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La escalera

Enviado por José Carlos Celaya


Partes: 1, 2

    Y allí estaba él, sentado a la mesa de ese bar, mirando la llovizna que caía sin cesar sobre el capot de su taxi, fumando ante un café que hacía rato se había enfriado, tratando de entender lo absurdo de la vida a través de la interpretación de unos hechos, como si al encontrarle el sentido pudiera encontrar alguna lógica en la muerte de su esposa. Aunque no era la muerte de su esposa lo que lo abrumaba. Eso ya lo tenía incrustado en su memoria, como una laceración en carne viva en el tejido del recuerdo.

    No, él trataba de entender algo, y al tratar de comprender aparecía nítida una imagen, y no era una imagen reciente, no era el recuerdo de algo que hubiera sucedido hacía poco tiempo, sino de algo que había sucedido hacía dos años, más o menos.

    Ella comenzó a retirar las plantas de la escalera.

    Y sin embargo, en su esfuerzo por tratar de discernir el significado de ese hecho, su mente viajó hacia mucho más atrás en el tiempo. En aquel entonces ellos, él y su esposa, ahora muerta, tenían un almacén en Villa Crespo. No eran jóvenes, ni casi jóvenes siquiera. El tenía treinta y ocho años y ella treinta y dos, y hacía cinco que estaban casados, y después de muchas visitas a diferentes especialistas sabían que no tendrían hijos, o al menos sabían —los dos lo sabían aunque nunca lo hubiesen hablado— que ella nunca quedaría embarazada. Y tres años antes habían comenzado los trámites de adopción, que se dilataron en esperas y esperanzas frustradas, en visitas a orfanatos e institutos, y llenaron papeles y formularios y tuvieron entrevistas con asistentes sociales y empleados de juzgado, y cuando pensaban que todo eso no llevaría a nada, fue que apareció aquella muchacha correntina.

    El estaba en lo que ellos llamaban el depósito, un sótano amplio debajo del almacén, donde guardaban los cajones de soda y los de gaseosa y su esposa lo llamó y el creyó que ella se había golpeado o algo así, y subió apresurado las escaleras y se topó con aquella muchacha, arropada con un vestido corto de colores chillones y zapatillas gastadas, que paladeaba un vaso de gaseosa que su esposa, seguramente, le había servido. Su esposa le hizo saber que la muchacha estaba embarazada y que en el barrio, en Villa Crespo, le habían dicho que ellos no tenían hijos y la muchacha les proponía que se quedaran con el hijo que ella llevaba en su vientre, ya que ella no lo podría criar y lo mejor era que lo criaran ellos. Y fue en ese momento que él se dio cuenta de que la muchacha estaba embarazada, de más de cinco meses, siete seguramente. Y la muchacha les contaba que ella ya lo tenía todo arreglado.

    Fue así que viajaron a Monte Caseros, el pueblo donde vivía la muchacha, y se alojaron en un hotel y todas las tardes, cuando bajaba el sol, salían los tres a caminar, y su esposa le compró a ella ropas nuevas y zapatos y zapatillas, y un día hablaron con un médico, y le dieron dinero, no mucho, y cuando nació la criatura, un varón, lo anotaron como si lo hubiese tenido su esposa, y el mismo médico firmó los papeles que ellos presentaron en el registro civil y unos días después ellos tres, él, su esposa, y un hermoso bebé, se embarcaban en el micro que los traería de vuelta a Buenos Aires.

    Entonces se mudaron de barrio, vendieron la casa de Corrientes y Sánchez de Bustamante, sospechando que en algún momento podrían ser objeto de un chantaje, cosa que nunca ocurrió ya que la muchacha desapareció de sus vidas con tanta premura como había aparecido. Algo así como un ángel extraño que les había venido a traer lo que ellos más querían en la vida.

    Un hijo, un varón que fue creciendo, desde la cuna y ellos ya no tenían el almacén puesto que lo habían vendido y con la plata de la venta él había comprado un taxi, y se mudó a Devoto: un pehache de tres habitaciones, con un patio cubierto por un viejo toldo plegable, de aluminio, que tenia descompuesto el mecanismo y por lo tanto nunca se podía plegar, lo cual al fin y al cabo era una ventaja, ya que Juanjo podía jugar en el patio aunque lloviese, y su esposa iba agregando una planta en la escalera por cada año que cumplía Juanjo.

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