como Bernal defendía a Lysenko, otro militante, J. B. S. Haldane, también biólogo, defendía todo lo contrario (448).
Pero el lysenkismo no fue sólo un fenómeno soviético. Uno de los muchos países en los que las tesis de Lysenko tuvieron más aceptación fue China y el primer cultivo transgénico se creó en 1992 en aquel país asiático. Era una planta de tabaco a cuyo genoma se le añadió una secuencia de resistencia para el antibiótico kanamicina. En 1999 el Instituto de Genética Médica de Shanghai creó el primer ternero probeta transgénico utilizando las mismas técnicas que se emplearon en la obtención de la oveja clónica Dolly tres años antes. A pesar de la influencia lysenkista China se situó a la cabeza de investigación genética.
Ni Lysenko ni la URSS se opusieron al desarrollo de la genética en los centros educativos y en los laboratorios, de manera que se pudieron conocer todas las corrientes existentes en el mundo, y así, por ejemplo, la Sociedad de Naturalismo de Moscú siempre se destacó en la defensa de los principios mendelistas. No obstante, quizá no sea este aspecto el más interesante. Lo realmente significativo es que las afirmaciones acerca de la supuesta "prohibición" de la genética en la URSS deberían conducir a establecer comparaciones -incluso cuantitativas- con la enseñanza de esa misma disciplina en otros países: fechas en las que se introdujeron las cátedras de genética, número de profesores universitarios, artículos y libros publicados, etc. Las sorpresas serían mayúsculas porque en 1949 el bioquímico belga Jean Brachet reconoció en una rueda de prensa tras su viaje a la URSS, que en la Universidad Libre de Bruselas los planes de estudios ofrecían 15 horas lectivas de genética, contra 200 en la de Leningrado. No está nada mal para un país que acababa de "prohibir" la genética. El primer profesor universitario de genética en Estados Unidos fue Alfred Sturtevant, quien comenzó a impartir sus clases en 1928. Según Haldane, en 1938 en Inglaterra no había más que un sólo profesor de genética "y como, no se ha hecho ningún esfuerzo por remediar esta carencia, la enseñanza de genética en Londres es, de momento, radicalmente imposible" (448b). La superioridad soviética en ese punto era, pues, abismal.
Las aportaciones soviéticas a la genética también fueron muy importantes, en algunos casos anteriores a las anglosajonas y, desde luego desconocidas, descuidadas o ignoradas por su propio origen, por lo que conviene recordarlas, aunque sea telegráficamente. Entre 1922 y 1929 Vavilov reunió en sus expediciones la colección de plantas y semillas más importante del mundo, cuyo destino era la selección y la hibridación y, por consiguiente, el mejoramiento en la calidad de los cultivos agrarios. En 1924 Oparin expuso la primera hipótesis científica sobre el origen de la vida. Ese mismo año A. N. Bach creó el primer Instituto de Investigación Bioquímica del mundo y expuso las primeras nociones bioquímicas sobre la oxidación. Aunque el efecto mutágeno de las radiaciones sobre los cromosomas se atribuye al estadounidense H. J. Muller, y le concedieron el Premio Nobel por ello, sus verdaderos descubridores fueron los soviéticos G. A. Nadson y G. S. Filippov, que observaron el efecto en levaduras y hongos, adelantándose en dos años a Muller. En 1926 Vladimir I. Vernadsky publicó "La biosfera" la obra cumbre de la ecología contemporánea. Al año siguiente S. S. Chetverikov fue el primero en formular las leyes del polimorfismo genético que constituye la base de la genética de poblaciones, adelantándose en varios años a Wright, Fisher y Haldane, que pasan por ser sus creadores. Ese mismo año G. D. Karpechenko creó la primera planta sintética del mundo, a la que dio el nombre de Raphanobrassica (Raphanus sativus y Brassica cleracea), un híbrido del rábano y la col (repollo o coliflor)(449). Ese mismo año N. K. Koltsov fue el primero en describir la estructura de los cromosomas como moléculas gigantescas capaces de reproducirse por un mecanismo de molde, concepto que relacionaba la genética con la bioquímica. No obstante, como todos los genetistas de la época, Koltsov pensaba que esa molécula era una proteína y no un ácido, el ADN, como se supo después. La noción de biosíntesis permitió entender la autorreplicación genética. En 1927 A. R. Serebrobsky estudió la primera variación intragenética de la mutabilidad. Al año siguiente A. A. Sapeguin obtuvo mutantes del trigo mediante radiaciones. En 1935 A. N. Belozersky logró aislar ADN en forma pura por primera vez y dos años después N. P. Dubinin fue el primero en descubrir en una población de moscas drosophilas al menos un dos por ciento de mutantes espontáneas. Al año siguiente, estudiando el efecto de la luz sobre la floración, Mijail J. Chailakhyan descubrió el florígeno (450), uno de los hallazgos más importantes en la botánica contemporánea que se ha logrado confirmar en el presente siglo.
Las desinformaciones presentan a la ciencia soviética como una laguna aislada, ajena y extraña a las corrientes de la genética de otros países, consecuencia a su vez del aislamiento internacional de la URSS que, naturalmente, aparece como una política deliberadamente perseguida por la diplomacia soviética, como si los demás países no tuvieran ninguna responsabilidad en ello. También aquí hay que proceder a una verdadera reconstrucción de los hechos casi completa. La URSS estuvo durante muchos años fuera de la Sociedad de Naciones, sometida a un riguroso bloqueo internacional.
En líneas generales y, especialmente en lo que a la ciencia respecta, desde su mismo nacimiento, la URSS buscó desarrollar toda clase de intercambios con terceros países, a cuyos efectos creó una Oficina para el Estudio de la Ciencia y la Tecnología Extranjera. En 1924 organizó la Sociedad para las conexiones culturales con los países extranjeros: "Con posterioridad a 1920 la Academia de Ciencias primero y después otros centros de investigación, tomaron medidas para establecer relaciones directas con centros de investigación del extranjero. Aun cuando al principio la cooperación internacional fue muy modesta, tuvo sin embargo extraordinaria importancia para el desarrollo de la ciencia soviética" (451). La gran crisis capitalista de 1929 favoreció los intercambios. Al acabar con los presupuestos para educación e investigación en Estados Unidos, la URSS invitó a muchos científicos y técnicos extranjeros que se habían quedado en el paro a instalarse allá, e incluso se construyeron urbanizaciones y ciudades enteras para ellos. Otros ya se habían instalado anteriormente, de manera que es difícil encontrar un genetista que no hubiera viajado en algún momento a la URSS. Un conocido eugenista como Leslie Clarence Dunn se trasladó allá en 1927 con una beca de Rockefeller. Richard B. Goldschmidt visitó la URSS en 1929 para asistir a un congreso de genética. Al quedarse en el paro en Estados Unidos, el biometrista Chester Bliss trabajó de 1936 a 1937 en el Instituto Botánico de Leningrado. El genetista Calvin F. Bridges también fue profesor de su disciplina en la Universidad de Leningrado.
En 1925 la Academia de Ciencias ofreció un laboratorio de investigación al biólogo Paul Kammerer durante una vista a la URSS. El austriaco aceptó el puesto pero tenía que ir a Viena para recoger sus cosas. Fue entonces cuando se divulgó su supuesto fraude, que le condujo al suicidio. Después de 1929 la crisis promocionó la emigración hacia la URSS de científicos procedentes de los países de Europa central, una corriente reforzada después de la llegada de Hitler a la cancillería en Alemania. Entre los primeros se encontraba Georg Schneider (1909-1970), un joven militante del Partido Comunista de Alemania recién salido de la universidad. Schneider emigró a la URSS en 1931, donde dos años después se le unió su profesor en Jena, Julius Schaxel (1887-1943), un prestigioso biólogo, también marxista, a su vez alumno de Ernst Haeckel. Schaxel (452) había fundado en 1924 el conocido diario de información científica "Urania", prohibido por los nazis en 1933. En el exilio Schaxel y Schneider iniciaron una estrecha colaboración primero en el Instituto de Morfogénesis Experimental, poniendo los cimientos de la biología del desarrollo, disciplina de la que se cuentan entre sus pioneros, que continuaron después en el Instituto Severtsov de Morfología Evolucionista de la Academia de Ciencias de la URSS en Moscú. Tras su retorno a Alemania en 1945, Schneider impartió clases de biología teórica en la Universidad de Jena, siendo uno de los pocos defensores del lysenkismo en la República Democrática Alemana.
El caso de H. J. Muller es bastante singular e ilustra sobre la verdadera situación de la genética en aquella época, ya que recorrió todo el espectro ideológico imaginable. Discípulo de Morgan, su "redescubrimiento" del efecto mutágeno de las radiaciones sobre los cromosomas en 1927 fue trascendental; su manual Principles of Genetics tuvo una amplia difusión universitaria por todo el mundo y fue muy pronto traducido al ruso. Se trasladó a Moscú con su cargamento de moscas en 1922, presidiendo el Instituto de Genética desde 1933 hasta 1937. En la URSS Muller escribió varios artículos para la prensa elogiando la colectivización agrícola y apoyando la investigación científica soviética. En uno de ellos, publicado en el diario gubernamental Izvestia con ocasión del décimo aniversario de la muerte de Lenin, criticaba el lamarckismo y defendía que la genética formalista era una aplicación del marxismo a la biología. Fue uno de los fundadores del Consejo Nacional de Amistad Americano-Soviética y presidente de la Sociedad Científica Americano-Soviética. En una conferencia impartida en Moscú en 1936 estableció el puente que unió la química y la genética: el portador de la información genética era un polímero compuesto por una serie aperiódica de subunidades. Al año siguiente se trasladó a España como miembro de las Brigadas Internacionales para participar en los servicios médicos del ejército republicano. Pero también era eugenista y acabaría militando en las filas del anticomunismo más salvaje. Muller creía que la Unión Soviética era el Estado ideal para llevar a cabo experimentos eugenistas de mejora de la raza humana porque las barreras de clase habían desaparecido. En mayo de 1936 le envió a Stalin un ejemplar de su libro Out of the night en el que defendía la eugenesia. En esa obra, lo mismo que en las conferencias científicas en las que intervino mientras permaneció en la URSS, Muller sostuvo que la inseminación artificial entre los soviéticos podría asegurar la victoria del socialismo. Había que mejorar la dotación genética de la clase obrera y del campesinado para suplir su inferioridad natural.
La genética soviética estuvo siempre estrechamente imbricada con la de los demás países del mundo. Sus científicos formaron parte de academias e institutos de investigación de otros países, del mismo modo que existieron científicos de otros países que formaron parte de las universidades y laboratorios soviéticos. El mismísimo William Bateson acudió a Moscú en 1925 para celebrar el 200 aniversario de la fundación de las academias científicas en Rusia, y al regresar a su país escribió un artículo elogiando el enorme esfuerzo que estaba realizando la URSS en materia científica (453). En los libros soviéticos publicados no hay más que repasar la bibliografía y las citas para observar cómo los avances de otros países también fueron conocidos por los científicos soviéticos, así como sus manuales, de los que existen numerosas traducciones. Lo mismo cabe decir de los fondos bibliográficos disponibles en bibliotecas y librerías. Así, las obras escogidas de T. H. Morgan se publicaron en la URSS en 1937, antes que en Estados Unidos; lo mismo se puede decir de las de H. J. Muller, un científico más conocido en la URSS que en su propio país.
Una de las acusaciones lanzadas contra Lysenko es su negativa a reconocer los genes, cuestión que él abordó en varios textos con bastante claridad. A lo que él se oponía era al concepto de gen como corpúsculo portador de la herencia, y pone un ejemplo: no por negar que existan partículas o una sustancia de la temperatura, se niega la existencia de ésta como medida de un estado de la materia: "Nosotros negamos que los genetistas, y con ellos los citólogos, puedan percibir un día los genes por el microscopio. Se podrá y se deberá discernir en el microscopio detalles cada vez más ínfimos de la célula, del núcleo, de los cromosomas, pero eso serán parcelas de la célula, del núcleo o del cromosoma, y no lo que los genetistas entienden por gen. El patrimonio hereditario no es una sustancia distinta del cuerpo, que se multiplica a partir de él mismo. La base de la herencia es la célula que se desarrolla, se transforma en organismo. Esta célula comporta unos orgánulos con fines diversos. Pero no hay en ella ninguna partícula que no se desarrolle, que no evolucione".
Esta concepción no fue exclusiva de Lysenko sino que también puede encontrase en Oparin, quien desde el punto de vista del origen de la vida criticó la teoría de las mutaciones al azar:
En el problema mismo del origen de la vida, muchos naturalistas continúan sosteniendo, aun después de Darwin, el anticuado método metafísico de atacar este problema. El mendelismo-morganismo, muy usual en los medios científicos de América y de Europa occidental, mantiene la tesis de que los poseedores de la herencia, al igual que de todas las demás particularidades sustanciales de la vida, son los genes, partículas de una sustancia especial acumulada en los cromosomas del núcleo celular. Estas partículas habrían aparecido repentinamente en la Tierra, en alguna época, conservando práctica e invariablemente su estructura definitiva de la vida, a lo largo de todo el desenvolvimiento de ésta. Vemos, por consiguiente, que desde el punto de vista mantenido por los mendelistas-morganistas, el problema del origen de la vida se constriñe a saber cómo pudo surgir repentinamente esta partícula de sustancial especial, poseedora de todas las propiedades de la vida.
La mayoría de los autores extranjeros que se preocupan de esta cuestión (por ejemplo, Devillers en Francia y Alexander en Norteamérica), lo hacen de un modo por lo demás simplista. Según ellos, la molécula del gene aparece en forma puramente casual, gracias a una "operante" y feliz conjunción de átomos de carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno y fósforo, los cuales se conjugan "solos", para constituir una molécula excepcionalmente compleja de esta sustancia especial, que contiene desde el primer momento todas las propiedades de la vida.
Ahora bien, esa "circunstancia feliz" es tan excepcional e insólita que únicamente podría haber sucedido una vez en toda la existencia de la Tierra. A partir de ese instante, sólo se produce una incesante multiplicación del gene, de esa sustancia especial que ha aparecido una sola vez y que es eterna e inmutable.
Está claro, pues, que esa "explicación" no explica en esencia absolutamente nada. Lo que diferencia a todos los seres vivos sin excepción alguna, es que su organización interna está extraordinariamente adaptada; y podríamos decir que perfectamente adaptada a las necesidades de determinadas funciones vitales: la alimentación, la respiración, el crecimiento y la reproducción en las condiciones de existencia dadas. ¿Cómo ha podido suceder mediante un hecho puramente casual, esa adaptación interna, tan determinativa para todas las formas vivas, incluso para las más elementales?
Los que sostienen ese punto de vista, rechazan en forma anticientífica el orden regular del proceso que infiltra origen a la vida, pues consideran que esta realización, el más importante acontecimiento de la vida de nuestro planeta, es puramente casual y, por tanto, no pueden darnos ninguna respuesta a la pregunta formulada, cayendo inevitablemente en las creencias más idealistas y místicas que aseveran la existencia de una voluntad creadora primaria de origen divino y de un programa determinado para la creación de la vida.
Así, en el libro de Schroedinger "¿Qué es la vida desde el punto de vista físico?", publicado no hace mucho; en el libro del biólogo norteamericano Alexander: "La vida, su naturaleza y su origen", y en otros autores extranjeros, se afirma muy clara y terminantemente que la vida sólo pudo surgir a consecuencia de la voluntad creadora de Dios. En cuanto al mendelismo-morganismo, éste se esfuerza por desarmar en el plano ideológico a los biólogos que luchan contra el idealismo, esforzándose por demostrar que el problema del origen de la vida –el más importante de los problemas ideológicos- no puede ser resuelto manteniendo una posición materialista".
Idéntica posición que Lysenko y Oparin defendió en los años treinta el biólogo italiano Mario Canella, que calificó al mendelismo como una "jerga esotérica". El gen, afirma Canella, ni material ni funcionalmente puede ser una unidad autónoma: "Nuestra ignorancia es lo bastante grande como para justificar las más dispares hipótesis", concluye (454).
Por su parte, en la edición correspondiente a 1948 de su obra sobre la herencia, el genetista suizo Émile Guyénot insertó un epígrafe titulado "¿Existen los genes?", donde reconocía que los genetistas no sabían nada cierto sobre la naturaleza de los genes: "La existencia misma del gen, al menos tal y como se le concibe generalmente, se comienza a poner en duda". Añade también que aunque los cromosomas se pueden dividir en unidades que preservan cierta autonomía, esas posiciones diferenciables no son necesariamente genes (455). Esa era la posición de un genetista suizo en 1948, justo cuando Lysenko lee su informe en la Academia. Pero la diferencia entre Guyénot y Lysenko es que éste era soviético. Parece claro, en consecuencia, que la postura de Lysenko sobre los genes era compartida por una parte muy importante de la genética mundial. En su conocida obra, escrita en 1943, Schrödinger habla más de los cromosomas que de los genes, porque la existencia de éstos era puramente hipotética: los definía como un "hipotético transportador material de una determinada característica" (456). Los propios formalistas reconocían los hechos en una fecha tan tardía como 1951 en una cita que merece recordarse porque ilustra bien claramente el verdadero trasfondo del estado de la genética en aquel momento: "Conviene hacer resaltar que no estamos seguros de la existencia de genes porque los hayamos visto o analizado químicamente (hasta ahora la genética no ha conseguido hacer ninguna de estas dos cosas) sino porque las leyes de Mendel sólo pueden interpretarse satisfactoriamente admitiendo que existen los genes" (457). Fue un arrebato de sinceridad poco frecuente en los mendelistas que no se ha vuelto a repetir, pero conducía a un flagrante círculo vicioso: las leyes de Mendel se demuestran por la existencia de los genes y, a su vez, la existencia de los genes por las leyes de Mendel. Como consecuencia de ello, a medida que se observaban excepciones a las leyes de Mendel, había que inventar sobre la marcha nuevas variantes de genes y de funcionamiento de los genes, lo cual no era difícil porque se iban elaborando hipótesis sobre hipótesis. El artificio era más que evidente y aparece con meridiana claridad en el manual que acabamos de citar, verdadera obra de referencia en su momento (incluso en la URSS, donde era el libro de texto utilizado en la enseñanza) cuando alude a aquellos casos en que no aparecían las leyes previstas. En tales casos una argumentación característica presentaba este curioso aspecto:
Aunque las leyes de Mendel de la segregación y la transmisión independiente se confirmaron inmediatamente después de su redescubrimiento en 1900, no estaba probado que estas leyes tuvieran que aplicarse universalmente a la herencia en todos los organismos. En efecto, parecía como si la herencia mendeliana constituyera más bien una excepción y que, en general, la herencia fuese del tipo mezclado, en que las herencias de ambos padres se mezclasen en los descendientes […]
No obstante pronto se vio que la mayor parte de las excepciones aparentes podían explicarse admitiendo que muchos caracteres estaban influidos por dos o más parejas de genes cuyas expresiones interactúan. Según las formas de la interacción, las proporciones fenotípicas se modifican de distintas maneras, pero las leyes fundamentales de la transmisión hereditaria siguen siendo las mismas (458).
Esto significa el siguiente modo de proceder "científico": ante el fallo de una hipótesis acerca de algo que se ignora, no había que cambiar de hipótesis sino afirmar que sabemos algo acerca de eso de lo que no sabemos nada. Así, los mendelistas no se conformaron con asegurar que había genes sino que inventaron también los poligenes para aquellos casos en que fallasen los anteriores. Ahora bien, los poligenes son lo mismo que los genes… sólo cambian un poco… Entonces los genes se servían a la carta: el menú dependía de las necesidades que hubiera que cubrir. Más en concreto, los poligenes se inventaron para tapar los agujeros de los genes. La herencia poligénica se llama ahora "multifactorial" a causa de la "intervención casi constante de factores ambientales" (459).
A diferencia de otros conceptos capitales de la genética, como las enzimas, por ejemplo, los genes no fueron un descubrimiento sino un invento, una hipótesis presumida por las modificaciones que se observaban en el exterior o, en expresión de Darwin, "tinta invisible". Se inventó una causa por sus efectos. Se postuló su existencia en la misma forma que se postula la existencia de un virus, aún sin conocer su realidad, cuando se manifiestan determinadas enfermedades y se le pone el mismo nombre al virus (la causa) que a la enfermedad (el efecto). Del mismo modo, cuando se apreciaban cambios en los caracteres externos se atribuían a causas internas, de donde se extrajeron las nociones de mutación génica, alelo, polimorfismo, etc. Según el manual de Suzuki, Griffiths, Miller y Lewontin, sólo se puede detectar un gen cuando hay un cambio en los rasgos físicos externos del individuo; a medida que se descubran más cambios, se descubrirán también más genes. La variación es la materia prima de la genética: si todos los ejemplares de una especie fueran iguales, no existiría esta ciencia. Los autores definen precisamente la genética como el estudio de los genes a través de su variación (460).
Con las mutaciones los interrogantes no sólo no acababan sino que se multiplicaban exponencialmente: no sabemos lo que es un gen, pero ¿qué es una mutación? Y sobre todo ¿cómo saber lo que es una mutación si no sabemos qué es lo que muta? ¿Es posible llegar a saber siquiera lo que es la mutación de un gen sin saber lo que es un gen? Al ignorarlo todo al respecto hubo que añadir otro componente enigmático suplementario, el de "mutación aleatoria", que no es más que un reconocimiento casi explícito de ese desconocimiento. Como afirma Le Dantec, poner un nombre a algo que no existe es un "error de método" porque parece concederle una realidad fáctica que no tiene (461). Las dudas sobre la naturaleza y la existencia misma de los genes fueron muy frecuentes entre los científicos de todo el mundo hasta el descubrimiento de la estructura de doble hélice del ADN en 1953. Fue entonces cuando se produjo esa asociación característica entre los genes y el ADN, cuando se trataba de la más contundente demostración de su falsedad, como vamos a ver. Medio siglo después, pareció que la secuenciación del genoma iba a confirmar esa tendencia favorable a los genes. Walter Gilbert afirmó con entusiasmo que "la secuencia completa del genoma humano constituye el Santo Grial de la Genética Humana". Cuando se le concedió el premio Nobel repitió que "las secuencias del DNA son las estructuras definitivas de la Biología Molecular. No hay nada más primitivo. Las preguntas se formulan allí en último término". Fue un espejismo de los mendelistas, que corrían detrás de una ilusión sobre la que habían proyectado sus fantasías ideológicas. De ahí sólo podían surgir frustraciones.
El concepto de gen es uno de los fantasmas sobre los que se ha articulado la genética, su misma médula. No es extraño, por tanto, que mostrando sus lagunas algunos lleguen a pensar que el fundamento de esa ciencia naufraga. Hasta 1944 se pensaba que los genes estaban en los cromosomas pero no en qué parte de ellos o, mejor dicho, si su función la cumplían los ácidos nucleicos o las proteínas. Incluso casi todos optaban por relacionarlos con las proteínas. No se sabía, por tanto, algo tan trascendente como su constitución bioquímica, de qué material estaban formados. El descubrimiento de la vinculación de los genes al ADN en lugar de a las proteínas fue un choque tan grande que no resultó fácilmente aceptado, hasta que volvió a comprobarse en 1952. No obstante, nadie fue capaz de replantear el concepto de gen; se saltó al otro extremo, se impuso el dogma central y las proteínas vieron rebajada su importancia epistemológica: las proteínas no eran genes sino producto de los genes.
Con el transcurso del tiempo y la secuenciación del genoma humano es posible volver a establecer una evaluación acerca del concepto de gen. Sin embargo, a pesar del genoma, el mapa del tesoro, no sabemos ni siquiera cuántos genes tenemos. Al principio estimaron que su número debía ser proporcional a la complejidad del organismo. En diciembre de 1998 se secuenció el genoma de una minúscula lombriz intestinal (Escherichia coli o bacilo del colon): tenía 19.098 genes. La lombriz intestinal está formada por 959 células, de las cuales 302 son neuronas cerebrales. Los humanos tienen 100 billones de células en su cuerpo, incluidas 100.000 millones de células cerebrales. Por tanto, un organismo más grande y complejo, como el ser humano, debía tener muchos más genes. Algunos calcularon que 750.000 era un número razonable, pero pronto empezaron a bajar la cifra. Randy Scott pronosticó en septiembre de 1999 que el hombre tendría exactamente 142.634 genes. Para descifrar el genoma humano se formaron dos equipos. Uno de ellos, dirigido por Craig Venter, encontró 26.383 genes codificadores de proteínas y otros 12.731 genes "hipotéticos" (sic). El otro equipo dijo que existen aproximadamente 35.000 genes, aunque posiblemente la cifra podía acercarse a 40.000. Por tanto, aunque se había secuenciado el genoma los datos no cuadraban; en realidad, no había tales datos. A pesar de la secuenciación del genoma el baile de cifras acerca del número de genes humanos no ha cesado. Lo peor de toda esta patraña es que sólo tenemos el doble de genes que una lombriz intestinal. Por consiguiente, parece de sentido común concluir que lo que diferencia a un hombre de un gusano no son los genes precisamente.
Inicialmente el gen nació definido como una partícula determinante de la herencia, o peor, de un solo rasgo hereditario porque la idea inicial era que el gen era una molécula (462). Los experimentos con radiaciones ionizantes de Timofeiev-Ressovski y Delbrück en Berlín trataban de demostrar que se podía alterar un gen aplicando radiaciones, para lo cual desarrollaron la "teoría de la diana", es decir, la probabilidad de acertar lanzando una radiación contra una determinada partícula. Era una especie de acupuntura radiactiva. Creían que se podría alcanzar a un gen, dejando intactos a los demás, demostrando así experimentalmente, según expresión de Timofeiev-Ressovski, la composición "monomolecular" del gen, una partícula física de la que se podría calcular sus dimensiones, peso y volumen. Ahora la moda ha pasado pero a lo largo del siglo anterior era frecuente que los mendelistas hicieran cálculos sobre el tamaño de los genes que hoy nadie se atrevería. Así Morgan aseguraba que existían "cientos" de genes en cada cromosoma, cada uno de los cuales estaba fuera del alcance del microscopio, porque no eran más pequeños que algunas de las moléculas orgánicas más grandes (463). Watson calculó que un gen debía tener un peso molecular del orden del millón, es decir, que estaría formado por 1.500 nucleótidos, lo que correspondería a un polipéptido de 500 aminoácidos (464). En los años setenta Luria decía que "cabía esperar" que los genes tuvieran una estructura unidimensional (lineal) o quizá bidimensional porque sólo de esa manera podían servir como patrones para obtener nuevas copias (465). Schrödinger sostenía que la "fibra cromosómica", a la que calificaba como "portador universal de la vida", era un cristal aperiódico. Enumeraba varios métodos de estimación del tamaño de los genes. Uno de ellos consistía en dividir la longitud media del cromosoma por el número de características que determina y multiplicarla por la sección transversal. Refería investigaciones que calculaban el volumen de un gen como un cubo de 300 angstrom de arista. Luego afirmaba "con toda seguridad" que un gen no contiene más que un millón o unos pocos millones de átomos, aunque posteriormente reducía el tamaño: sólo cabrían unos 1.000 átomos y posiblemente menos (466). Este tipo de fantasías ya no son tan frecuentes.
El descubrimiento de la doble hélice demostró que en cada cromosoma el ADN es una molécula única. Ante el fracaso de la hipótesis del gen los diccionarios especializados han ido acogiendo con el paso del tiempo todo tipo de definiciones divergentes. De Vries utilizó la voz "pangen" en el mismo contexto en el que Darwin desarrolló su teoría de la pangénesis, hoy descartada. Ya tampoco aparece la definición que dio Johannsen, el inventor de la palabra: "El gen se debe utilizar como una especie de unidad de cálculo. De ninguna manera tenemos derecho a definir el gen como una unidad morfológica en el sentido de las gémulas de Darwin o de las bioforas, de los determinantes u otras concepciones morfológicas especulativas de esa especie" (467). Ahora ya nadie sostiene que los genes son conceptos estadísticos sino que se ha impuesto precisamente lo que Johannsen pretendía evitar: las definiciones morfológicas. Pero aunque se descartó su concepto, Johannsen contribuyó a romper la inercia hasta entonces imperante. En conclusión, del contexto teórico en el que se gestó la palabra "gen" sólo quedo eso, la palabra, para la cual hubo que seguir buscando definiciones.
Entre las que se pueden recabar de los manuales y diccionarios hay una serie de características comunes sobresalientes, principalmente la de que el gen es una unidad indivisible, una especie de ser con entidad por sí mismo. A veces, en la primera mitad del siglo asimilaban cada gen a un virus. La hipótesis del gen se construyó sobre el modelo atómico de la física y al mismo tiempo que ese modelo se desarrollaba, dando lugar al nacimiento de la mecánica cuántica. El gen era una especie de átomo. Ahora bien, el átomo tampoco es indivisible y se puede descomponer en electrones, neutrones, protones y otras partículas más simples. Sin embargo, cuando se pudo conocer la composición del ADN no se encontraron genes sino un polímero, es decir, una larga cadena molecular cuyos eslabones elementales son los monómeros o nucleótidos que, a su vez, están formados por tres partes integrantes unidas entre sí:
a) un tipo de azúcar, la desoxirribosa, también llamado pentosa porque adopta la forma de un pentágono en cuyos vértices hay cinco átomos de carbono; ocupa el centro de la molécula, sirviendo de bisagra con los otros dos componentes b) un compuesto del fósforo, el ácido fosfórico, también denominado ortofosfórico, cuya fórmula química es H3PO4 que marca la condición ácida del ADN c) una base nitrogenada cíclica, es decir, cuyos componentes se repiten siguiendo determinadas secuencias a lo largo de la molécula de ADN que proporcionan el patrón de la información génica porque constituyen el elemento diferencial: mientras la dexorribosa y el ácido fosfórico son siempre iguales, las bases nitrogenadas cambian de un nucleótido a otro.
Ninguno de estos integrantes es un gen por sí mismo, por su composición química, ni agrupados entre ellos. La división molecular del ADN, por consiguiente, no permite hablar de genes sino de átomos y de compuestos atómicos específicos, el más pequeño de los cuales es un nucleótido y que se diferencian entre sí según la base. Por su forma, la molécula de ADN es una doble cadena cuyos ramales paralelos están unidos por las bases, a la manera de los peldaños de una escalera. Por tanto, las bases están unidas, por un lado, a las pentosas en uno de los ramales y, además, están unidas entre sí en los peldaños. Por eso se habla de pares de bases, que se utiliza como unidad de medida de la longitud de la molécula de ADN y, a partir de ahí, como supuesta unidad de medida de la cantidad de información que puede albergar. Como mínimo para elaborar cada proteína son necesarios tres nucleótidos o pares de bases, cuyo agrupamiento específico recibe el nombre de codón.
Con las bases del ADN y el concepto de "información" que en torno a ellas se ha edificado sucede lo mismo que con el azar. Por ejemplo, no se ofrecen explicaciones acerca de los motivos por los cuales un gen necesita miles de bases para su expresión, mientras que otro sólo necesita cientos, es decir, las razones por las cuales un determinado gen ocupa mucho más "espacio" que otro dentro de la misma molécula de ADN. La impresión es que con la información génica ha sucedido lo mismo que con la encefalización en la evolución del hombre. Una proyección puramente ideológica radica en el intelecto -y por tanto en el cerebro- la especificidad humana; a partir de ahí creyó que el aumento de la capacidad intelectual -y por tanto del tamaño físico del cerebro- era lo que singularizaba la evolución del hombre. Pero esa cadena de argumentos es errónea: el hombre no es intelecto y un intelecto más desarrollado no significa una mayor masa cerebral. Del mismo modo, más cromosomas, cromosomas más largos o moléculas más largas de ADN no significan más información génica o mayor capacidad de almacenamiento. Es absolutamente infundado sostener, como hace Maynard Smith, que los genes transportan la información precisamente "en forma digital" y que el genoma tiene 1019 bits de información (468). La molécula de ADN no es un disco duro, ni un CD, ni un pen drive. Las imágenes físicas e informáticas son engañosas porque conducen a concebir la información como información digital o digitalizada, en ningún caso analógica; ya no asociamos la información al disco de vinilo o a la cinta magnetofónica. A mayor abundancia, sea cual sea la forma de almacenamiento, analógica, digital o cualquier otra, se debe ir más allá y cuestionar si verdaderamente el genoma es un almacén de información o, como en ocasiones se dice, un libro, una biblioteca u otra imagen gráfica equivalente que, en definitiva, transmiten una noción pasiva y mecánica del genoma. Si eso fuera así, habría que preguntar quién -o qué- ha depositado allá esa información, quién ha escrito ese libro o formado esa biblioteca.
Si la teoría sintética pretendía equiparar la genética a la mecánica cuántica podía haber llevado sus pretensiones hasta el final. Hubiera podido asociar el gen a la "función de onda", es decir, no sólo a nociones discontinuas sino también a las continuas. Del mismo modo que el átomo es una partícula y una onda a la vez, el gen podría haberse desarrollado en torno a nociones como las de "campo" (electromagnético, gravitatorio), lo cual nos hubiera transmitido una batería de inferencias mucho más ricas que el esquema simplón de la teoría sintética. Aún está por definir lo que significa exactamente "información génica" y las extrapolaciones mecánicas de las que procede están jugando malas pasadas, como la denominada "paradoja del valor C", en donde C es la cantidad de ADN por gameto o célula haploide medida en pares de bases o en picogramos. Fue una expresión acuñada por Hewson Swift en 1950 para denotar que es constante o característica dentro de una especie. Posteriormente, en 1971 C. A. Thomas calificó como "paradoja" la falta de correlación entre la cantidad de ADN y la complejidad del organismo que lo contiene. Las expectativas contaban con que los organismos más complejos necesitaran de una mayor "cantidad de información" que los más simples y, por lo tanto, que su genoma fuera mayor, que tuviera mayor capacidad de almacenamiento de información. Si la información génica tuviera un significado exclusivamente físico, representado por la sucesión ordenada de las bases, una mayor cantidad de información necesitaría más bases y, por consiguiente, moléculas de ADN más largas o más moléculas de ADN, es decir, más cromosomas. Tampoco es este el caso. La teoría sintética no es capaz de explicar los motivos por los cuales la cantidad de ADN no aumenta con la complejidad del organismo, ni tampoco los motivos por los cuales organismos cercanos con el mismo nivel de complejidad poseen genomas cuyo contenido de ADN difiere en muchos órdenes de magnitud.
La paradoja del valor C no se circunscribe al aspecto de la complejidad del organismo sino al propio genoma, al aspecto cuantitativo. Los genomas de los organismos eucariotas, los más evolucionados, contienen más ADN del necesario para un número determinado de genes, es decir, de la información génica que necesitan. Además, sólo una parte del genoma está activo en cada fase de desarrollo. Por consiguiente, la mayor parte del genoma (en proporciones superiores al 99 por ciento del ADN) no son genes, no se materializan en la elaboración de proteínas. A fecha de hoy la función precisa de este ADN excedentario resulta desconocido, pero no por ignorancia sino por una quiebra de los postulados sobre los que se ha edificado la genética mendelista. Lo que sabemos es que en el ADN existen secuencias repetidas, que conservamos duplicados de "la misma" información que derrochan gran parte del "espacio" que podríamos utilizar para aumentar nuestra capacidad de almacenamiento.
Un número tan insignificante de genes no puede rendir cuenta ni siquiera del número de anticuerpos que necesita fabricar un organismo a lo largo de su vida para defenderse de las agresiones exógenas. Un anticuerpo sólo es necesario producirlo cuando se produce el ataque, por lo que si hubiera secuencias de ADN que sólo sirven para ese tipo de tareas, las moléculas deberían prolongarse hasta longitudes casi infinitas. La explicación es -una vez más- que el funcionamiento de las secuencias de ADN es dinámico, tanto discreto como continuo, digital como analógico, es decir, que no existe esa supuesta "unidad de la herencia" de que ha venido hablando la teoría sintética desde 1900. Pero eso es insuficiente si, al mismo tiempo, no se retorna al estado de la genética previo a 1944, cuando se asoció la herencia al ADN exclusivamente. Tenían razón quienes pensaban que el ADN era una molécula demasiado simple y que la herencia necesitaba también, entre otras cosas, de las proteínas (es decir, del resto del cuerpo).
También aquí la equiparación con la física o la cibernética sigue jugando muy malas pasadas. La cibernética es una teoría matemática formal; desde su punto de vista es indiferente que la secuencia de bases sea GTT o TGT porque no tiene nada que ver con la semántica (469), algo que en genética es decisivo. El concepto de "información" que emplea la teoría de la información no tiene nada que ver con la "información" génica (470), lo cual tampoco significa, por cierto, que ésta no sea información.
El problema de la "información" génica no se agota en este punto sino que -al menos- deberían añadirse otros dos más para disponer de un cuadro de referencia más completo: la memoria y las señales. Son materias que apenas cabe apuntar. La memoria es una facultad de los organismos vivos de muy difícil concreción en biología y que, desde luego, no se ciñe al hombre ni a las facultades intelectuales sino a otros mecanismos, como el sistema inmunitario. En cuanto a las señales, es un concepto que se utiliza cada vez más en genética y en citología, lo que atestigua que se va introduciendo el carácter reactivo del genoma con un claro componente semiológico: no sería el lugar donde se lee sino el lector.
El paralelismo del gen con el átomo (con una concepción reduccionista del átomo) fue tan estrecho que los mendelistas también creyeron que el gen nunca perdía su identidad. Un átomo de sodio siempre es igual a sí mismo, no cambia nunca por más que unido a otro de cloro forme una molécula distinta, la sal común (cloruro de sodio). Una vez censurada la teoría de los fluidos era fácil concluir que el gen, como cualquier otro sólido, no se diluye, no se mezcla y, además, tiene capacidad de replicación y expresión autónomas. La unidad supone autosuficiencia, es decir, contar con todos aquellos componentes que son imprescindibles para reproducirse por sí mismos y cumplir su función, a saber, determinar la elaboración de proteínas de manera también autónoma. Lo que hay que demostrar, por consiguiente, es si tanto la reproducción como la expresión son autónomas.
Pues bien, el gen no reúne ninguna de esas características. El ADN no puede cumplir su función por sí mismo de manera autosuficiente. En primer lugar, requiere el concurso de los tres tipos de ARN. Por otra parte, también necesita de las proteínas a las que está asociada en los cromosomas. Ambos componentes, el ADN y las proteínas interaccionan continuamente. Las proteínas cromosómicas cumplen dos funciones primordiales: mantienen la estructura molecular del ADN y activan y desactivan el funcionamiento de sus secuencias (471). El ADN no puede desempeñar su función ni reproducirse sin una proteína como la polimerasa. Sin ella es una molécula muerta. Determinadas enzimas son las que preservan la estructura del ADN, la reparan y corrigen sus defectos de funcionamiento. Pero no se trata sólo de que el ADN necesite el auxilio de otros componentes bioquímicos para su funcionamiento, sino de que la expresión de la información genética está siempre sujeta a influencias externas al propio ADN, de que el genoma es un regulador regulado, causa y efecto a la vez.
Los genes indivisibles se dividen. Su fragilidad es tan grande que lo más frecuente es que se rompan para volver a juntarse posteriormente. Como observó Janssens, en el proceso de división celular los cromosomas homólogos se unen entre sí en unos puntos llamados "quiasmas", a causa de la apariencia de aspa que adoptan, similar a la letra griega ? (khi), en donde se aprecia un punto de unión (que pueden ser varios) por los que se rompen para reunificarse de forma tal que saltan de un cromosoma a su par homólogo. Luego la reproducción genética supone su división, que se produce tanto a lo largo como a lo ancho de la molécula de ADN. Pero las recomposiciones de la molécula de ADN no se limitan sólo al momento de la división celular. Como ya he expuesto, Barbara McClintock demostró que la mayor parte de las secuencias de ADN son móviles, llamadas transposones (472), que se desplazan de un lugar a otro del genoma; esta movilidad es una reacción del genoma ante determinados factores ambientales.
En su nueva ubicación el transposón modifica el ADN de sus inmediaciones, rompiendo la secuencia molecular o haciendo que desaparezca del todo. En ocasiones, ese desplazamiento provoca una nueva soldadura en la secuencia originaria de la que procede el fragmento, lo que ocasiona disfunciones por partida doble. El denominado splicing o empalme alternativo es otro ejemplo de ruptura y recomposición de las moléculas de ácido nucleico. En las especies superiores las secuencias de ADN que elaboran proteínas (exones) no se encuentran una detrás de la otra sino separadas por regiones que no desempeñan esa función (intrones). Al transcribir la información génica, el ARN elimina los intrones y tiene que volver a empalmar de nuevo los exones. No siempre ese empalme coincide exactamente y, por lo tanto, la producción resultante diferirá en cada caso (473). En fin, actualmente la ruptura y posterior unión de las moléculas de ADN se ha convertido en una práctica rutinaria de laboratorio.
Los genes tampoco están alineados a lo largo de la molécula de ADN, en fila unos detrás de otros. No acaba un gen en un determinado punto (un nucleótido) y empieza otro en el siguiente sino que las diferentes secuencias se sobreponen unas con otras, por lo que en ocasiones se habla del solapamiento de los genes y de la existencia de "un gen dentro de otro gen" (474). Sanger confirmó el solapamiento de los genes en 1977 cuando observó que el virus F174 posee una misma secuencia de ADN que elabora dos proteínas distintas. El virus SV40 también fabrica cinco proteínas diferentes con sólo dos secuencias de su ADN. Este fenómeno explica el pequeño tamaño de los genomas en comparación con las funciones que son capaces de desempeñar. Todo esto contradice las leyes de Mendel, significa que la herencia sí se mezcla y que el gen no es ninguna partícula y, por consiguiente, que la herencia no es un fenómeno discreto sino continuo y discreto a la vez.
La cartografía génica, los "mapas" que los mendelistas creyeron observar en los cromosomas, fueron una influencia tardía de la frenología del siglo XIX y debe correr la misma suerte que ella. El gigantesco tamaño de una sola molécula de ADN hubiera debido resultar suficiente para llegar a una concepción más ajustada de su funcionamiento, de no ser por la interposición distorsionadora de un erróneo punto de partida. Incluso aunque podamos desembarazarnos de "todo lo demás", del ARN, de las proteínas, de la distribución del ADN en diferentes cromosomas, etc., tres mil millones de bases hubieran debido mover a la reflexión: ¿cómo se organizan esas bases? ¿Cómo se distribuyen a lo largo de la molécula? Pero la propia formulación de la pregunta ya echaba por tierra la concepción aleatoria de la teoría sintética. Del mismo modo que el cerebro no sólo ha aumentado de tamaño sino que se ha reorganizado, también cada molécula de ADN está ordenada de una determinada forma, de la cual la localización espacial es sólo una de ellas. La frenología no era un seudociencia sino que tenía un cierto fundamento porque el cerebro presenta áreas específicas en las que, como sostenía Pavlov (475), se localizan determinadas funciones, lo mismo cabe decir de cada molécula de ADN, de manera que tan erróneo es subestimar la autonomía de sus diferentes secuencias, como incurrir en la teoría de la diana de Timofeiev-Ressovski o el bricolaje transgénico.
El fracaso de la concepción del gen como unidad hereditaria condujo a otro giro, pasando a redefinirlo de una manera funcional (476). Aunque cada molécula de ADN se puede fragmentar en secuencias que preservan cierta autonomía funcional cada una de ellas, se trata de comprobar, como decía Guyénot, si esos fragmentos diferenciables pueden calificarse de genes, es decir, de alguna forma de unidad indivisible. La respuesta es negativa. En 1925 Alfred Sturtevant, un discípulo de Morgan, comprobó el efecto de posición que tenían los genes dentro de los cromosomas, aunque se consideró excepcional hasta que los soviéticos Dubinin y Sidorov lo generalizaron en 1934, calificándolo de "vecindad genética". Los mecanismos de regulación son sinérgicos, las secuencias de ADN no funcionan independientemente unas de otras y, por consiguiente, el efecto que producen no sólo depende de su composición bioquímica sino de su posición dentro de la molécula, de las demás secuencias que la rodean. Cada secuencia de ADN es contextual, tiene expresiones diferentes según el lugar que ocupe dentro del genoma y, por consiguiente, no pueden ser consideradas como una unidad, no determinan por sí mismas su función sino que es necesario conocer su inserción dentro de la totalidad de la que forma parte. Las distintas secuencias de ADN operan como herramientas multiusos: por sí mismas no permiten deducir cuál es su función. Aun secuenciando un genoma completo no disponemos de información suficiente para saber cuáles son las proteínas que fabrican cada uno de sus fragmentos. Ni siquiera es posible concebir al cromosoma como esa unidad ya que muy probablemente los cromosomas también influyen unos sobre otros y probablemente también influye el número de cromosomas, la forma de cada uno de ellos, así como sus movimientos. Habrá que tener en cuenta el genoma completo para dotar de sentido a la dotación hereditaria, incluyendo en él al ARN, cuyas funciones -según se está demostrando- que son cada vez más importantes. También habrá que incluir las mitocondrias y cloroplastos y plásmidos del citoplasma porque su replicación es autónoma, cuentan con su propio ADN, que codifica una serie de proteínas. Finalmente, aunque se alude al genoma en singular, cada genoma es tan diferente en cada especie y en cada individuo que el estudio de sus variaciones acabará convirtiéndose en una rama de la genética con sustantividad propia.
Las definiciones funcionales son erróneas en cualquiera de sus versiones sucesivas. Inicialmente los mendelistas afirmaron que la tarea de los genes consistía determinar la expresión de los rasgos característicos. En 1943 los experimentos de G. W. Beadle y E. L. Tatum remendaron esa tesis, sustituyéndola por otra que se expresó en el axioma "un gen, una proteína" que pretendía indicar que la función de cada gen consiste en controlar una reacción metabólica concreta. Cada gen dirige la elaboración de una proteína (o una enzima). La teoría sintética encajaba otro golpe sin inmutarse: bastaba poner proteína en lugar de carácter para que todo siguiera en su sitio y nadie hiciera preguntas. Pero no era así. Entre una proteína y un rasgo característico, como dice Mae Wan Ho, hay "un gran salto conceptual" que los mendelistas tampoco han explicado (477).
Pero el axioma "un gen, una proteína" tampoco duró mucho. La mayor parte del ADN no cumple esa función de manera que sus fragmentos se dividen en codificantes (exones) y no codificantes (intrones), por lo que en ocasiones se entiende por gen sólo a los fragmentos codificantes. Además, el viejo dogma de un único gen que codifica una única proteína también se ha venido abajo: hay proteínas a cuya elaboración concurren varias secuencias de ADN simultáneamente, los poligenes a los que ya me he referido; y a la inversa, hay secuencias que pueden codificar proteínas distintas, fenómeno conocido como pleiotropía (478). Finalmente, hay genes cuya función no consiste en codificar proteínas sino en regular a otros genes (operones); los hay que anulan la expresión de otros, fenómeno conocido como epítasis, etc. Incluso una misma secuencia de ADN puede desempeñar funciones contradictorias. Para cumplir estas funciones el genoma debe ser capaz de interpretar y responder a múltiples señales externas. Por tanto, hoy está asentado el criterio de que la expresión génica no depende sólo de las secuencias de ADN y, en consecuencia, que los genes no son una unidad funcional ni son capaces de explicar por sí mismos, de manera autónoma, la producción de proteínas.
No obstante, las expresadas incongruencias y otras muchas que podrían exponerse, tampoco ayudan a comprender lo que, sin duda, es el núcleo central de la genética, el que verdaderamente pone manifiesto la ausencia de fundamento del mendelismo, a saber, que el genoma, como cualquier otra parte de un organismo vivo, sólo tiene sentido evolutivo si se lo comprende una manera dinámica y cambiante (479), algo que cabe extender no sólo a las especies sino al desarrollo concreto de cada organismo vivo a lo largo de su corta existencia. Como cualquier otra parte del cuerpo, el genoma también cambia con el tiempo y eso es precisamente lo que le confiere plasticidad y capacidad para desempeñar sus funciones, que también cambian con el tiempo.
De una manera solapada, el gen ha empezado a perder terreno y se comienzan a utilizar expresiones como cistrones, recones, hox, supergenes, seudogenes y otros. Como afirmaba recientemente Wayt Gibbs, se observa una tendencia, disimulada pero cada vez más insistente, a evitar el empleo del vocablo gen (480). Todo apunta a que no pasará mucho tiempo antes de que sea definitivamente desechado de la ciencia. La genética está reclamando a gritos un nuevo fundamento que llegará con la consideración del genoma como parte integrante de un organismo vivo y, por lo tanto, como algo igualmente vivo, dinámico y cambiante, no una foto fija.
Timofeiev-Ressovski, un genetista en el gulag
En toda referencia a la URSS hay que reservar un capítulo (al menos uno) para hablar a las persecuciones, purgas y fusilamientos; de lo contrario no podríamos decir que estamos aludiendo a la URSS. Aunque hablemos de ciencia, también hay que realizar este tipo de inserciones porque la represión tiene que aparecer como el aspecto más sobresaliente (y a veces único) de la historia soviética. La receta ideológica debe quedar de esta manera: como la genética estuvo totalmente prohibida, los genetistas fueron perseguidos, encarcelados y fusilados. Cualquier otra conclusión resultaría sorprendente. Una vez que Lysenko impuso el canon científico, los que no lo aceptaron pagaron su atrevimiento con la vida. En una cuestión científica como ésta, la rentabilidad ideológica de tales afirmaciones es mucho mayor porque comienza con la imposición de una mentira (Lysenko) frente a la verdad castigada (todos los demás). Así la estatura científica de éstos se agiganta mientras que la de Lysenko cae por los suelos. El crimen es mucho mayor cuando no se encarcela a un científico "cualquiera" sino a un gran científico.
Cae por su propio peso que los genetistas fueron fusilados por sus concepciones científicas. Por tanto, aunque la condena del tribunal afirme que se trataba de un saboteador, un espía o cualquier otro delito, son subterfugios que encubren los verdaderos motivos, que son exclusivamente científicos. Nadie en su sano juicio concede la más mínima credibilidad al policía soviético que detiene, al fiscal que acusa, al testigo que declara o al tribunal que sentencia. En otros países los trabajos de investigación histórica sobre este tipo de procesos político-judiciales, como los casos de Joe Hill, Sacco y Vanzetti o el matrimonio Rosenberg en Estados Unidos, al menos suelen acabar en dudas sobre el fundamento de las condenas. Esto no puede ocurrir, no ha ocurrido y no ocurrirá en ningún juicio político de los habidos en la URSS; es un asunto incuestionable: fueron una patraña organizada para encubrir la represión política, lo cual significa exactamente eso: represión por la defensa de unas determinadas convicciones.
En el caso de los científicos ese tipo de argumentaciones tiene una enorme dificultad que superar, por el siguiente motivo: antes, durante y después de la URSS, el sistema punitivo era concentracionario. Así, el tendido de los más de 9.000 kilómetros de la red ferroviaria del transiberiano, una obra que se prolongó desde 1891 a 1905, lo llevaron a cabo miles de convictos. En Rusia no existían cárceles cerradas, cuyo surgimiento es muy reciente. En la historia penitenciaria, mientras la cárcel cerrada está ligada a la ociosidad del recluso, en el sistema abierto o campo de concentración, está ligada al trabajo forzoso que, lejos de ser una sanción en retroceso, se va generalizando a todos los sistemas penitenciarios modernos. En el caso de los científicos condenados durante el periodo soviético, el trabajo forzoso comportaba el ejercicio de su disciplina científica en el sharashka, que es el apelativo que daban los propios reclusos a los centros específicos creados para reunir en ellos a los investigadores, ingenieros y científicos. Por tanto, si el penado era profesor universitario debía impartir lecciones en el campo y si era investigador se le integraba en un laboratorio dentro del propio recinto. La conclusión paradójica que se obtiene de esto es la siguiente: que el condenado por expresar determinadas convicciones científicas debía seguir difundiendo esas mismas convicciones científicas.
El absurdo relato canónico de los hechos es tan uniforme y monótono como carente de datos precisos. ¿Por qué no hay un listado de genetistas perseguidos y encarcelados por su oposición a Lysenko? Los actuales libros de genética deberían insertar en su primera página unas líneas de agradecimiento a aquellos colegas que sacrificaron su vida en defensa de esta ciencia, avasallada por el malvado Lysenko. Sería una obligación moral hacia ellos. Quizá pretendan aseverar que todos fueron a la cárcel excepto el propio Lysenko. Quizá no dispongamos de datos precisos por lo siguiente: porque fueron tan numerosos que no se puede detallar cada uno de ellos; entonces el plumífero recurre al expediente de aludir a cientos, miles o millones, según su desparpajo. Medvedev ofreció una cifra redonda: exactamente 200 genetistas represaliados. Pero sería bueno disponer de un listado un poco preciso. Alexander Kohn proporciona unas cifras bastante más bajas que las Medvedev en medio de un relato deliberadamente confuso. Asegura que de los 35 miembros del Instituto de Genética, 31 rechazaron las tesis de Lysenko, añadiendo a continuación: "La mayoría perdió sus puestos en el Instituto. 22 genetistas fueron reprendidos y a otros 300 se les obligó a realizar otro trabajo. En total, 77 genetistas reprendidos" (481). Es difícil saber con exactitud qué significa exactamente "reprendidos". Desde luego no parece que tenga que ver con la aplicación de la ley penal, porque cuando Kohn se refiere a este aspecto, sí se anima a ofrecer un listado de nombres y algunos datos sobre los genetistas encarcelados, que hacen un total de ocho: Salomon Levit (murió en prisión), Israel Agol, Max Levin, Levitsky, L. I. Govorov, Kovalev, Meister (desaparecido) y G. O. Karpechenko. Pero Kohn no ha realizado ninguna investigación propia sobre las fuentes sino que se apoya en Joravsky quien, por su parte, después de reconocer su ignorancia, lanza a bulto una cifra aún más reducida: 22 genetistas "y defensores filosóficos de la genética", antes de introducir una extraña suma para llegar al total de los 77 represaliados, concluyendo que sólo una pequeña parte de los científicos resultó perseguida. Cuando se cuenten los represaliados en los archivos, confiesa Joravsky que se quedaría muy sorprendido si su número superara el cinco por ciento (481b). Son especulaciones sobre el vacío más absoluto.
Pero aún queda el asunto estrella: conocer los motivos de esas represalias, momento en el que el panfleto orquestado se desmorona con sólo tener en cuenta ciertas circunstancias bastante precisas, algunas de las cuales ya he referido. Así, Levit, Agol y Levin eran miembros del partido comunista y su situación no tuvo nada que ver con el debate científico sino con sus alineamientos en las batallas internas de aquel momento. Si Lysenko pretendió imponer una doctrina canónica oficial, ¿por qué fueron invitados a impartir lecciones profesores extranjeros que defendían concepciones opuestas a dicho canon? Este argumento aún podría estirarse más si se tienen en cuenta los libros, las traducciones y las ediciones de obras de todo tipo que circularon por la URSS en aquella época y cuyo rastreo es bien sencillo puesto que cada libro lleva su fecha de edición y las colecciones de ellos están catalogadas y disponibles en bibliotecas y librerías, son mencionadas en otras obras, etc.
La nómina de genetistas represaliados en la época de Lysenko se agota finalmente en dos nombres: Vavilov y Timofeiev-Ressovski. Quizá sólo se trate de los más conocidos; quizá hubo otros de segundo rango a los que no se les ha prestado la atención que se les debe como personas injustamente represaliadas… Quizá. Pero una cosa es cierta: que por mucho que se alargue la lista de represaliados, siempre habrá otros que defendieron idénticas concepciones y no padecieron esas represalias, lo cual resulta aún peor para el canon propagandístico de la guerra fría, porque en tal caso quedaría evidenciado que los represaliados no lo fueron por sus ideas científicas sino por otro tipo de motivos ajenos a ellas. Desde luego en el caso de Timofeiev-Ressovski es evidente que no fue perseguido precisamente por sus convicciones científicas.
Nikolai V. Timofeiev-Ressovski (1900-1981) fue uno de esos científicos que resumieron en su biografía la historia de un siglo convulso. Referir algunos aspectos de su personalidad puede ayudar a comprender detalles importantes de la ciencia y de los científicos soviéticos.
Nació en Kaluga y comenzó sus estudios universitarios en Moscú en 1916, donde se convirtió en un seguidor de Kropotkin. Tras la revolución luchó en la guerra civil con una unidad de cosacos, alcanzado el grado de sargento. Al año siguiente se unió a una pequeña unidad de la caballería anarquista, el "Ejército Verde", es decir, que no se integró en el Ejército Rojo hasta el año siguiente. Entonces Timofeiev-Ressovski luchó en Crimea y en el frente polaco.
En 1920 se incorporó como investigador de biología experimental en Moscú bajo la dirección de N. K. Koltsov y a partir de 1922 enseñó zoología en la Facultad Biotécnica de la capital en el departamento dirigido por Chetverikov. Sus primeros ensayos trataron de respaldar precisamente la hipótesis de Chetverikov sobre los mecanismos genéticos de evolución de las poblaciones. Descubrió una amplia reserva de variabilidad hereditaria en las poblaciones silvestres de moscas que le sirvió para acuñar el concepto de micro evolución, uno de los pilares de la teoría sintética. Según Timofeiev-Ressovski el sujeto básico de la micro evolución es la población, la materia prima es la mutación y el suceso elemental es el cambio en las frecuencias génicas. Añadió que los motores de la evolución son la mutación, la fluctuación del volumen demográfico, el aislamiento, la migración y la selección.
De la genética de poblaciones, pronto pasó al nuevo campo de la radiobiología. En 1924 el siquiatra y neurofisiólogo alemán Oskar Vogt visitó Moscú. Era director del Instituto Káiser Guillermo III de Investigación del Cerebro de Berlín. En virtud del tratado de Rapallo entre Alemania y la URSS, Vogt trataba de reclutar investigadores soviéticos en el campo de la genética para su Instituto en el marco de un intercambio científico entre ambos países. Como contrapartida, los alemanes crearían un instituto de investigaciones del cerebro en Moscú. Vogt entabló buenas relaciones con el ministro de Sanidad soviético Nikolai A. Semashko, quien le recomendó que se pusiera en contacto con Timofeiev-Ressovski para el laboratorio de genética de la capital alemana. Así, en el verano de 1925 Timofeiev-Ressovski, en compañía de Serguei R. Zharapkin, se trasladó a trabajar a Berlín. La estancia duró 20 años, hasta que el Ejército soviético entró en Berlín, poniendo fin a la II Guerra Mundial.
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