Francisco de Orellana, el capitán extremeño que protagonizó en 1542 una de las mayores gestas de la conquista de América, el descenso del Amazonas de un extremo al otro del continente, hay que imaginárselo abriéndose camino por el río sin tener más GPS que su propia intuición.
Mitos y rumores sofocaban las pocas historias verídicas en torno a un río y una selva de un tamaño inmenso. Orellana tuvo, entre otros, el don de la oportunidad.
Era un hombre ilustrado, paciente para la negociación con los indios, con un cierto toque de antropólogo precursor. Hablaba francés y latín, según el escritor George Millar, y se defendía en varios idiomas indígenas.
No se dejaba intimidar por las incógnitas geográficas, más asfixiantes que la selva tropical, ni siquiera por la ambición un tanto alborotada de su jefe, Gonzalo Pizarro, que fue quien tramó y lideró la gran expedición amazónica, pero lastrándola desde el principio con grandes equivocaciones.
La epopeya amazónica de Orellana empezó en 1541, cuando Gonzalo Pizarro, el hermano menor del conquistador del Perú, se lanzó en busca del «país de la canela», un territorio fantasmagórico como El Dorado, que, según le habían comunicado algunos indios peruanos, se hallaba en las sierras del interior del continente.
La canela era una de las especias más preciadas de la época, y los españoles soñaban con encontrar bosques enteros que los hicieran ricos de un día para otro. Con ese objetivo, Pizarro organizó un ejército de 200 españoles, además de 4.000 indios reclutados como porteadores.
Desde Quito, situada a casi 3.000 metros de altura, los expedicionarios bajaron a la selva ecuatoriana, pero al llegar al río Coca, en vez de oro y canela, se encontraron con hambre y confusión, hasta el punto de que tuvieron que comerse sus propios perros y caballos. Orellana, mientras tanto, partió por su cuenta desde el Pacífico, ascendió hasta Quito y de allí marchó al encuentro de Gonzalo Pizarro.
Cuando lo alcanzó, la situación de los españoles era tan desesperada que Pizarro mandó a Orellana en busca de comida con el bergantín San Pedro, un navío que habían construido los mismos expedicionarios al llegar al río Coca.
Lo conminó asimismo a que regresara como máximo en quince días, sin rebasar la siguiente confluencia del Coca. La zona citada coincidía con el río Canelo, hoy llamado Napo. Sobrevolando en una avioneta la actual villa de Francisco de Orellana, en el cantón ecuatoriano del mismo nombre, se puede apreciar la magnitud de la confluencia del Coca y el Napo.
Este último, más ancho que cualquiera de los ríos españoles, es un tributario relativamente modesto de la cuenca amazónica. Pero la idea absurda de Gonzalo Pizarro era que Orellana consiguiese provisiones para un ejército de hambrientos y que además regresara desandando aquellos voraginosos caminos de agua.
Orellana, en cambio, sabía bien que si se separaban sería para siempre, pues la corriente, de hasta diez kilómetros por hora, hacía imposible el retorno.
Orellana intuyó además que de río en río podría salir al otro mar, el océano Atlántico. Más tarde sería tildado de traidor por haber abandonado a su suerte a Pizarro y sus hombres, y durante siglos se intentó minimizar su éxito: haber sido el primero en recorrer el Amazonas.
Comienza la odisea
Orellana plantó su campamento en territorio de un reino indígena conocido como Aparia, pensando que quizá Pizarro resolviese llegar por tierra hasta allí. Entretanto no perdió el tiempo y mantuvo con el cacique conversaciones que le proporcionaron una visión clara de la inmensidad amazónica.
Por supuesto, no podía saber que se hallaba en una cuenca de siete millones de kilómetros cuadrados, ni que el caudal medio del Amazonas es de 157.000 metros cúbicos por segundo (el del Ebro es de 500). Pero sí tuvo clara la ocasión que se le presentaba.
Mandó construir un segundo bergantín, el Victoria, haciendo clavos de cualquier herraje que tuvieran sus hombres, y a continuación les comunicó su decisión: seguirían adelante.
El dominico fray Gaspar de Carvajal, natural de Trujillo como Orellana y que escribiría más tarde la crónica de la expedición, tomó partido por su paisano, argumentando que no podían volver al campamento de Gonzalo Pizarro a causa de la corriente y que no habían encontrado ni encontrarían tanta comida como para abastecer tamaña hueste.
En ese momento Orellana dejó de ser lugarteniente de Pizarro, pues sus hombres lo legitimaron como jefe por votación.Los de Orellana eran seis decenas de españoles cautivados por el paisaje amazónico y sobre todo por el sueño que implicaba.
Quién sabe si al final acabarían encontrando también canela, o incluso el vellocino de oro de los argonautas.
De hecho, pronto creyeron hallar indicios de esto último: algunos indios llevaban patenas de oro sobre el pecho, y sus mujeres se adornaban con ajorcas y orejeras de un inconfundible color amarillo.
Carvajal, siempre discreto, iba tomando notas de aquel viaje fabuloso siguiendo el flujo del río y del calendario litúrgico. El miércoles de Tiniebla y el Jueves Santo, escribió, ayunaron a la fuerza porque los indios de Ymara, capital del señorío de Aparia, no les llevaron de comer.
He ahí otro elemento recurrente de su crónica: los expedicionarios dependían de que los indios les regalasen yuca o tortugas.
Por fin pudieron darse un banquete en Pascua. El domingo de Cuasimodo, siguiente al de Resurrección, Carvajal lo aprovechó para predicar y alabó la «clemencia de espíritu» de Orellana. Explicaba, además, que los indios locales adoraban al Sol, dios al que llamaban Chise.
Los de Orellana debían de andar aún entre el Napo y el Curiaray, y Pizarro no había dado señal alguna de vida. De forma que, aparejando el Victoria, y hecho el debido matalotaje o aprovisionamiento del nuevo barco y del bergantín San Pedro, los hombres de Orellana comieron con el cacique de Aparia, se despidieron de él y zarparon el 24 de abril.
Siguiendo el curso del río
La odisea amazónica de Orellana cubrió centenares de leguas de aguas zigzagueantes e ignotas. En algunos poblados, los indios les eran favorables y les daban huevos de tortuga para alimentarse, pero en otros les recibían a flechazos.
Los viajeros pronto se vieron hostigados por canoas de indios vestidos con cueros de lagartos (caimanes), de manatíes (vacas marinas) y de dantas (tapires).
Los indios se presentaban con gran griterío y estruendo de trompetas de palo.
En una incursión en busca de comida, Maldonado y otros nueve soldados se dedicaron a coger tortugas, de las que capturaron casi mil, pero entonces dos mil indios, según Carvajal, les atacaron con furia y a Maldonado le atravesaron el brazo.
El 6 de mayo, un español derribó con un dardo un ave, si bien la nuez de la ballesta se cayó al agua. El marinero Contreras tiró un anzuelo y pescó un pez de cinco palmos que se había tragado la nuez de la ballesta. Como escribe Carvajal, «las ballestas nos dieron las vidas».
El 12 de mayo llegaron a Machiparo, señorío de un cacique al mando de 50.000 hombres en una tierra confinante con la mítica Omagua, donde los nativos se aplanaban las frentes. Los españoles pasaban hambre porque los indios les impedían abordar las orillas del río para abastecerse.
Cuando los dos bergantines llegaron al puerto de Oniguayal, a 340 leguas de Aparia, resolvieron tomar el poblado sito en una loma con sus arcabuces y ballestas.
Al final se aprovisionaron de un bizcocho muy bueno, es decir, de pan de cazabe.
Orellana tenía ya muy clara la importancia del río que les llevaba.
Los afluentes eran descomunales, y el Marañón, en el punto en que recibe al Ucayali, se apareció a la imaginación de los españoles como uno de los cuatro ríos del Paraíso.
El día de la Ascensión, los españoles afrontaron otro río con tres grandes islas, al que llamaron río de la Trinidad. No se detuvieron ahí, y en el siguiente pueblo se asombraron por la loza vidriada de los indios, que les pareció tan buena como la de Málaga, y por sus enormes ídolos tejidos de plumas.
Las gentes tenían grandes orejas dilatadas, como los orejones del Cuzco. Y «siguieron caminando», que es como describía Carvajal a los españoles cuando iban remando y no se dejaban arrastrar por la corriente.
En un pueblo que medía dos leguas de largo (unos nueve kilómetros), a Orellana le contaron que el rey de Paguana era rico en plata y poseía ovejas como las del Perú. Eso ratificaba la idea de que los indios de las sierras del Perú tenían dominio en tierras amazónicas y que, por tanto, allí podían encontrarse las míticas reservas de oro de los incas.
Claro que Orellana no encontró oro ni vicuñas en el Amazonas, sino piñas, aguacates o guanas (tal vez guanábanas o guayabas). Según Carvajal, el río en aquella zona tenía tal anchura que había momentos en que no se divisaba la orilla opuesta.
Tras Paguana, los españoles entraron en otra provincia y Orellana mandó once hombres en canoas a reconocer las islas del Cacao, cerca de Leticia, y a otras partes de la Aparia Mayor, el trapecio amazónico donde actualmente convergen tierras colombianas, peruanas y brasileñas.
Orellana guardó un buen recuerdo de ese lugar, donde no les faltaron los huevos de tortuga para comer. El 3 de junio descubrieron un río de aguas como tinta, que Orellana bautizó precisamente como río Negro, nombre que ha perdurado hasta nuestros días.
Durante veinte leguas los españoles de Orellana vieron que el color de las aguas del Negro no se diluía en el río Solimoes, nombre del Amazonas en esa parte de Brasil.
Las mujeres guerreras
A finales de junio, los españoles se adentraron en el territorio de las amazonas. Se decía que los indios de aquella zona eran vasallos de un reino situado en el interior que estaba gobernado por mujeres, a las que proveían de plumas de guacamayos y papagayos.
Es cierto que la mayor parte de cuanto rodeó el tema de las amazonas puede tildarse de mítico, si no de ensoñación o de adorno aventurero.
Sin embargo, Carvajal aseguraba que al entrar en combate con los indios, esas mujeres guerreras «andaban delante de todos ellos como capitanas» y que los españoles mataron incluso a «siete u ocho» de ellas.
El furor de los indígenas no decayó y los expedicionarios hubieron de escapar en sus navíos, acribillados de flechas hasta el punto de que parecían puercoespines.
Durante las semanas siguientes, los españoles, al tiempo que debían seguir defendiéndose de los indígenas, pudieron ver «muy grandes provincias y poblaciones», hasta que empezaron a notar las mareas y el 6 de agosto llegaron a una playa, la primera del estuario del Amazonas.
Por fin, el 26 de agosto salieron del río. Carvajal calculó que habían recorrido 1.800 leguas «antes más que menos», es decir, en torno a unos 7.500 kilómetros, un éxito indiscutible en una Amazonia virgen como la de 1542. Los habitantes de Nueva Cádiz, capital de Cubagua, frente a la isla Margarita (hoy en Venezuela), recibieron bien a los de Orellana, «como si fuéramos sus hijos», relata Carvajal. Pero la odisea del Amazonas no había acabado para Orellana.
Tres años después, ya en calidad de gobernador de la provincia de Nueva Andalucía –como se denominó al territorio entre el Orinoco y el Amazonas–, volvió al río que había conquistado, se internó por su boca y murió en noviembre de 1546 en algún lugar del que no se tiene constancia, ni cruz ni tumba. Aunque el nombre de Francisco de Orellana no se encuentra escrito en el agua, sino en lo más alto de la historia de las exploraciones.
Autor:
Francisco Augusto Montas Ramirez