Cuento publicado en 1906. Este relato muestra una comicidad inusual dentro de la creación del magno y controvertido escritor argentino.
El Psychon
El doctor Paulin, ventajosamente conocido en el mundo científico por el descubrimiento del electróscopo, el electroide y el espejo negro de los cuales hablaremos algún día, llegó a esta Capital hará próximamente ocho años, de incógnito, para evitar manifestaciones que su modestia repudiaba. Nuestros médicos y hombres de ciencia leerán correctamente el nombre del personaje, que disimulo bajo un patronímico supuesto, tanto por carecer de autorización para publicarlo, cuanto porque el desenlace de este relato ocasionaría polémicas, que mi ignorancia no sabría sostener en campo científico.
Un reumatismo vulgar, aunque rebelde a todo tratamiento, me hizo conocer al doctor Paulin cuando todavía era aquí un forastero. Cierto amigo, miembro de una sociedad de estudios psíquicos a quien venía recomendado desde Australia el doctor, nos puso en relación. Mi reumatismo desapareció mediante un tratamiento helioterápico original del médico; y la gratitud hacia él, tanto como el interés que sus experiencias me causaban, convirtió nuestra aproximación en amistad, desarrollando un sincero afecto.
Una ojeada preliminar sobre las mencionadas experiencias servirá de introducción explicativa, necesaria para la mejor comprensión de lo que sigue.
El doctor Paulin era, ante todo, un físico distinguido. discípulo de Wroblewski en la universidad de Cracovia, habíase dedicado con preferencia al estudio de la licuación de los gases, problema que planteado imaginativamente por Lavoisier, debía quedar resuelto luego por Faraday, Cagniard-Latour y Thilorier. Pero no era este el único género de investigaciones en que sobresalía el doctor. Su profesión se especializaba en el mal conocido problema de la terapéutica sugestiva, siendo digno émulo de los Charcot, los Dumontpallier, los Landolt, los Luys; y aparte el sistema helioterápico citado más arriba, mereció ser consultado por Guimbail y por Branly repetidas veces, sobre temas tan delicados como la conductividad de los neurones, cuya ley recién determinada entonces por ambos sabios, era el caso palpitante de la ciencia.
Forzoso es confesar, no obstante, que el doctor Paulín adolecía de un defecto grave. Era espiritualista, teniendo, para mayor pena, la franqueza de confesarlo. Siempre recordaré a este respecto el final de una carta, que dirigió en julio del 98, al profesor Elmer Gates, de Washington, contestando otra en la cual éste le comunicaba particularmente sus experiencias sobre la sugestión en los perros y sobre la "dirigación", o sea la acción modificadora ejercida por la voluntad sobre determinadas partes del organismo.
"Y bien, sí", decía el doctor; "tenéis razón para vuestras conclusiones que acabo de ver publicadas junto con el relato de vuestras experiencias, en el New York Medical Times. El espíritu es quien rige los tejidos orgánicos y las funciones fisiológicas, porque es él quien crea esos tejidos y asegura su facultad vital, ya sabéis si me siento inclinado a compartir vuestra opinión; etc".
Así, el doctor Paulin era mirado de reojo por las academias. Como a Crookes, como a DeRochas, lo aceptaban con agudas sospechas. Sólo faltaba la estampilla materialista para que le expidieran su diploma de sabio.
¿Por qué estaba en Buenos Aires el doctor Paulin?. Parece que a causa de una expedición científica con la que procuraba coronar ciertos estudios botánicos aplicados a la medicina. Algunas plantas que por mi intermedio consiguió, entre otras la jarilla, cuyas propiedades emenagogas habíales yo descrito, dieron pie para una súplica que su amabilidad defirió de buen grado. Le pedí autorización para asistir a sus experimentos, siendo testigo de ellos desde entonces.
Tenía el doctor en el pasaje X, un laboratorio al cual se llegaba por la sala de consultas. Todos cuantos lo conocieron, recordarán perfectamente este y otros detalles, pues nuestro hombre era tan sabio como franco y no hacía misterio de su existencia. En aquel laboratorio fue donde una noche, hablando con el doctor sobre las prescripciones de rituales que afectan a los cleros de todo el mundo, obtuve una explicación singular de cierto hecho que me traía muy atareado.
Comentábamos la tonsura, cuya explicación yo no hallaba, cuando el doctor me lanzó de pronto este argumento que no pretendo discutir:
–Sabe usted que las exhalaciones fluídicas del hombre son percibidas por los sensitivos en forma de resplandores, rojos los que emergen del lado derecho, azulados los que se desprenden del izquierdo. Esta ley es constante, excepto en los zurdos cuya polaridad se trueca, naturalmente, lo mismo para el sensitivo que para el imán. Poco antes de conocerlo, experimentando sobre ese hecho con Antonia, la sonámbula que nos sirvió para ensayar el electroide, me hallé en presencia de un hecho que llamó estraordinariamente mi atención. La sensitiva veía desprenderse de mi occipucio una llama amarilla, que ondulaba alargándose hasta treinta centímetros de altura. La persistencia con que la muchacha afirmaba este hecho, me llenó de asombro. No podía siquiera presumir una sugestión involuntaria, pues en este género de investigaciones empleo el método del doctor Luys, hipnotizando solamente las retinas para dejar libre la facultad racional–.
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