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El mundo de las letras (página 2)

Enviado por José Carlos Celaya


Partes: 1, 2

Ahora, frente a la biblioteca, donde están todas sus novelas, mira con inquietud las carpetas que contienen los apuntes, sus viejos apuntes, los que luego servirían de base a sus novelas.

"No, no hubiera querido morir sin verla, pero tú me obligaste" escucha que le susurra una voz. Cree identificarla como la voz de Lalo. Claro, es la voz del muchacho.

Esas palabras modifican su estado de ánimo.

Ha transcurrido una hora y el sol penetra de lleno en el comedor y la habitación se vuelve más clara. En la calle, el silencio ha muerto definitivamente.

Rugidos de motores, bocinas, gritos de vendedores ambulantes.

Observa con melancolía algunos libros que ya no volverá a leer.

Un callado murmullo crece en su mente, superpuesto a sus pensamientos. Se esfuerza, se concentra, tratando de desentrañar el origen de ese sonido que, como una película impalpable e invisible, rodea a todas sus ideas.

Y el dolor, que de a ratos crece y le recuerda que va a morir.

Va a morir, simplemente eso. Va a morir.

La muerte no lo aflige, no lo perturba. Será un hecho más entre los tantos hechos que suceden en el universo, como la flor que se marchita y muere, la flor que graciosamente pierde sus pétalos para dar lugar al fruto carnoso y dulce que encierra las semillas, la promesa cierta de una futura vida.

Ahora comprende al fin el susurro persistente que sisea en su mente: son las voces, los sonidos, y hasta los silencios, cargados de emoción, de sus personajes.

Lalo y Elsa, su trágica historia de amor; Ramiro, el Astrólogo que descubrió que iba a morir cuando le trazaba la carta natal a una clienta; Juan, el poeta de barrio que soñaba con pasear por las orillas del Sena, y que murió de tristeza cuando entubaron el arroyo Maldonado; Víctor, el vendedor ambulante que fue asesinado por error.

Todos ellos le susurran algo. Mira los libros y piensa en Lalo, en Elsa, en Ramiro y en todos y en cada uno de sus personajes. Aguza la atención. Toma algunas de sus novelas y las coloca sobre la mesa. El sol ha vuelto amarillas las paredes, ha nimbado a los libros desordenados sobre el mantel con un resplandor extraño y suave, una sutil irisación.

Hojea "Réquiem para un hombre solo", sigue a Lalo.

Claramente escucha: "Me dejaste morir solo, sin poder ver a Elsa."

Una intensa puntada lo obliga a apresurarse.

Toma un cuaderno y comienza a escribir rápida, febrilmente. Tal vez pueda hacer que Elsa vea a Lalo antes de morir. Los símbolos que llenaron su mundo van poblando lentamente los renglones vacíos del cuaderno.

La letra es despareja, ilegible, cuando Elsa toma el colectivo correcto—"Réquiem para un hombre solo"— que la ha de llevar al Hospital Fiorito. Primero es una suave llovizna, luego un aguacero fuerte, que finalmente se transforma en un diluvio que impide que el colectivo pueda seguir avanzando por la calle de tierra. Elsa desciende del vehículo y camina apresurada bajo la lluvia. Sus tacos se entierran en el barro. Se quita los zapatos y corre.

Las oraciones son líneas azules, nerviosas y ondulantes, que recorren el papel.

El dolor avanza desde sus entrañas. Falta tan poco para que Elsa llegue. Una punzada aguda lo estremece, un espasmo lo obliga a soltar la lapicera y para resistirlo tira el cuerpo hacia atrás, intentando reposar la cabeza sobre el respaldo de la silla. Los ojos de Lalo brillan en un postrer destello de alegría al ver a Elsa, toda mojada, que irrumpe en la sala del hospital. La mirada de Esteban queda fija en el techo, inmóvil. Su mano reposa rígida sobre el cuaderno donde Elsa alcanza a tomar la mano de Lalo que agoniza placidamente.

 

 

 

Autor:

José Carlos Celaya

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